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Para Manfred, Peter y Tanja,
y en memoria de Jon, poeta, profesor y amigo
Dios ha muerto. Un mundo se ha derrumbado. Soy dinamita. La historia del mundo se ha partido en dos mitades. Hay un tiempo delante de mí. Y un tiempo después de mí. Religión, ciencia, moral..., fenómenos cuyo origen es el miedo de los pueblos primitivos. Una época se derrumba. Se derrumba una cultura milenaria. [...] El mundo se revela a sí mismo como una batalla ciega de fuerzas desencadenadas.
El hombre perdió su rostro celestial, se convirtió en materia, en conglomerado, en animal, un producto demente de pensamientos que se retuercen de manera abrupta e insuficiente. [...] Y otro elemento, destructivo y amenazante, colisionó con la búsqueda desesperada de un nuevo orden en las ruinas del mundo pasado: la cultura de masas en la metrópolis moderna. Complejos son los pensamientos y las sensaciones que asaltan el cerebro; sinfónicos los sentimientos. Se crearon máquinas que ocuparon el lugar de los individuos. [...] Un mundo de demonios abstractos devoró la expresión individual, se tragó los rostros de los individuos en máscaras altas como torres, engulló la expresión personal, privó de sus nombres a las cosas, destruyó el ego y agitó océanos de sentimientos hundidos.
H UGO B ALL , «Kandinsky», 1917
LISTA DE ILUSTRACIONES
Horror sin nombre
Gabriele d’Annunzio
Los Hellfighters de Harlem
El Ku Klux Klan
Berlín
Veterano de guerra alemán
Anna Ajmátova
Escena callejera en Harlem
W. E. B. Du Bois
Josephine Baker
Franz Kafka
Ballet mécanique. Película experimental, 1924
Clarence Darrow y William Jennings Bryan
El «varón norteamericano medio»
Metrópolis, fotograma
Fritz Kahn y los mecanismos del cuerpo humano
Charlie Chaplin en Tiempos modernos
Homo sovieticus: La visión de Dziga Vértov
París. La visión de Le Corbusier
Arde el Palacio de Justicia de Viena
Karl-Marx-Hof, Viena
Betty Boop
Magnitogorsk. Altos hornos
Marlene Dietrich en El ángel azul
August Sander. Retrato de una secretaria en Colonia
Michele Schirru
Hitler y Mussolini
Iósif Stalin con su hija Svetlana
Una víctima de la hambruna provocada por Stalin
Acción contra el espíritu antialemán
Ósip Mandelstam. Fotografía del NKVD
Esquiroles en Rhondda, Gales
Tormenta de polvo acercándose a un poblado
Dakota del Sur, 1936. Después de una tormenta de polvo
Retrato de una refugiada del Dust Bowl con sus hijos
Wolfgang Fürstner
Estatuas de atletas en el complejo deportivo de Dresde
Obrero y mujer de un koljós, de Vera Mújina
El vencedor. Obra del escultor alemán Arnold Breker
Batallas callejeras en Barcelona, 1936
El Guernica de Picasso
INTRODUCCIÓN: 1.567 DÍAS
El 10 de agosto de 1920, a las nueve y media de la mañana, Mamie Smith, cantante de treinta y siete años de edad, llegó con sus músicos a un estudio de grabación próximo a la neoyorquina Times Square. Apiñados alrededor de la enorme bocina de la grabadora, empezaron a improvisar «Crazy Blues», un tema compuesto para la ocasión. Lo tocaron y lo entonaron una y otra vez mientras iban fraseando y perfeccionando los arreglos. Más tarde, Perry Bradford, el pianista, recordó: «Cuando atacamos la introducción y Mamie empezó a cantar, sentí la emoción de mi vida al oír los gemidos de la corneta de Johnny Dunn y ese blues soñador, y a Dope Andrews, que hacía unas apoyaturas dobles muy sureñas con su trombón mientras Ernest Elliott reproducía un jive de clarinete y Leroy Parker, que ese día estaba inspirado, desgarraba el violín. Vamos, que fue demasiado para mí.»
Como no podía ser de otra manera, ese blues hablaba de un amor no correspondido. Smith, con su potente voz de contralto, lo cantaba sin pulir, con una pena profunda, mientras, acompañándola, suspiraban y gemían clarinete, violín y trombón y los músicos se ponían a tono echándose al coleto tragos de ginebra de contrabando con zumo de zarzamora. Después de trece grabaciones y ocho horas de trabajo, los músicos se declararon satisfechos con el resultado. Estaban cansados y contentos, viviendo algo parecido a un trance colectivo. Despidieron el día comiendo carillas con arroz en el apartamento de Mamie.
Smith, que ya no vivía en el deprimido barrio de Cincinnati donde había crecido, supo hacerse un nombre en el teatro de vodevil de Harlem antes de empezar a actuar en bares y speakeasies, los famosos bares clandestinos de la época. Vivía al límite, pero tuvo su recompensa. Su voz, expresiva, oscura, dúctil, no tardó en agradar al público local, y al final hasta el gran sello Victor se interesó por grabar un disco con ella. No obstante, la productora acabó abandonando la idea; por motivos artísticos, seguramente, aunque es más probable que dejase el proyecto también por miedo. Smith era negra, y los clientes del Sur en particular habían advertido a las discográficas que boicotearían sus productos si grababan a artistas negros e incluían sus nombres en los créditos. Al final fue una compañía más modesta, la OKeh Phonograph Company, la que decidió no amilanarse ante esas amenazas y dio una oportunidad a Mamie, que había grabado su primer blues, «That Thing Called Love», el día de San Valentín de 1920 con una banda formada por músicos exclusivamente blancos; podría decirse que fue una solución de compromiso. Hasta entonces ningún afroamericano había grabado un blues.
«That Thing Called Love» reportó beneficios interesantes a la discográfica, y cuando le ofrecieron a Mamie grabar un segundo disco, le permitieron hacerlo con su banda de siempre. Cuando se enteró, la cantante se puso a bailar de alegría. Esta vez, tras un largo día en el estudio, «Crazy Blues» quedó listo para imprimir y distribuir, y vendió setenta y cinco mil copias sólo en Harlem y en apenas un mes. En todos los Estados Unidos, las ventas pronto alcanzaron el millón de copias, un hecho histórico, y no sólo para un artista negro. Ese año sólo vendieron más el célebre Enrico Caruso y Al Jolson, con su gran éxito «Swanee».
Lo que convirtió el disco de Mamie Smith en algo tan fenomenal fue que «Crazy Blues» lo compraron tanto oyentes negros como blancos. Estaba ocurriendo algo nuevo. Los cantantes clásicos como el tenor Caruso y los cantantes melódicos profesionales como Jolson ya llevaban a la gente un repertorio más popular, pero siempre en forma tan lustrosa y bien arreglada como el pelo con brillantina de Jolson. A diferencia de ellos, Smith transmitía una emoción sin barniz. Toda una cultura reconoció su voz en la de la artista, pues ésta combinaba el pregón de un vendedor ambulante con la garra de una lavandera furiosa tras siglos de humillación, y, a la vez, el puro gusto por la vida de una joven. No era la primera vez que un cantante popular destacaba por esa frescura y espontaneidad, por supuesto, pero hasta entonces no se había grabado una interpretación como la de Mamie. La voz de los de abajo llegó a los elegantes salones de las clases media y alta, y fueron los jóvenes, en particular, quienes sintieron que también hablaba por ellos.
Mientras Mamie Smith disfrutaba de su personal oleada de éxitos como «Reina del Blues», otros artistas negros empezaron a difundir el atractivo del jazz dentro y fuera de los Estados Unidos. El jazz era muchísimo más que una melodía bailable. Era el hijo de la esclavitud, de los speakeasies, la fuente de inspiración de la indecencia y la irresponsabilidad; era subversión acústica, la infiltración musical de vidas al límite, en los márgenes, hacia el centro de la sociedad. En Norteamérica, un grupo de jóvenes músicos negros –entre otros, Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Sidney Bechet, Bessie Smith y Duke Ellington– a menudo sólo podían actuar en clubs y bares ilegales o exclusivamente para negros. En cambio, en Europa, donde todavía coleteaba la pesadilla de la Primera Guerra Mundial, actuaban en las grandes capitales, donde los saludaban como a heraldos de una nueva época. En cierto modo, el jazz encarnaba todo lo que había cambiado y más; encarnaba el hecho de que ya nada era como antes de 1914.