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Guillermo Cabrera Infante - Cuerpos divinos

Aquí puedes leer online Guillermo Cabrera Infante - Cuerpos divinos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2010, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Cuerpos divinos: resumen, descripción y anotación

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Las revoluciones son el final de un proceso de las ideas, no el principio, y es siempre un proceso cultural nunca político. Cuando interviene la política -o mejor los políticos- no se produce una revolución sino un golpe de Estado y el proceso cultural se detiene para dar lugar a un programa político. Guillermo Cabrera Infante retrata en Cuerpos divinos, el libro en el que estuvo trabajando casi toda su vida y que ahora finalmente ve la luz, los momentos previos e inmediatamente posteriores a la huida de Batista y la llegada de Castro al poder. Como él mismo afirmó, quise escribir una novela y me salió una biografía novelada.

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Guillermo Cabrera Infante

Cuerpos divinos

Autor: Cabrera Infante, Guillermo

©2010, Galaxia Gutenberg, S.L.

Colección: Narrativa (Galaxia Gutenberg), 80

ISBN: 9788481098495

Generado con: QualityEbook v0.76

Nota de los editores

La versión de Cuerpos divinos que aquí se publica corresponde al último manuscrito de un libro en el que Guillermo Cabrera Infante estuvo trabajando, con largas interrupciones, desde su estancia como agregado cultural de la embajada de Cuba en Bruselas hasta sus últimos días. Así lo atestiguan los folios encontrados con el membrete de Kraainem, el municipio en el que residía con Miriam Gómez desde 1962, que se corresponden fielmente con las primeras páginas del libro que el lector tiene ahora en sus manos.

Como consecuencia de sus largos años de exilio y de la enfermedad que le aquejó desde 1972 -un trastorno que le obligó a someterse a dieciocho sesiones de electroshock-, el método de trabajo de Cabrera consistía en largas elaboraciones de una misma historia, que luego corregía una y otra vez, bien sobre el mismo manuscrito, bien en infinidad de cuadernos y hojas sueltas, con una caligrafía grande que a veces le servía para desarrollar una simple frase o para anotar una cita que posteriormente incorporaría al libro.

Lo que se recoge aquí es, pues, la versión mecanografiada y más acabada de una larga secuencia de un libro que podía haber tenido muchas más o muchas menos páginas según la voluntad de un autor que, por desgracia, ya no está entre nosotros para ofrecernos su texto definitivo. Sin embargo, el interés de estas páginas, su enorme valor testimonial, justifica la aparición a la luz pública de lo que, en sus propias palabras, quiso ser «una novela y sólo fue una biografía velada».

Todos los personajes son reales.

Sus nombres son los de la vida real. La historia ocurrió de veras.

Así, sólo el libro -esas páginas blancas impresas con letras negras, la pasta del lomo, la cubierta abigarrada-, sólo el libro es ficticio.


Primera parte

Fit as a fiddle que es todo lo opuesto a listo para la fiesta. Fit as a fiddle que es vivo como un violín y no violento como una viola. Fit as a fiddle and ready for love, riddle for love que es volé, volé (ve olé), randy for love and feet as two fiddles musicales, y se hizo el destino un desatino porque el hado organiza más mal que la suerte, que se ordena mejor que una frase, Fit as a pit. Iba cantando en buen tiempo y no solo, sino con Raudol al lado, cantando ahora a la rubia cuando la miré todavía sin haberla visto, mi órgano sin registro tocando sonatas Würlitzer antes de comenzar la función, organ in the pit, piano en el pozo, en el foso con toda esa luz de tiza arriba, al lado, al frente, violenta sin hacerse violeta por lo menos en horas.

Fue entonces que la vi sin haberla mirado, sin realmente haberla mirado, sin mirarla apenas y vi que era rubia, rubia de veras aunque parecía pequeña, pero aun sin medirla sabía que estaba hecha a mi medida. ¿Qué buscaba ella? No a mí, ciertamente, porque tenía un papel, un papelito, como un billete suave, en la mano y miraba a cada puerta, cada fachada, cada frontis de ese edificio, y me ofrecí a salvarla de su extravío, esa niña en el bosque de concreto buscando tal vez el absoluto relativo a los dos.

Hay momentos en la vida -yo lo sé- en que el alma está vacía, el corazón desolado y todos esos clichés no sirven para demostrar ese estado de ánimo que una canción americana define como I'm ready for love: listo para el amor sería la traducción pero apenas sirve para mostrar cuándo uno tiene el espíritu y el cuerpo (no hay que olvidar el cuerpo) abiertos al amor. Yo conozco ese estado particular y sé que el que busca encuentra. Así, no me extrañó haberla encontrado ni el amor que ella despertó en mí: más me extraña lo fácil que pude no haberla encontrado o lo fácil que fue el encuentro.

Creo que yo la vi primero. Puede ser que Raudol me diera un codazo, advirtiéndome. Salíamos de merendar y de hacer un dúo de donjuanes de pacotilla en la cafetería que está debajo del cine La Rampa. Cogimos por el pasillo que sube y entra al cine y sale a la calle 23 y por el desvío (¿por qué no salimos directamente a la calle?) atravesando el pasadizo lleno de fotos de estrellas de cine y frío de aire acondicionado y tufo a cine, que es uno de los olores (junto al vaho de gasolina, el hedor del carbón de piedra ardiendo y el perfume de la tinta de imprenta) que más me gustan, esa maniobra casual puede llamarse destino. No recuerdo más que sus ojos mirándome extrañada, burlona siempre, sin siquiera oír mi piropo, preguntándome algo, dándome cuenta yo de que buscaba alguna cosa que nunca había perdido, pidiéndome una dirección. Se la di, la hallé y se la di. ¿Se sonrió o fue una mueca de burla o me agradeció realmente que buscara, que casi creara los números de la calle para ella? Por poco no lo sé jamás.

Raudol puso su Chrysler a noventa por Infanta y llegando a Carlos III se emparejó a un Thunderbird rosado y sonó el claxon. La mujer que iba dentro miró y sonriendo dijo algo. Raudol le hizo señas de que doblara a la derecha y parara. Nos detuvimos detrás de ella. Se bajó, se puso a hablar. Hablarían diez, quince minutos o nada más que tres, pero me estaba cansando ya. Menos mal que dejó el motor encendido y que el aire acondicionado mantenía el carro fresco dentro, aunque afuera el sol de junio, al ponerse, encendía las copas de los flamboyanes y las flores rojas eran otro incendio vegetal sobre las ramas. Se reía todavía cuando volvió después de apretar el brazo rosado que salía fuera como si fuera un extra del carro. Haló la antena. Recorrió con la mano el cuje de metal y dejó un dedo sobre la punta. Para esperar el veintiséis, gritó a la otra máquina o al brazo, que hizo un gesto que en cubano quiere decir:

«Eres tremendo, muchacho». Montó y arrancó tocando -y ésa es la palabra porque oí las siete, quizá las ocho primeras notas de La Comparsa, una a una- el claxon. Dio la vuelta doblando en U a toda velocidad frente al semáforo y saludó al policía con la mano al pasar y tal vez con el letrero de PRENSA en el parabrisas delantero y atrás.

—¿Viste?

—¿Qué cosa?

—Lo que le grité del veintiséis ahí en la esquina con su guardia y todo.

—No entiendo.

—El radio, hombre.

No entendía. El radio estaba encendido, como siempre, y ahora el locutor recordaba sedosamente después de haber dejado oír un disco popular que no recuerdo. Dedique- nos un botón en la radio de su auto, señor automovilista, por favor.

—No entiendo.

—La antena, chico, la antena. Para coger la Sierra, viejito.

—Qué bien.

Ahí estaba Ramón Raudol, vestido con su camisa de polo color crema, en pantalones beige tenue y mocasines castaño oscuro, siempre bien peinado, siempre con calobares verde botella de día, siempre con un Rolex: siempre elegante y siempre deportivo y siempre conspicuo. Vino de Europa por caminos torcidos. Era español y salió huyendo de España, de Madrid, no sé por qué, aunque él siempre dijo que fueron causas políticas. Contaba que de España pasó a Francia y no sé cómo apareció en los juicios de Nuremberg como MP. De qué manera dejó el escenario en que se montaba el crepúsculo de los dioses sobre el banquillo y vino a Cuba, es algo que solamente un computador IBM podría estricar: el método de una madeja concéntrica de mitos, mentiras y medias verdades. Un día, por broma, Darío Milián cogió lápiz y papel y anotó una a una las aventuras contadas y sumó. Raudol tendría dos años más que yo, quizá tres, pero el total de sus proezas daba sesenta años y lo convertía en un Dorian Gray errante, que dejaba la huella de los años fijada en sus hazañas mientras permanecía eternamente joven en una encarnación de la idea platónica del Héroe. Sin embargo, muchos de sus cuentos eran ciertos y en ellos se mezclaban el heroísmo y el ridículo a partes iguales. Era el protegido del director de la revista, que fue alumno de su padre en Madrid. Creo que su padre era un notable científico español -aunque Unamuno dijera que hay una

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