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Karl Adam - Jesucristo

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Karl Adam Jesucristo
  • Libro:
    Jesucristo
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    Herder
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    1957
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A Su Excia Rvma DR JOHANNES BAPTISTA SPROLL OBISPO DE ROTTENBURGO 4 de - photo 1

A Su Excia. Rvma.

DR. JOHANNES BAPTISTA SPROLL
OBISPO DE ROTTENBURGO

† 4 de marzo de 1949
IN MEMORIAM


Karl Adam

Jesucristo

PRÓLOGO

Las anteriores ediciones de mi obra Jesus Christus, rápidamente agotadas, son ya señal elocuente del vivo interés que en el cristiano de hoy día despierta la figura de nuestro Redentor. Sin embargo, lo mismo que en las otras ediciones, cabe decir también en ésta que su contenido no es más que el resultado de una labor fragmentaria. La plenitud de Cristo es demasiado rica y exuberante para que una sola persona y un solo libro puedan tener siquiera la pretensión de agotarla. Ya lo expresó así el discípulo amado, como epílogo a su Evangelio, anonadado ante el abismo de amor y de luz que le descubrían la presencia, las palabras y las obras del divino Maestro: «Hay, además de éstas, otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribiesen una por una, ni en todo el mundo creo que cabrían los libros que las contuvieran» (Ioh 21, 25).

Karl Adam

Tubinga, septiembre de 1949

I. La esencia del cristianismo y el hombre del siglo XX

El ruso Dostoyevski, en su ensayo Los demonios , hace decir a su héroe que la cuestión de la fe «se reduce, en definitiva, a esta pregunta apremiante: “¿puede un hombre culto, un europeo de nuestros días, creer aún en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios?” pues en ello consiste propiamente la fe toda». Luego, según ese autor, la fe no es sino creer en la divinidad de Cristo, y el problema que hoy nos inquieta consiste en saber si el hombre del siglo XX puede aún tener dicha fe. En estos estudios dedicaremos una buena parte a la cuestión de Dostoyevski, aunque no de modo exclusivo.

El misterio de Cristo no estriba sólo, propiamente hablando, en que sea Dios, sino en que sea, al mismo tiempo, Dios y Hombre. El gran milagro, lo increíble, no está solamente en que la majestad de Dios brille en el rostro de Cristo, sino en que Dios se haya hecho verdadero hombre, en que Él, Dios, se haya manifestado bajo la forma humana. En el mensaje cristiano no se trata únicamente de la elevación de la criatura hasta las alturas divinas, de una glorificación y de una divinización de la naturaleza humana, sino ante todo, del descenso de Dios, del Verbo divino, hasta la forma de esclavo de lo meramente humano.

En esto consiste la esencia del prístino mensaje cristiano: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Ioh 1, 14). «Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres y, en su condición exterior, presentándose como hombre» (Phil 2, 7). Afirmar que Cristo es hombre verdadero, íntegro, que, aunque unido substancialmente a la divinidad, no deja por eso de tener no ya sólo un cuerpo humano sino también un alma, voluntad y sentimientos humanos, que ha sido, en el sentido más verdadero y pleno, como uno de nosotros, todo ello es tan fundamental como aseverar por otra parte su divinidad.

Bien mirado, la doctrina de la divinidad de Cristo recibe su carácter y contenido cristianos, su diferencia especifica frente a todas las apoteosis paganas y mitos, de la afirmación de que Cristo es verdadero hombre.

La creencia en un «Verbo divino» creador no fue del todo extraña a los intelectuales paganos, en cuyas mitologías se encuentra con bastante frecuencia la opinión de que un dios puede manifestarse en forma visible y humana. Pero en todas estas encarnaciones paganas lo puramente humano pierde su significado y su valor propio. No es más que una envoltura sin consistencia real, una simple apariencia bajo la cual se manifiesta la divinidad. El docetismo es esencial a todas estas mitologías.

Muy diferente es el misterio cristiano de la Encarnación. La humanidad de Cristo no se reduce a una mera apariencia; tampoco sirve sólo para hacer a Dios sensible, ni es únicamente la forma visible bajo la cual Dios se presenta ante nosotros o el punto en el que la divinidad se nos patentiza. La humanidad de Cristo tiene su realidad y función propias e independientes. Es el camino, el medio y el sacramento de que Dios se sirve para acercarse a nosotros y salvarnos. En toda la historia de las religiones no se encuentra nada parecido a esta doctrina fundamental del cristianismo: la salvación por la humanidad de Cristo. Su obra redentora consiste en que aquel que en un principio estaba en Dios, se ha hecho verdaderamente hombre, y así en esa y por esa humanidad ha llegado a ser la fuente de toda bendición.

Entre los apóstoles, ninguno ha visto con tanta claridad esta verdad ni le ha dado tanta importancia como san Pablo.

El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se ha unido y ha entrado a formar parte de la humanidad, haciéndose solidario con ella, menos en el pecado. Como hombre, ha llegado a ser nuestro hermano; como Verbo divino creador, el primogénito entre los hermanos; no sólo un hombre como nosotros, sino el hombre por antonomasia, el hombre nuevo, el segundo Adán.

En adelante, todo lo que piensa y quiera este hombre nuevo, todo lo que sufra y obre, lo piensa y lo quiere, lo sufre y lo obra con nosotros; nuestros destinos son solidarios. Más todavía: su vida, su muerte y su resurrección se realizan en unión real con nosotros. Bien mirado, sus pensamientos, acciones, dolores y su resurrección llegan a ser también nuestros. Y nuestra redención se ha realizado porque hemos sido incorporados a este Dios Hombre en toda la extensión de su realidad; desde el pesebre a la cruz y hasta la resurrección y la ascensión.

Esta incorporación es obra de la misteriosa eficacia del bautismo que penetra, para transformarnos, hasta el fondo de nosotros mismos, por tanto, no sólo en nuestra inteligencia, voluntad y acción, sino hasta lo más íntimo de nuestro ser.

Ser redimido, ser cristiano, es entrar en comunión con la vida y resurrección de Cristo; es formar con el primogénito de los hermanos, con la cabeza de este cuerpo, con la totalidad de su obra redentora una unidad real, una comunidad nueva, un cuerpo único, su plenitud y su todo.

El Redentor es el hombre que, gracias a sus relaciones misteriosas y esenciales con Dios, merced a su identidad personal con el Verbo eterno, toma y lleva en sí la humanidad que va a rescatar.

Él es la unidad viviente de los redimidos, el principio supremo sobre el cual se funda y se cierra el circulo de la redención. Por eso la Encarnación del Verbo eterno es el verdadero punto central del cristianismo. Para nosotros, propiamente hablando, lo importante no es precisamente la esfera de la divinidad, el Verbo eterno en sí mismo, sino ese Hombre Jesucristo que, por y en virtud de la unión personal de su naturaleza humana con el Verbo divino, por su muerte y su resurrección, ha llegado a ser nuestro Mediador, nuestro Redentor y nuestro Salvador.

San Pablo hace resaltar esta verdad central del cristianismo cuando solemnemente declara: «No hay más que un solo Dios y asimismo sólo un Mediador entre Dios y nosotros, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en precio de rescate por todos» (1 Tim 2, 5). La Epístola a los Hebreos se sirve de expresiones litúrgicas para describir con más precisión esta misma idea central del cristianismo: «Tenemos en Jesucristo, Hijo de Dios, un gran Pontífice, que penetró en los cielos... Tenemos un gran Pontífice que se compadece de nuestras flaquezas; para asemejarse a nosotros las experimentó todas, excepto el pecado» (Hebr 4, 14 s).

Mientras vivimos en el tiempo, lo que para la piedad cristiana domina en la figura de Cristo, no es la majestad divina ni el esplendor de Dios. Decimos en la figura de Cristo. Es evidente que la Divinidad infinita y trascendente, el Dios Trino, aquel a quien los hombres llamamos Padre, Creador del cielo y de la tierra, es y debe permanecer objeto único de la piedad y culto cristianos. «Al Padre debe dirigirse siempre nuestra oración». Tal es la regla fundamental de la liturgia cristiana formulada ya por san Agustín. «Ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Ioh 4, 23). Pero esta adoración del Padre no se identifica con el culto a Cristo. Dios hecho hombre no es el último término, el verdadero objeto de nuestra adoración; Él es el Mediador. No es, pues, a Él sino por Él, por quien la Iglesia cristiana, de ordinario, ora. «Por medio de vuestro Siervo» pide

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