Philipp Blom - Lo que está en juego
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- Libro:Lo que está en juego
- Autor:
- Editor:Editorial Anagrama
- Genre:
- Año:2021
- Índice:4 / 5
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Lo que está en juego: resumen, descripción y anotación
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Para Paul y Veronica;
sin ellos nunca habría podido
escribir este libro
No hay planeta B
Sería maravilloso tener un segundo planeta, un punto de observación ideal para la Tierra, donde el Homo sapiens, víctima de su propio éxito en el curso de la evolución, ocupase el lugar central de un experimento histórico cuyo fracaso también podría significar su final. ¿Sobrevivirán los fascinantes primates? ¿Qué consecuencias tendrá el alcance tecnológico, cada vez mayor, de sus ambiciones? ¿Cuándo tomarán conciencia de su situación en caso de que alguna vez lo hagan? ¿Tienen suficiente voluntad común de supervivencia? Sería emocionante observarlo desde otro planeta.
Pero hasta ahora no se ha descubierto ese segundo planeta.
Sorprendido
Una vez y otra me sorprendo preguntándome si las cosas podrían realmente ocurrir tal como las he presentado aquí. ¿No estaremos llevando todo demasiado lejos con un punto de histeria? Pongo a prueba los argumentos, comparo y llego a esta conclusión: no, no es histeria.
Sigo sin querer creerlo de verdad.
Es bien cierto lo que dice la filosofía, que la vida hay que entenderla hacia atrás. Pero ahí olvidamos la segunda proposición, que hay que vivirla hacia delante.
S ØREN K IERKEGAARD,
Diarios (1843)
Tomemos, por ejemplo, un vaso de agua. No es un agua cualquiera; se ha servido de una botella de Acqua di Cristallo Tributo a Modigliani, de vidrio soplado y guarnecida con oro de 24 quilates. Cuesta unos cincuenta mil euros –incluido el contenido, cuvée de la mejor agua mineral de Fiyi, de Francia y de un glaciar islandés–. Es agua de deshielo, pero tampoco la única procedente de un glaciar. En cambio, es, con mucho, el agua más cara del mundo. Así y todo, en torno a los treinta euros el mercado se vuelve verdaderamente competitivo. Hay bastantes consumidores dispuestos a gastar ese dinero en una botella de agua y, si el comprador lo desea, con ornamentos de cristal.
El agua es un bien cada vez más precioso por causas diversas: motivo de guerras, fuente de poder, objeto de intercambios comerciales, medio de presión, causa de movimientos migratorios... En algunos lugares se encuentra cada vez a mayor altura; en otros directamente no hay agua.
Mientras tanto, lo más selecto del uno por ciento de la población mundial bebe de botellas bañadas en oro agua de glaciares que no tardarán en desaparecer. Bienvenidos al presente.
El presente es siempre opaco, impenetrable. No es sencillo reconocer los contornos del paisaje cuando lo impiden las nubes que pasan y la niebla. Intentemos, por tanto, un experimento mental. Imaginemos que el presente no es presente, el producto de una historia dada, y que la normalidad en que todos vivimos hace tiempo ya que no existe, que es un punto, un estadio transitorio de la historia en una larga línea evolutiva con su correspondiente serie de transformaciones. ¿Qué veríamos si pudiéramos observar el año 2017 desde una distancia de dos o tres generaciones?
Imaginemos que dentro de cincuenta años una joven historiadora estudia los primeros años del siglo XXI. ¿Qué le llamaría la atención? ¿Qué factores consideraría decisivos? ¿Qué no comprendería de los años en que hemos vivido nosotros? ¿Hacia qué volvería la vista? No, sin duda, hacia los nombres de jefes de Estado, demagogos y empresarios, ni hacia los grupos terroristas, las estrellas del cine o de la música o las guerras regionales. Desde su punto de vista, será otra cosa la que le parecerá importante.
Si la joven historiadora del futuro vive en un país altamente desarrollado, es casi seguro que prácticamente todo su trabajo lo harán robots inteligentes, algoritmos y otras máquinas. También sus investigaciones mejorarán gracias a algoritmos capaces de digerir y procesar cantidades enormes de datos. Eso tiene sus caprichos; al fin y al cabo, la historiadora confía implícitamente en el juicio de los algoritmos, pero en invierno, si quiere evitarlo, nunca se resfriará mientras investiga en un archivo expuesto a las corrientes de aire. En cualquier caso, el antes frío archivo será un poco más acogedor, pues el clima de la Tierra ya habrá experimentado un cambio considerable y la existencia de Europa dependerá de si la corriente del Golfo sigue ahí o no, pues ese hecho decidirá si tenemos un continente más cálido o mucho más frío.
¿Qué se preguntará, pues, esa historiadora cuando investigue los primeros años del siglo XXI? Es probable que tropiece con dos cosas que no entenderá. Por una parte, verá que hace tiempo que viene estudiándose y observándose científicamente el calentamiento de la tierra, pero que las sociedades de las décadas que se propone estudiar reaccionaron de manera lenta y vacilante ante tan enorme transformación. Por la otra, verá que la digitalización ya había empezado a injerirse profundamente en los contextos económicos y en las estructuras sociales y de poder político, y a darles nueva forma, pero que también ese cambio provocó reacciones parciales y a menudo meramente simbólicas. En las sociedades de principios del siglo XXI, podría concluir, todo giraba, por motivos que resultan difíciles de aclarar, en torno a la gestión de las expectativas y la defensa de los privilegios. En esencia, el futuro estaba prohibido.
¿Por qué, se preguntará nuestra historiadora, se aferraron con tanta fuerza esas sociedades a un modelo económico peligroso y ya superado; por qué no hubo manifestaciones multitudinarias y levantamientos armados con vistas a poner en marcha un cambio rápido y decisivo? ¿Por qué no creyeron a los científicos? De haberlo hecho, ¿habrían estado tal vez a tiempo de encontrar una solución? ¿No se enteró nadie de que dieciséis de los diecisiete años más cálidos jamás registrados se situaron entre 2000 y 2017? ¿Nunca vio nadie una fábrica que ya entonces funcionaba casi sin mano de obra humana? ¿No quisieron creerse lo que veían con sus propios ojos o se negaron, por un motivo dado, a extraer conclusiones de lo que veían?
En lugar de una respuesta, un cuadro de la situación: los países ricos y democráticos, los grandes poderes económicos, el G7 o el G8, los colonialistas de antaño y los centros industriales han ido deslizándose hacia una época reaccionaria. Su sentimiento más bello es la nostalgia. No quieren un futuro. El futuro es sinónimo de transformaciones, y las transformaciones significan empeoramiento, migraciones de millones de personas, cambio climático, sistemas sociales que se colapsan, costes reventados, bombas en clubs nocturnos, arrecifes coralinos que pierden su color, extinción masiva de especies, antibióticos que no funcionan, superpoblación, islamización, guerras civiles. Hay que evitar el futuro. En el mundo rico, la gente solo quiere que el presente no cambie nunca.
Antes, la política se expresaba en visiones, y eran unas visiones descarnadas. Hoy, las pretensiones son más realistas. La política se convierte en mera administración, en gestión de las expectativas, en un centro de atención al cliente. Solamente los gurús de la sensación de bienestar, los tipos de Silicon Valley y los jefes de sectas siguen hablando de utopías, de un mundo mejor que nos espera y en el que los problemas del presente pasarán a ser solo un recuerdo. Por lo demás, las proyecciones de nuestro futuro son todo desconsuelo y desesperación: Houellebecq y Hollywood, Lars von Trier y los estudios científicos a largo plazo, Cormac McCarthy y un sinnúmero de juegos de ordenador se basan en distopías. Un pánico indefinido circula por nuestras venas. En el mundo rico, casi nadie sigue creyendo en serio que sus hijos vivirán mejor, que el trabajo duro tendrá su recompensa, que los políticos quieren o pueden actuar para defender los intereses de sus votantes, que a la humanidad le espera un mañana mejor. Por tanto, vale más no cambiar nada. Mantener el
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