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El nombre
de Dios
El nombre
de Dios
J AVIER M ARTÍNEZ -P INNA
A mi mujer, Ade, y a mi hija, Sofía
En la historia, el interés por descubrir los hechos del pasado es lo que ha llevado al ser humano a tratar de ofrecer una explicación racional de los acontecimientos que nos precedieron. De esta forma, el conocimiento del fenómeno histórico se ha convertido en una parte esencial de nuestra cultura, y su aprendizaje, en un elemento fundamental de nuestro sistema educativo.
Siempre he considerado que la principal tarea de un profesor que enseña Historia es precisamente esa: despertar la curiosidad de los chicos y chicas con los que trabaja para que, por ellos mismos, sientan la necesidad de formarse. Es la fascinación que sienten los niños cuando descubren algo por primera vez, lo que les lleva a querer explorar el mundo que les rodea. La pérdida de esa capacidad de asombro se convierte en algo irreparable, algo que deberíamos tratar de evitar por encima de todo. El interés por comprender lo que nos es desconocido es, de este modo, mucho más importante que toda la constancia y el esfuerzo que podamos aplicar a aquello que, por otra parte, no nos importa.
Fue así como empecé a sentirme atraído por la historia: los misterios que rodeaban a nuestro pasado, los enigmas que se escondían tras episodios tan enigmáticos como la aparición y evolución de la especie humana, la naturaleza de la religión egipcia, con sus mitos y creencias, o el exotismo de las culturas precolombinas americanas; todos ellos despertaron en mí un interés cada vez mayor por conocer la realidad de los pueblos que lo hicieron posible.
Aún recuerdo un día durante mi infancia en el que una de mis profesoras de enseñanza primaria nos mandó elaborar un trabajo de investigación histórica. El tema era libre, lo único que le importaba era que nos llamase la atención. Se abrían ante mí muchas posibilidades, ¿sobre qué podía escribir? Unos días antes había terminado de leer un libro relacionado con la leyenda del Dorado, que me pareció, desde el principio, apasionante. No lo dudé ni un solo instante; quería conocer cómo eran aquellas civilizaciones cuya sola mención empujó a miles de europeos a adentrarse por unas extrañas e inexploradas selvas en busca de su sueño.
Las fuentes de información de las que disponía eran muy escasas. Por aquella época no se había generalizado el uso de internet y por lo tanto el acceso a una bibliografía más o menos rigurosa sobre el mundo precolombino, desde mi casa de Alicante, era bastante complicado. Me dirigí inmediatamente a lo que tenía más a mano: la enciclopedia familiar que teníamos en el salón y que, en más de una ocasión, me había ayudado a salir del paso.
Lo que descubrí en un primer momento no fue del todo lo que esperaba. ¿Dónde estaban aquellos intrépidos españoles recorriendo las selvas sudamericanas en busca de tan mágico lugar? ¿Dónde los reyes incas y de otros pueblos vecinos, con el cuerpo cubierto de oro, sumergiéndose en misteriosos lagos? Para mi desesperación, la enciclopedia no me daba más de lo que yo consideré, en un primer momento, una árida descripción sobre la organización social y política del Imperio inca, sobre los distintos reyes que gobernaron hasta la conquista de Pizarro y sobre las bases económicas de tan vasto imperio. A pesar de todo, cogí la vieja máquina de escribir de mi padre y empecé a redactar mi trabajo. Lo que entonces me pareció aburrido se fue haciendo cada vez más interesante; cuanto más escribía, más quería saber sobre ellos; después de todo, el interés por lo que era desconocido y tan atractivo para mí, ya había surgido.