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Eduardo Pérez Ortiz - 18 meses de cautiverio

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Eduardo Pérez Ortiz 18 meses de cautiverio

18 meses de cautiverio: resumen, descripción y anotación

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Eduardo Pérez Ortiz sobrevive de milagro a la matanza desatada tras la capitulación de Monte-Arruit. Su relato, además de ser uno de los escasos testimonios directos del Desastre de Annual, es un apasionante y honesto homenaje a los miles de héroes anónimos que allí perdieron la vida.

«Parece resultar muy cara la carne de gallina». Con este demoledor comentario recibió Alfonso XIII la noticia de la liberación de los soldados a cambio de un rescate de cuatro millones de pesetas. Pero ¿qué sucedió realmente? ¿Se merecían aquellos hombres este despreciable comentario o deberían haber sido recibidos como héroes? Testigo de excepción del Desastre de Annual, el teniente coronel Eduardo Pérez Ortiz, sobrevive milagrosamente a la matanza desatada tras la capitulación de Monte Arruit el verano de 1921. Protegido inicialmente por una cabila rifeña, acaba siendo entregado a Abd el Krim, sufriendo año y medio de atroz cautiverio junto con un grupo de rehenes españoles. Este apasionante relato escrito en primera persona por quien fuera, más tarde, alcalde de Ceuta, está a caballo entre el libro de aventuras y el testimonio histórico de primer orden, por lo que ha gozado de justa fama entre los interesados por nuestro pasado más reciente.

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I. Los convoyes a Igueriben

I

LOS CONVOYES A IGUERIBEN

H allábame el 18 de julio en el campamento de Dar-Drius, cuando recibí un telefonema en el que se me ordenaba desde Comandancia que al día siguiente, 19, saliera al mando de una columna, compuesta de cinco compañías de fusiles del Regimiento de San Fernando; otra y una sección de ametralladoras del mismo cuerpo; parte del tren regimental del expresado y una batería de montaña, en dirección a Izumar, donde debía encontrarme a las catorce y esperar órdenes.

Como aquel mismo día había la columna regresado de las inmediaciones de la posición A, a la que se acercó como fuerza de observación con motivo de haberse intentado hacer un convoy a Igueriben, presumí desde luego que mi operación terminaría regresando por la tarde a nuestro habitual campamento, y, en consecuencia, salimos de este a las 8’30 y a la ligera, puesto que el itinerario suponía en total un recorrido de 28 kilómetros, marcha que, aun sin otra operación, resultaba penosa por efectuarse en pleno estío y siempre escalando alturas.

Hasta Bentieb, el camino abierto trabajosamente para terminar en Annual y dar difícilmente paso a los autocamiones es llano, pero a partir de esta primera posición que, sin casi detenernos cruzamos, va constantemente ascendiendo y, como no ha saltado la más pequeña brisa, empieza la tropa a beber de sus dobles cantimploras con la prudencia que le da el saber no ha de encontrar agua hasta el final de la jornada y que la ración no ha de ser mucha.

A las cuatro horas de marcha encontramos al parque móvil que vuelve de llevar a Annual municiones de artillería. Un carro se halla atascado en el desfiladero y aprovecho el obligado alto para que la columna se concentre y descanse breves momentos.

He oído el cañón hacia Izumar, y como veo fuerza de Regulares con misión de proteger al parque, apenas puede pasar mi artillería, emprendemos de nuevo la marcha.

El calor es asfixiante, pero la gente de a pie, muy entrenada y hecha a estas fatigas, sigue animosamente la marcha y a las 12,30 llegamos sin novedad alguna al pico en que se halla enclavada la posición Izumar. De ello doy cuenta al coronel Manella, jefe entonces de la circunscripción.

Desde Izumar, pequeña posición situada a cuatro kilómetros del campamento de Annual, dominando esta y sus contornos con elevada cota —acaso más de 250 metros de diferencia— puedo, con ayuda de mis prismáticos, darme cuenta de que otra columna, ya desplegada, avanza hacia Igueriben, si bien me parece recibir la impresión de que encuentra en ello serias dificultades. Así debe de ser por cuanto al poco tiempo se me ordena dejar en Izumar una compañía como refuerzo —queda entonces esta posición con dos compañías y dos piezas— y bajar a Annual desenfilado de las vistas del enemigo, aprovechando un atajo pedregoso malísimo para las cargas y el ganado.

Finalmente, a las 14, ya concentrada mi columna en una hondonada, a las inmediaciones del río me pongo a las órdenes del coronel Manella.

Este brillante jefe se encuentra en aquel momento junto a una batería emplazada en una pequeña meseta. El fuego del cañón y el movimiento de avance se hallan suspendidos y estudia las probabilidades de reanudarlos con éxito; mas la resistencia que el enemigo opone debe de ser tenaz y se precisan más fuerzas para vencerla. Me mira y parece dudar un momento; después me interroga: «Francamente, ¿está su columna en disposición de combatir inmediatamente?». «Mi coronel —le respondo— convendría darle antes agua y algún descanso; pero si esto no puede ser, hará un esfuerzo. Le sobra entusiasmo y todos cumplirán». «Entonces mándeme aquí dos compañías, y usted, con el resto de la fuerza, ocupe aquella loma y emplace en ella la batería. Va usted a reforzar el flanco izquierdo». Y rápidamente me explica el objetivo de la operación y la situación de nuestras tropas.

El comandante González Munné marcha con las compañías solicitadas, y yo avanzo con la columna para tomar posiciones.

Al ocupar la loma encuentra la artillería excelente emplazamiento y la necesaria protección. Algo avanzadas, a su izquierda, hallamos cuatro ametralladoras de Ceriñola, que ya lleva allí algún tiempo haciendo fuego. Al frente, como a 2000 metros, se mueven fuerzas de Regulares.

Señalado el objetivo —unas alturas al norte de Igueriben— empieza nuestra artillería a disparar y bien pronto lo hace con eficacia; mas apenas ha hecho veinte disparos, cuando observo que nuestro flanco izquierdo, constituido por fuerzas del regimiento de África, inicia una rápida retirada por escalones descendiendo de unas elevadas crestas de las que nos separa el río Annual, que allí corre por hondo y largo barranco. Ignoro quién ha dado la orden para esta retirada, y me admiro de ella por cuanto mi tropa no ha disparado todavía un tiro, ni siquiera ha desplegado en guerrilla, pero presumo que se hace como consecuencia de retroceder los Regulares.

En aquel momento el comandante de la compañía de ametralladoras de Ceriñola me advierte haber consumido las municiones y al mismo tiempo se me ordena retire urgentemente la batería, pues los Regulares se vienen encima. Entonces la sustituyo con las máquinas de la columna, estimando que las seis de que dispongo me bastan para batir el frente del barranco de la izquierda y que las dos compañías de infantería harán mejor papel en más cortas distancias. La batería y las ametralladoras de Ceriñola son enviadas al campamento.

Una compañía de fusiles queda establecida en unos muros a 250 metros a retaguardia de la línea de fuego y tiene la misión de vigilar el barranco desde un recodo del río y sostenerse allí mientras yo no ordene otra cosa. La otra compañía con la que me encuentro protegerá, situada a cubierto y ya desplegada, el repliegue de las ametralladoras que hace rato han abierto un fuego moderado.

Mientras tanto, los Regulares, que ya están a nuestra altura por la derecha, siguen su movimiento de retroceso y nos descubren este flanco por el que avanza el enemigo. El capitán Gil Cabrera, que manda la línea de máquinas, me advierte de la situación y, a pie, como me encuentro, retrocedo hasta los Regulares a quienes sus oficiales quieren contener sin conseguirlo.

Increpo duramente a esta fuerza y le ordeno no solamente detenerse sino avanzar de nuevo lo que al fin se consigue hasta unos cincuenta metros y empleando el palo sus oficiales. Al mismo tiempo marcha a la guerrilla la compañía que estaba previamente desplegada y protege la ordenada retirada de las ametralladores a cuyo jefe mando rebase el río y siga hacia el campamento. La proximidad de este —unos dos kilómetros— sus avanzadas y lo quebrado del terreno me dan la impresión de que me bastan las dos compañías de fusiles para retirarme metódicamente y así lo verificamos, después de haberse replegado todas las fuerzas, sin que la astucia de los moros lograse aislarnos.

La serenidad de estas compañías y su disciplina en el fuego, que una de ellas especialmente tomó casi a broma, nos evitó acaso sufrir unas bajas, pues que sólo tuvimos un oficial contuso y dos muertos y ocho heridos de tropa.

Por conducto del capitán de E. M. Sabater, que presenció el fuego de una de esas compañías y que haciéndolo por descargas las intercalaba con vivas al Regimiento, supo sin duda el coronel Manella varios detalles referentes a tal comportamiento, por el cual fui efusivamente felicitado y se concedió a las compañías en aquella noche preferente lugar de descanso en el campamento principal y el ser relevadas de todo servicio. Bien lo merecían además por su fatigosa jornada.

Los jefes y oficiales, así como la tropa, cenamos una friolera, y rendidos de cansancio, dormimos como bienaventurados, unos en tiendas, a la intemperie los más.

Al siguiente día no se intentó llevar el convoy a Igueriben, pero en un telefonema en el que se les felicitaba por su heroico comportamiento y abnegación se les prometía el inmediato socorro y relevo el 21; cosas que eran de perentoria y absoluta necesidad, pues la posición extenuada, sedienta varios días, falta de municiones y siempre al pie del parapeto, acorralado y con numerosas bajas en muertos, heridos y enfermos, estaba en peligro de ser fácilmente sacrificada.

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