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Adam Kuper - El primate elegido

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Adam Kuper El primate elegido
  • Libro:
    El primate elegido
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1994
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El primate elegido: resumen, descripción y anotación

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1. ¿Todos darwinistas hoy?

Hoy todos somos darwinistas. La de Darwin es la gran teoría victoriana que aún suscita el acuerdo casi unánime de aquellos que la comprenden. Además, ha sobrevivido y prosperado por muy buenas razones darwinianas. Puesta a prueba una y otra vez por nuevos descubrimientos y observaciones, en competencia con otras teorías, ha demostrado su aptitud. Los expertos debaten cuestiones técnicas marginales, expresan complejas reservas y proponen refinados matices, pero prácticamente todos los científicos de las ciencias sociales y naturales son ahora darwinistas; y lo son por buenas razones. Doy este punto por sentado.

La cuestión que yo planteo es de un calibre menor en el marco general de la teoría darwiniana; y sin embargo, tal vez no exista otra con implicaciones de tanta relevancia en lo que concierne a la comprensión de nosotros mismos. Darwin estaba en lo cierto con respecto a los orígenes del hombre, pero ¿existe una explicación darwiniana de la naturaleza humana? ¿Puede el darwinismo dar cuenta de todos los modos de vida que el Homo sapiens ha ensayado a lo largo de los últimos ciento cincuenta milenios? ¿Puede la teoría darwiniana ayudarnos a comprender qué es lo que hacemos aquí?

Casi desde un primer momento, Darwin abrigó la certeza de que su teoría llevaba aparejadas profundas consideraciones filosóficas. «Demostrado ya el origen del hombre —escribió en un cuaderno de notas en 1838— la metafísica debe florecer. El que pueda comprender al babuino se hallará más cerca de la metafísica que Locke.» Darwin había desentrañado el origen del hombre, y ahora los biólogos podrían afrontar las grandes cuestiones sobre el destino humano que habían desconcertado hasta entonces a los más sabios filósofos ingleses. Pero incluso los darwinistas convencidos vacilarían en aventurarse por este camino.

El problema de los orígenes del hombre nunca fue un tema prioritario en la propia agenda de Darwin. Concluido en 1836 su periplo de cinco años a bordo del Beagle, escribió, entre 1837 y 1839, 900 páginas de notas, punto de arranque decisivo a partir del cual iba a cristalizar su teoría de la evolución general. Aunque seguro de estar en lo cierto, a Darwin le angustiaba la previsible acogida que iban a recibir sus ideas cuando las hiciera públicas. Por ello las ocultó tanto tiempo como le fue posible, las ocultó incluso a su mujer, por consideración hacia sus sentimientos religiosos. A uno de los pocos colegas a los que había confiado su secreto le escribió: «Estoy casi convencido (en contra de la opinión con la que di comienzo a mis estudios) de que las especies no son (esto es como la confesión de un asesinato) inmutables». Y Darwin sabía que incluso algunos de sus respetados colegas iban a considerar su teoría sobre los orígenes humanos como la mayor de todas las herejías.

Darwin retrasó dos décadas la publicación de sus ideas, y sólo se decidió a saltar a la palestra ante la amenaza de perder la delantera. Un joven naturalista, Alfred Russel Wallace, le envió en 1858 una carta desde Borneo acompañada por una declaración sobre la selección natural que le pedía a Darwin publicar de su parte. Este se vio entonces forzado a declarar de forma abierta sus opiniones. Dispuso las cosas para la publicación simultánea de la nota de Wallace y de algunos extractos de su propia obra, y después preparó un largo resumen de sus hallazgos, publicado en 1859 bajo el título de El origen de las especies.

En dicha obra Darwin explicaba los procesos del cambio evolutivo y afirmaba el origen común de todas las formas de vida: «Es probable que todos los seres orgánicos que han poblado la Tierra fueran descendientes de alguna forma primordial, en cuyo interior fue por primera vez insuflada la vida». No obstante, Darwin evitó aludir a la peligrosa cuestión específica de los orígenes humanos, tratando de aplazar el escándalo que de modo tan inexorable se avecinaba. Era demasiado prudente —y demasiado cortés— como para complacerse en la perspectiva de sacudir a sus contemporáneos en lo más íntimo de sus convicciones. Pero estaba claro que la cuestión no podía ser pospuesta durante mucho tiempo más.

Algunos de sus amigos le apremiaban a publicar, y uno en especial, Thomas Henry Huxley, no estaba dispuesto a permitir compromiso alguno. En 1847, un misionero episcopalista norteamericano agraciado con el muy oportuno nombre de Thomas Savage [Tomás Salvaje] había descubierto en el oeste africano un cráneo y algunos esqueletos de gorila. Estos fragmentos fueron expuestos en Londres, y Huxley, al igual que otros muchos anatomistas ingleses, quedó muy impresionado por su gran semejanza con el propio esqueleto humano. En 1855, el zoológico ambulante de Wombwell adquirió el primer gorila que iba a verse vivo en Europa e inició una gira con él, levantando a su paso una gran expectación. La apariencia y la conducta de aquella criatura, tan parecidas a las del hombre, perturbaron al clero y a los científicos conservadores. Sin embargo, un anatomista tan eminente como Richard Owen anunció en 1857 que el cerebro de los humanos era completamente distinto al de los simios. Los seres humanos, concluía Owen, eran tan diferentes de los simios como los propios simios del ornitorrinco.

Los darwinistas no podían guardar un amable silencio ante semejante declaración. El 16 de marzo de 1858, Huxley mostró a sus alumnos de la Royal Institution los esqueletos de un hombre, de un gorila y de un mono Cynocephalus. «Ahora albergo la casi absoluta certidumbre —les dijo— de que si tuviéramos a estas tres criaturas fosilizadas o preservadas en formol y fuéramos jueces objetivos e imparciales, tendríamos que admitir de inmediato que, en lo que respecta a su condición animal, el intervalo que separa al gorila del hombre es apenas mayor [«si es que lo es», añadió, aunque luego suprimiría estas palabras] del que existe entre el gorila y el Cynocephalus. Huxley abundó en este argumento en su libro Evidences as to Man’s Place in Nature, aparecido en 1863.

«¡Hurra, ha llegado el Libro de los Monos!»,

¿Cuál era esta «forma con un nivel inferior de organización» que dio origen a los seres humanos? Un examen atento de nuestra estructura embriológica sugería sin lugar a dudas que «descendemos de un cuadrúpedo peludo y provisto de cola, de hábitos probablemente arbóreos y habitante del Viejo Mundo». Aunque en sentido estricto no descendemos de los monos, ciertamente sí compartimos con ellos un antepasado común.


Doce décadas después de que Darwin hiciera pública su hipótesis, algunas cuestiones fundamentales siguen pendientes de una resolución definitiva. No existe todavía una explicación completa de la génesis del hombre. Hemos reunido tan sólo genealogías parciales de nuestros antepasados, que además, y por el momento, sólo podemos datar de forma provisional. Tampoco se despejarán las actuales incertidumbres el día en que alguien, en alguna parte, desentierre un fósil crucial, el celebérrimo, burlón y esquivo eslabón perdido. Restarán todavía en tal caso problemas conceptuales. ¿Dónde y cómo deberíamos establecer la línea que separa a los humanos de los demás homínidos? ¿Se alcanzó el punto crítico cuando el tamaño medio del cerebro sobrepasó una cierta medida, cuando el lenguaje articulado se generalizó, o quizá cuando las herramientas empezaron a utilizarse para fabricar otras herramientas?

No obstante, el aspecto esencial del problema —el origen primate de la humanidad— ha sido documentado y demostrado con profusión. Su prueba más reciente reside en el descubrimiento de que humanos y chimpancés son idénticos en un 98,4 por 100 de sus secuencias de nucleótidos del ADN, y en un 99,6 por 100 de sus secuencias de aminoácidos. Pero este hecho constituye tan sólo un punto de partida para indagar en la historia natural de los seres humanos. ¿Qué puede decirnos acerca de nuestra propia naturaleza el conocimiento del estrecho parentesco que guardamos con otros primates?

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