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Philipp Blom - Gente peligrosa

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Philipp Blom Gente peligrosa
  • Libro:
    Gente peligrosa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2010
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Gente peligrosa: resumen, descripción y anotación

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1. LA CIUDAD DE LAS LUCES

París es una metrópolis que ha atraído durante siglos a los brillantes y los ambiciosos. La vida de los protagonistas de esta historia se desarrolla en sus calles, en sus parques, sus cafés, sus salones y alcobas (y, de vez en cuando, en las fincas señoriales de los alrededores o durante un viaje al extranjero, a Inglaterra, a Italia e incluso a Rusia). Pero, por trascendentales que sean, los acontecimientos y las ideas que dieron forma a ese gran momento de la historia del pensamiento occidental tienen un centro inequívoco, una dirección definitiva, una calle y un número: en el centro de la Ciudad de las Luces, el número 10 de la rue des Moulins, a unos pasos del Louvre y de las hermosas columnatas del Jardin Royal. Allí se levanta una elegante casa del siglo XVII en la que vivieron el barón Paul Thiry d’Holbach y su mujer, y que durante un tiempo fue el epicentro de la vida intelectual europea. Algunas de las mentes más fascinantes del mundo occidental pasaron por el salón de D’Holbach para compartir las opíparas cenas y discutir ideas peligrosas lejos de la mirada pública. Es difícil imaginar otro salón que haya visto a tantas personas brillantes y oído tantas y tan vehementes discusiones.

El edificio rezuma callada seguridad y confort sin ser demasiado ampuloso y llamativo. La escalera sigue intacta: escalones de madera y hermosas barandillas de hierro fundido con un decorado de flores doradas conducen a rellanos con suelo de baldosas blancas y negras y al salón del primer piso, una espaciosa sala que da a la calle. Allí recibían los D’Holbach a los invitados y se celebraban las cenas. El salón no es en absoluto ostentoso, pero sí lo bastante amplio para dar cabida a una buena docena de personas alrededor de una gran mesa y dejar espacio para que los criados pasaran por detrás de los comensales. Los suelos de madera son de la época, el techo es alto, y los grandes ventanales inundan de luz la sala confiriéndole un aire refinado y elegante.

«Elegancia» era una consigna en esa parte de la ciudad incluso hace doscientos cincuenta años, cuando la calle adyacente en dirección sur, la rue Saint-Honoré —con sus innumerables sastres, modistos, peluqueros, zapateros, fabricantes de guantes y otros artesanos de la elegancia—, era la meca de todos los que, en el mundo occidental, vivían pendientes de la moda. Los comerciantes de artículos de lujo habían llegado atraídos por el Louvre, enorme, imponente, nunca terminado, el palacio real sito en el corazón de la capital, directamente a orillas del Sena. Además, los cortesanos tenían que estar presentables y lucir siempre nuevos trajes, marcando así el tono para el resto del país y para toda Europa. Sin embargo, el palacio llevaba prácticamente vacío desde el principio del reinado de Luis XIV (1661), cuando el joven Rey Sol, que sospechaba de la vida subversiva clandestina de la ciudad, decidió trasladar la corte a Versalles, un proyecto monstruoso en tierra pantanosa, cuyas canalización y transformación en el parque más espectacular del mundo costaron la vida a cientos de trabajadores, requirieron una cantidad inimaginable de millones y terminaron arruinando al reino. La corte abandonaba el Louvre la mayor parte del año: en las salas de ceremonias vacías sólo resonaban ya los pasos de algún que otro criado; muebles exquisitamente tallados se cubrían con sábanas; los tejidos delicados (hechos a menudo con prendas de seda de la temporada anterior) se ocultaban a la vista; los candelabros tintineaban suavemente movidos por la brisa cuando se ventilaban las habitaciones y se limpiaba el palacio. Sólo había vida en los incontables talleres de los comerciantes y artesanos ubicados en la planta baja y en los patios.

No obstante, en la rue Saint-Honoré el comercio no dormía, pues en materia de moda sencillamente no se iba a otro lugar. No obstante, D’Holbach no eligió esa zona de París por sus connotaciones elegantes o regias; al barón no le interesaba mucho su aspecto personal, y era republicano por instinto. La casa tenía otras ventajas: estaba situada justo en el medio de todo y, sin embargo, en una tranquila calle lateral muy cerca de todos los servicios, pues esa parte de París no sólo era el centro de la moda, sino también de la vida intelectual. Varios amigos acaudalados y otros anfitriones de salones vivían a la vuelta de la esquina, y había librerías y marchantes. El universo cerrado del frondoso y cercano Jardin Royal (deliciosamente descrito en la novela El sobrino de Rameau, de Diderot) tentaba con sus cafés y sus mesas de ajedrez, y también con juegos de azar y placeres carnales en la forma de prostitutas maquilladas con mal gusto y luciendo vestidos cortos, que se ofrecían a los caballeros que paseaban con sus pelucas empolvadas… Un auténtico teatro de las vanidades que el barón, que, a decir de todos, era un marido modelo, se contentaba con observar a distancia.

A menos de dos kilómetros hacia el este, después de la elegante y redonda Place des Victoires, dominada por una estatua de Luis XIV, el mundo se volvía aún más carnal. Allí París palpitaba con sus incontables porteadores, tenderos, carniceros, floristas, pescaderos, vendedores de especias y de salchichas, cuyos pregones y gritos de advertencia se oían de la mañana a la noche; allí, apestando durante los meses de verano, los mercados de Les Halles eran el estómago de París, la fuente de los ingredientes de las famosas cenas que el barón daba dos veces por semana.

El otro punto de referencia del barrio, la soberbia Place Vendôme, originalmente un plan de especulación urbanística que casi había arruinado a los inversores y durante años había parecido un inmenso escenario formado por una serie de fachadas vacías, era uno de los sitios más cotizados de la capital, un lugar que olía a dinero como Les Halles olía a arenque en escabeche un día de agosto. Ostentosa hasta el punto de rozar la vulgaridad, a la plaza podía llegarse a pie desde la casa del barón en pocos minutos; sin embargo, era un universo diferente. Las estrellas del salón intelectual de D’Holbach no eran financieros, sino escritores, científicos y filósofos.

Varios grandes salones competían por la atención y la presencia de los filósofos de moda más brillantes de la ciudad. Cada una de esas casas tenía su carácter distintivo y su orientación, tanto artística como política. Justo a la vuelta de la esquina, en la rue Sainte-Anne, Claude-Adrien Helvétius, amigo del barón, recibía regularmente a filósofos y escritores progresistas, pero aun cuando D’Holbach y Helvétius fuesen famosos por su hospitalidad, constituían una excepción en un paisaje de salones dominado por damas distinguidas. De hecho, tener un salón era la única manera de que una mujer dejara su impronta en un mundo literario aún abrumadoramente masculino. En la rue Saint-Honoré, a apenas unos minutos a pie de la casa de D’Holbach, Claudine Guérin de Tencin, novelista sexualmente voraz, había dado la bienvenida en su salón —y a menudo también en su cama— a algunos de los hombres más poderosos y más agudos de la nación. «Podemos ver que Dios es hombre por la manera en que nos trata a nosotras, las mujeres», se quejaba Madame De Tencin, pero ni siquiera esa negligencia divina la hizo desistir del propósito de disfrutar plenamente de la vida. En 1717 dio a luz a un hijo ilegítimo, al que no tardó nada en abandonar en la escalinata de la iglesia de Jean-le-Rond. Ese niño creció hasta convertirse en Jean d’Alembert, uno de los matemáticos más eminentes del siglo y coeditor, junto con Diderot, de la gran Encyclopédie.

Tras la muerte de Madame De Tencin en 1749, Marie-Thérèse de Geoffrin (1699-1777), según dicen la más grande salonière de todos los tiempos, recibía en la rue Saint-Honoré. Nadie podía soñar con hacer una carrera literaria sin su aprobación, y una invitación a leer un manuscrito en su casa no sólo era signo de reconocimiento, sino, prácticamente, una garantía de éxito. Antes de exiliarse, Voltaire había sido un invitado habitual en su salón, en el que se daban cita ministros, científicos, poetas y otros hombres de ingenio; allí podían hablar con una libertad imposible de imaginar en la corte o en público. En la rue Saint-Honoré se conocían personas, se forjaban alianzas, se decidían destinos literarios. Entre los muchos cuyo camino hacia la gloria pasó por este salón estuvo el joven Diderot, quien conoció allí a varios escritores que más tarde colaboraron en la

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