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Eduardo Arroyo Pérez - Boltzmann. La termodinámica y la entropía

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Eduardo Arroyo Pérez Boltzmann. La termodinámica y la entropía
  • Libro:
    Boltzmann. La termodinámica y la entropía
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2018
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EDUARDO ARROYO PÉREZ es físico y ha ejercido la docencia en la Universidad de - photo 1

EDUARDO ARROYO PÉREZ es físico y ha ejercido la docencia en la Universidad de Nanchang (China) y en la International Montessori School, en Pekín, entre otros centros. Es fundador de la revista on line Philosophy To Go.

CAPÍTULO 1

El nacimiento de la termodinámica

La máquina de vapor cambió el mundo incluso antes de que se comprendiera bien el funcionamiento de su mecanismo. A mediados del siglo XIX la necesidad de conseguir máquinas más eficaces llevó al desarrollo de una teoría de los motores que culminó con el nacimiento de una nueva ciencia, la termodinámica. Esta pronto desbordó su meta primigenia para convertirse en la ciencia del calor y la única capaz de explicar por qué el tiempo avanzaba de pasado a futuro. Ludwig Boltzmann fue el científico que dio forma a su expresión moderna.

Ludwig Eduard Boltzmann nació el 20 de febrero de 1844 en Viena, cuatro años antes de que Europa entera estallara en una oleada de revoluciones. Sin embargo, el futuro científico vivió una infancia protegida, gracias en buena parte a la fortuna que poseía la familia de su madre, Katharina Pauernfeind, cuyo apellido aún da nombre a una calle en Salzburgo, ciudad de la que el bisabuelo y el abuelo de Boltzmann habían sido alcaldes. Su padre, Ludwig Georg Boltzmann, era recaudador de impuestos y llegó a ocupar el cargo de inspector jefe de la Hacienda Imperial en la ciudad de Linz. Por su parte, el abuelo paterno era un fabricante de relojes que se había instalado en Viena procedente de Berlín. Boltzmann tuvo dos hermanos menores: Albert (1845-1863) y Hedwig (1848-1890). El primero murió siendo muy joven, víctima de una enfermedad respiratoria; la segunda pasó la mayor parte de su vida compartiendo casa con Ludwig, incluso después de que éste se casara.

Como otros grandes científicos, Boltzmann fue un niño precoz. Siempre era el primero de su clase, mostrando desde muy joven un gran interés y habilidad por la física y las matemáticas, pero sin limitarse a ellas; estudió diligentemente filosofía e historia y conservó hasta su muerte una gran pasión por la botánica y la zoología, así como por la música. Solía mantener encendidos debates filosóficos con su hermano, que se mofaba de su obsesión por definir cada término con rigor. El propio Boltzmann contaba una anécdota al respecto: tras oír hablar de David Hume (1711-1776), pidió una de sus obras en la biblioteca, pero solo había un ejemplar en inglés. «Eso no importa», le espetó su hermano: si todos los términos estaban bien definidos, no debería tener problema en entender el libro. Su padre le compró un diccionario que no solo le permitió leer a Hume, sino que fue clave en su desarrollo científico al capacitarle para entender más adelante los artículos de James Clerk Maxwell (1831-1879), su inmediato predecesor intelectual.

El pequeño Ludwig pasó su infancia entre Viena, Linz y Wels (ciudades situadas en la Alta Austria), debido al trabajo de su padre. Inicialmente, no acudió a la escuela, sino que fue educado en su propia casa por un tutor. También recibió clases de piano a cargo del ya entonces famoso compositor Anton Bruckner (1824-1896). Estas lecciones terminaron abruptamente cuando al maestro se le ocurrió dejar una chaqueta mojada encima de la cama; la madre de Boltzmann lo despidió de modo fulminante. El futuro científico, pese a todo, jamás dejaría de tocar el piano, una afición que le reportaría numerosos placeres a lo largo de su vida. Él mismo relató su interpretación de una serenata de Schubert tras una cena a la que fue invitado en la casa del magnate William Randolph Hearst (1863-1951) en 1905, durante su último viaje a Estados Unidos.

UN MUNDO EN TRANSFORMACIÓN

Mientras Ludwig disfrutaba de sus clases de música, el mundo vivía una época convulsa. En 1848 apareció en Londres el Manifiesto comunista, firmado por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), que sintetizaba su visión de la historia y de la lucha de la clase obrera. Pero no era solo este sector social el que se hallaba incómodo en la Europa surgida de la Restauración pactada tras las guerras napoleónicas: en todo el continente bullía un sentimiento de rechazo a los absolutismos que culminó en una ola de revoluciones populares. En Austria, tomarían un cariz nacionalista, marcado por el intento de varias provincias —polacas, italianas y húngaras, entre otras— de escindirse del Imperio. El resultado fue desastroso para los revolucionarios: el Imperio austrohúngaro aprovechó la falta de cohesión de los sublevados para enfrentarlos unos con otros y aplastó sin miramientos a los restantes. Las revueltas, no obstante, forzaron que el emperador Femando I abdicara en favor del archiduque Francisco José y también provocaron la dimisión del primer ministro, Metternich. En el plano social, ocasionaron la abolición de la servidumbre a la que estaban sometidas las clases agrarias.

Las convulsiones políticas eran el correlato de las transformaciones sociales producidas por la Revolución industrial, que avanzaba espoleada por los desarrollos científicos y técnicos. Las nuevas tecnologías transformaron radicalmente el entramado social a la sombra de las chimeneas de las fábricas: nacía una nueva mano de obra asalariada, la clase obrera, y las ciudades experimentaban un continuo crecimiento en detrimento del campo. Las fábricas devoraban carbón y producían dinero a un ritmo nunca visto.

La demanda de carbón aumentaba y, con ella, la necesidad de máquinas más eficientes. Desde las investigaciones de James Watt a finales del siglo XVIII se sabía que la mayor parte del calor generado por la combustión se desaprovechaba sin que sirviera para producir trabajo útil; estimaciones realizadas un siglo más tarde situaban la tasa de eficiencia en un mero 3 %. A pesar de que hubo varios intentos de optimizar el diseño de los motores, hacía falta una nueva disciplina que diera un fundamento teórico sólido a las tentativas más o menos fructíferas de mejorar la eficiencia.

Esa nueva disciplina tomó su forma definitiva durante la década de 1860 bajo el nombre de «termodinámica». Fue uno de los tres pilares que necesitó Boltzmann para desarrollar sus tesis, que lograrían explicar el comportamiento de cuerpos macroscópicos a partir de sus elementos microscópicos (el segundo pilar fue la teoría atómica, y el tercero, la noción de azar, que jugaría un papel central a lo largo de toda su existencia).

El primer obstáculo para mejorar la eficiencia de los motores era la falta de una teoría sólida sobre el calor y su transmisión que permitiera llevar a cabo predicciones cuantitativas. Esa teoría llegó de la mano de Antoine Lavoisier (1743-1794), que en 1783 demostró que la teoría del flogisto no era capaz de dar cuenta de los resultados experimentales. El «flogisto» era una sustancia postulada por Johann Joachim Becher (1635-1682) para explicar el fenómeno de la combustión. El científico alemán sugirió que el flogisto se encontraba en los cuerpos susceptibles de ser quemados y que era liberado al producirse la llama. Esta teoría errónea acabó dando pie, gracias a los intentos por demostrarla, al descubrimiento del oxígeno, constituyendo un ejemplo de cómo el método científico hace que incluso ideas equivocadas puedan acabar siendo fructíferas. Boltzmann era muy consciente de ello y de cómo evolucionaba la ciencia. En 1895, con motivo de la muerte de su profesor y amigo Josef Loschmidt, evocó que éste le había sugerido en alguna ocasión fundar una «revista científica solo para experimentos fracasados». Y añadió: «No se daba cuenta de lo interesante que hubiera sido tomarse en serio esta broma», para reseñar algunas innovaciones que se habrían acelerado de haber dispuesto la comunidad científica de detalles sobre experimentos fracasados.

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