Quisiera expresar mi gratitud al Festival de Salzburgo, y en especial a su presidenta, la Sra. Helga Rabel-Stadler, y al profesor Heinrich Fischer, de la Universidad de Salzburgo; a la London Review of Books, donde aparecieron originalmente varios de los capítulos; a Rosalind Kelly, Lucy Dow y Zöe Sutherland, que colaboraron en la investigación, revisión y edición de este libro; y a Christine Shuttleworth, por sus excelentes traducciones. También quiero pedir disculpas a Marlene, por haberme concentrado más de lo que debería en el trabajo de este libro.
PREFACIO
Y estamos aquí como en oscura llanura barrida por confuso estrépito de lucha y fuga donde ignaros ejércitos combaten en la noche.
M ATTHEW A RNOLD , «Playa de Dover»
Este libro trata sobre lo que ha sucedido con el arte y la cultura de la sociedad burguesa una vez esta se desvaneció, con la generación posterior a 1914, para no regresar jamás. Versa sobre un aspecto del terremoto global que la humanidad viene experimentando desde que la Edad Media terminó repentinamente, para el 80 por 100 del globo terráqueo, en la década de 1950, y hacia los años sesenta, cuando los gobiernos y las convenciones que habían regido las relaciones humanas se desgastaban a ojos vistas en todas partes. Este libro, por lo tanto, trata también sobre una era de la historia que ha perdido el norte y que, en los primeros años del nuevo milenio, mira hacia delante sin guía ni mapa, hacia un futuro irreconocible, con más perplejidad e inquietud de lo que yo recuerdo en mi larga vida. Tras haber enseñado y escrito de vez en cuando, desde mi perspectiva de historiador, sobre la curiosa interconexión de la realidad social y el arte, en los últimos años del siglo pasado me invitaron a hablar sobre ello —lo que hice con escepticismo— los organizadores del festival anual de Salzburgo; un festival que es un notable vestigio de El mundo de ayer, de Stefan Zweig, quien tenía un fuerte vínculo con él. Estas conferencias de Salzburgo representan el punto de partida del presente libro, escrito entre 1964 y 2012. Más de la mitad del contenido jamás se había publicado antes, al menos en inglés.
El libro empieza con una fanfarria incrédula sobre los manifiestos del siglo XX . Los capítulos 2 a 5 son reflexiones realistas sobre la situación de las artes al principio del nuevo milenio. No podremos comprenderlo a menos que nos remontemos al mundo perdido del ayer. Los capítulo 6 a 12 tratarán de este mundo, modelado en lo esencial en la Europa decimonónica, que creó no solo el canon fundamental de los «clásicos» —sobre todo en cuanto se refiere a la música, la ópera, el ballet y el teatro— sino también, en muchos países, el lenguaje fundamental de la literatura moderna. He tomado los ejemplos, ante todo, de la región que forma mi propio bagaje cultural —geográficamente, la Europa central; lingüísticamente, el alemán—, pero también los hay relacionados con la crucial «edad de plata» o belle époque de aquella cultura en las últimas décadas previas a 1914. Esta parte concluye con una reflexión acerca de su legado.
Pocas páginas son más conocidas hoy día que la profética descripción que Karl Marx hizo de las consecuencias sociales y económicas de la industrialización capitalista occidental. Pero cuando en el siglo XIX el capitalismo europeo estableció su dominio sobre un mundo que estaba destinado a transformar por la vía de la conquista, la superioridad técnica y la globalización económica, también llevó consigo una potente y prestigiosa carga de valores y creencias que, naturalmente, dio por sentado que eran superiores a otros. Los llamaremos la «civilización burguesa europea», que jamás se recuperó de la primera guerra mundial. Para esta visión del mundo, con plena confianza en sí misma, las artes y las ciencias fueron tan centrales como la fe en el progreso y la educación; de hecho, fueron el núcleo espiritual que reemplazó a la religión tradicional. Yo nací y me crié en esta «civilización burguesa», representada de forma imponente por el gran anillo de edificios públicos de mediados de siglo que rodeaba el antiguo centro imperial y medieval de Viena: la Bolsa, la Universidad, el Burgtheater, el monumental Ayuntamiento, el Parlamento clásico, los titánicos museos de Historia del Arte e Historia Natural, uno frente a otro y, por supuesto, el corazón de toda ciudad burguesa decimonónica que se preciase: el Gran Teatro de la Ópera. Estos eran los lugares donde las gentes «cultas» practicaban su adoración en los altares de la cultura y las artes. Si al fondo se añadió una iglesia del siglo XIX , fue solo como una concesión tardía al vínculo entre la Iglesia y el emperador.
Esta novedosa escena cultural, sin embargo, hundía sus raíces en las antiguas culturas principescas, regias y eclesiásticas anteriores a la Revolución Francesa; es decir, en el mundo del poder y la riqueza extrema, los patronos por excelencia del arte y las exposiciones de prestigio. Aún sobrevive en gran medida gracias a esta asociación de prestigio tradicional y poder financiero, que se manifiesta en la exhibición pública; pero ya no está protegida por el aura, aceptada socialmente, del nacimiento o la autoridad espiritual. Quizá sea esta una de las razones por las cuales ha sobrevivido a su relativo declive en Europa y ha seguido siendo la expresión por antonomasia, en el mundo, de una cultura que combina poder y gasto libre con un elevado prestigio social. Hasta este punto, el gran arte sigue siendo eurocéntrico, como el champagne, incluso en un mundo globalizado.
Esta parte del libro concluye con algunas reflexiones sobre el patrimonio de este período y los problemas a los que se enfrenta.
¿Cómo pudo el siglo XX afrontar la descomposición de la sociedad burguesa tradicional y los valores que la mantenían unida? Este será el tema de los ocho capítulos de la tercera parte de este libro, un conjunto de reacciones intelectuales y antiintelectuales ante el fin de una era. Entre otras cuestiones, se considera el impacto de las ciencias del siglo XX en una civilización que, por muy entregada que estuviera al progreso, no podía comprenderlas y se veía socavada por ellas; la curiosa dialéctica de la religión pública en una era de secularización acelerada; y unas artes que habían perdido sus antiguos nortes y no lograron dar con otros, ni a través de su búsqueda «modernista» o «vanguardista» del progreso, en competición con la tecnología, ni a través de la alianza con el poder, ni tampoco, finalmente, por la vía de someterse, con desilusión y resentimiento, al mercado.
¿Qué le falló a la civilización burguesa? Aunque se basaba en un modo de producción que todo lo destruye y todo lo transforma, de hecho su actuación, sus instituciones y sus sistemas políticos y de valores estaban pensados por y para una minoría; aunque fuera una minoría que podía expandirse, y así lo hizo. Era (y sigue siendo) meritocrática, lo que significa que no era ni igualitaria ni democrática. Hasta finales del siglo XIX , la «burguesía», o clase media alta, representaba aún a grupos de personas muy reducidos. En 1875, incluso en una Alemania muy escolarizada, solo unos 100.000 niños acudían a los gymnasia humanistas (institutos de enseñanza secundaria) y aun de estos, muy pocos llegaban a los exámenes finales, el Abitur. En las universidades no estudiaban más de unos 16.000 alumnos. Incluso a las puertas de la segunda guerra mundial, Alemania, Francia y Gran Bretaña —tres de los países más grandes, desarrollados y cultos, con una población total de 150 millones de habitantes— contaban con un máximo, entre todos, de unos 150.000 estudiantes universitarios: la décima parte del 1 por 100 de su población conjunta. La espectacular expansión de la educación secundaria y, sobre todo, universitaria después de 1945 ha multiplicado el número de personas con formación culta, es decir, personas formadas antes que nada en las culturas decimonónicas que se enseñaban en la escuela; pero no necesariamente el número que se siente cómodo con estas culturas.