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Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo - 11 de marzo de 2004

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Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo 11 de marzo de 2004

11 de marzo de 2004: resumen, descripción y anotación

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A las 7.36 del 11 de marzo de 2004, tres días antes de las elecciones generales, se produjeron diez explosiones casi simultáneas en cuatro trenes de cercanías de Madrid. El resultado fueron 192 muertos, 1857 heridos y un terremoto político cuyas reverberaciones aún marcan la sociedad española. Mercedes Cabrera, prestigiosa historiadora y candidata al Parlamento en esas elecciones, narra desapasionadamente el atentado, la guerra informativa que siguió, la persecución y muerte de los terroristas y el largo epílogo político y judicial de un atentado brutal que sacudió España y fracturó muchos de los consensos previos.

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MERCEDES CABRERA Madrid 1951 es política politóloga e historiadora Entre - photo 1

MERCEDES CABRERA (Madrid, 1951) es política, politóloga e historiadora. Entre 2006 y 2009 fue ministra de Educación y Ciencia y fue diputada del Congreso por Madrid de 2004 a 2011. Entre sus libros cabe destacar La patronal ante la Segunda República. Organizaciones y estrategia (1931-1936), La industria, la prensa y la política: Nicolás María de Urgoiti (1869-1951), Juan March (1880-1962), Jesús de Polanco, capitán de empresas y El poder de los empresarios. Política y economía en a España contemporánea (1875-2010) , coescrito con Fernando del Rey.

1. El día de los atentados. Ha sido ETA

EL DÍA DE LOS ATENTADOS. HA SIDO ETA

El jueves 11 de marzo de 2004, a las 7.37 de la mañana, se produjo en la estación de Atocha una explosión en el vagón número 4 del tren que acababa de cerrar sus puertas para seguir su trayecto. Apenas un minuto después, cuando los viajeros se amontonaban en las escaleras de salida sin saber qué había ocurrido, hubo otras dos explosiones en los vagones 5 y 6. Cundió el pánico. Casi simultáneamente, allí al lado, en la calle Téllez, se producían otras cuatro explosiones en el convoy que aminoraba la marcha para hacer su entrada en Atocha. Los viajeros, despavoridos, no podían saber que a esa misma hora, en otras dos estaciones de cercanías, la del Pozo del Tío Raimundo y la de Santa Eugenia, tres vagones más saltaban por los aires. Todos los trenes habían salido de Alcalá de Henares. Era la hora punta de la mañana, cuando cientos de personas se encaminaban al centro de Madrid para incorporarse a sus trabajos, a sus clases, a sus quehaceres diarios.

Una de las primeras noticias la dio la Dirección General de Tráfico (DGT): se advertía a los conductores que evitaran la zona de Atocha porque estaba prácticamente tomada por peatones que deambulaban por la calzada. Las cadenas de radio y televisión comenzaron a recibir información muy confusa, pero a todas luces alarmante. La cadena de televisión Telecinco decía que estaba tratando de averiguar qué había ocurrido e Iñaki Gabilondo hablaba en la cadena SER de una explosión en las vías del AVE, sin heridos, porque había ocurrido en un vagón vacío. Poco después, sin embargo, contactó con alguien allí, un joven que con voz entrecortada, llorando, comenzó a hablar de vagones reventados, de amasijos de hierros, de cuerpos apoyados contra las ventanas rotas, de personas que no se movían, de muertos, de muchos muertos. Y lo que todavía sobrecogía más, de gente que se estaba muriendo.

Parecía, como dijo más tarde un testigo, un baile de sonámbulos, de gente moviéndose en silencio, sin apenas hablar, sin siquiera mirarse los unos a los otros. Comenzaba a vislumbrarse la magnitud del horror. Cientos de heridos yacían por los suelos, muchos de ellos mutilados; los que podían corrían, aterrorizados. Al principio se hablaba de una decena de muertos, enseguida de más de cincuenta, y pronto de más de ciento ochenta. Se quedaron cortos: en Atocha murieron treinta y cuatro personas; en la calle Téllez, sesenta y tres; en El Pozo, sesenta y cinco; en Santa Eugenia, catorce; en los hospitales, quince. Y casi mil novecientas personas resultaron heridas, algunas muy graves; pero esas cifras se conocieron más tarde.

Las noticias volaron y las emisoras de radio y televisión detuvieron su programación habitual, para volcarse en la búsqueda de novedades e imágenes de lo ocurrido; la prensa llegaría más tarde. Había sido una cadena de atentados, ya no cabía duda. Todos aquellos ciudadanos que vivían cerca de alguna de las estaciones y pudieron oír las explosiones, pero también quienes escuchaban la radio y tenían amigos, conocidos o familiares que habitualmente cogían aquellos trenes, se lanzaron a llamar a sus móviles y, cuando no consiguieron establecer contacto, se imaginaron lo peor. Todo el mundo necesitaba saber más. La angustia, el terror y el desconcierto se adueñaron de la ciudad.

En las estaciones de tren comenzaron a concentrarse coches de policía, bomberos, equipos de emergencia y ambulancias, médicos voluntarios, taxis, coches particulares e incluso autobuses que se ofrecían para trasladar heridos, y también decenas de ciudadanos de a pie que querían ayudar como fuera. Todos los servicios de Renfe habían quedado suspendidos. Quienes llegaron a las estaciones difícilmente podían imaginar lo que iban a encontrarse. Los vagones destripados, el olor picante de los explosivos, los objetos desparramados por el suelo, los cuerpos sin vida y destrozados, la gente perdida, algunos con miembros amputados; todos despavoridos o noqueados, muchos en el suelo, algunos quejándose, gritando y pidiendo ayuda, otros sin moverse, mudos. Los que podían hablar preguntaban quién iba en aquellos trenes. No podían aceptar que el objetivo de aquel horror fueran solo ellos, los cientos de trabajadores, estudiantes, ciudadanos anónimos que a aquella hora llenaban los trenes de cercanías que los llevaban al centro de Madrid. Las sirenas de las ambulancias, de los coches de policía y de los bomberos llenaron el espacio, junto con los gritos y los lamentos de dolor, las peticiones de auxilio, las llamadas de ayuda, la angustia de quienes no sabían a quién acudir. Móviles que durante un tiempo sonaron y que nadie podía contestar. Imágenes que nadie olvidaría.

No se sabía a quién atender primero. Era difícil adivinar el grado de urgencia de cada uno y decidir por dónde empezar. Los bomberos trataban de sacar los cuerpos entre el amasijo de hierro de los vagones y los sanitarios intentaban clasificar la gravedad de los heridos, improvisaban torniquetes con cinturones de pantalón y de gabardinas, y hacían camillas con lo primero que encontraban. En el polideportivo Daoíz y Velarde, cerca de la calle Téllez, se instaló un hospital de campaña. Fueron muchos los heridos atendidos allí antes de que los camilleros consiguieran trasladarlos a las ambulancias. Desde las ventanas de las casas los vecinos tiraban mantas, que se pedían a voces. También el Samur improvisó otro hospital de campaña cerca de la estación de Santa Eugenia. El consejero de Sanidad de Madrid, Manuel Lamela, declaró más tarde que se movilizaron más de setenta mil sanitarios entre médicos, enfermeros, celadores y técnicos. Todos los hospitales de Madrid, que a aquella hora cambiaban el turno nocturno, suspendieron permisos e intervenciones quirúrgicas no urgentes, convocaron a todos sus médicos y personal, y abrieron los quirófanos para atender a los heridos que llegaban, y que pronto desbordaron su capacidad. Desde otras ciudades y comunidades autónomas, médicos y hospitales ofrecían su ayuda.

La policía municipal de Madrid había acordonado la zona y despejado las vías de salida de las estaciones, y trataba de impedir la entrada a ellas. El comisario jefe de los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos (Tedax), Juan Jesús Sánchez Manzano, había llegado a Atocha a las ocho de la mañana, y organizó la presencia de unidades en las otras estaciones, que ayudaron a desalojar a los heridos, mientras buscaban otros posibles artefactos explosivos. De hecho, se encontraron dos bolsas sospechosas, una de ellas en la estación de El Pozo y otra en Atocha. Fueron detonadas porque no se consiguió desarmarlas. Solo después, con la ayuda del servicio municipal de limpieza, comenzaron a «barrer» vías y andenes, recogiendo todos los restos y objetos desperdigados, que iban metiéndose en bolsas para ser llevados en furgonetas a la unidad central de la policía.

En Atocha estaban también desde muy temprano el director general de la Policía Nacional, Agustín Díaz de Mera, el subdirector general operativo, Pedro Díaz Pintado, y el comisario general de Seguridad Ciudadana, Santiago Cuadro. No era fácil comunicarse, porque, además de la saturación de llamadas, la policía había instalado inhibidores en previsión de posibles artefactos que pudieran activarse con detonadores a distancia. Pronto llegaron los equipos de forenses, organizados por el juez Juan del Olmo, titular del juzgado número 6 de la Audiencia Nacional, de guardia aquel día, y por la fiscal Olga Sánchez. Se personaron en Atocha y se hicieron cargo de las diligencias, en coordinación con otros jueces y magistrados de la Audiencia Nacional, que se ofrecieron a colaborar; más de sesenta personas. El levantamiento de los cadáveres fue una penosa tarea, debido al destrozo ocasionado por las explosiones y a la dificultad de recomponer los cuerpos. Iba a prolongarse hasta mediada la tarde.

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