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Theodore W. Adorno - Crítica de la Cultura y de la Sociedad I

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Theodore W. Adorno Crítica de la Cultura y de la Sociedad I
  • Libro:
    Crítica de la Cultura y de la Sociedad I
  • Autor:
  • Editor:
    Ediciones AKAL
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  • Año:
    2018
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Crítica de la Cultura y de la Sociedad I: resumen, descripción y anotación

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Crítica de la cultura y sociedad I se integra dentro de la colección Obras completas de Adorno. De nueva traducción, la presente obra es una de las más representativas del filósofo, en la que expone su concepción acerca del pensamiento y la crítica filósoficos de la cultura y la sociedad de su época.

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Akal / Básica de Bolsillo / 71

Th. W. Adorno

CRÍTICA DE LA CULTURA Y SOCIEDAD I

Obra completa, 10/1

Prismas

Sin imagen directriz

Edición de Rolf Tiedemann

con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz

Traducción: Jorge Navarro Pérez

Maqueta de portada Sergio Ramírez Diseño interior y cubierta RAG Reservados - photo 1

Maqueta de portada

Sergio Ramírez

Diseño interior y cubierta

RAG

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Título original

Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 1 0/1 Kulturkritik und Gesellschaft I. Prismen. Ohne Leitbild

© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main, 1977

© Ediciones Akal, S. A., 2008

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4660-8

Prismas
Crítica de la cultura y sociedad
Crítica de la cultura y sociedad

A quien esté acostumbrado a pensar con las orejas tiene que enojarle el sonido de la expresión «crítica de la cultura» no sólo porque, al igual que la palabra «automóvil», es una mezcla de latín y griego, sino además porque le recuerda una contradicción flagrante. Al crítico de la cultura no le cuadra la cultura, que sólo le causa malestar. El crítico habla como si representara a una naturaleza intacta o a un estado histórico superior, pero tiene necesariamente la misma esencia que aquello por encima de lo cual se cree. La insuficiencia del sujeto (a la que Hegel reprende una y otra vez para hacer su apología de lo existente: el sujeto juzga en su contingencia y limitación el destino de lo existente) se vuelve insoportable donde el propio sujeto está mediado hasta en su composición más interna por el concepto, al que se contrapone como independiente y soberano. Pero la inadecuación de la crítica de la cultura conduce, en cuanto al contenido, no a la falta de respeto hacia lo criticado, sino en secreto a su reconocimiento ofuscado y arrogante. El crítico de la cultura apenas puede evitar suponer que él tiene la cultura que a ella le falta. Su vanidad presta auxilio a la de la cultura: hasta en el gesto acusador, el crítico se atiene a la idea de cultura dogmáticamente, aislándola, sin ponerla en cuestión. Desvía el ataque. Donde hay desesperación y sufrimiento desmesurado ha de mostrarse lo espiritual, el estado de consciencia de la humanidad, la ruina de la norma. La crítica, al insistir en esto, cae en la tentación de olvidar lo indecible, en vez de intentar (aunque sea impotentemente) apartarlo de los seres humanos.

La actitud del crítico de la cultura le permite ir en la teoría más allá del mal dominante gracias a la diferencia respecto de él, aunque muchas veces recae en él. Pero el crítico introduce la diferencia en el mecanismo de la cultura, al que quería dejar por debajo de sí y que precisa de la diferencia para creerse cultura. Que la cultura nunca se considere suficientemente distinguida forma parte de la pretensión de distinción de la cultura, mediante la cual ella se dispensa de ponerse a prueba en las relaciones materiales de vida. La sobretensión de la pretensión cultural, que es inmanente al movimiento del espíritu, aumenta la distancia respecto de esas relaciones cuanto más dudosa es la dignidad de la sublimación frente al inminente cumplimiento material y frente a la inminente aniquilación de innumerables seres humanos. El crítico de la cultura hace de esta distinción su privilegio, pero echa a perder su legitimación cuando colabora con la cultura como el azote pagado y respetado de la cultura. Esto afecta al contenido de la crítica. El propio rigor implacable con que la crítica proclama la verdad sobre la consciencia no verdadera está fascinado por lo que está combatiendo, en cuyas manifestaciones tiene clavada la vista. Quien presume de su superioridad se siente al mismo tiempo como uno más del equipo. Si estudiáramos la profesión de crítico en la sociedad burguesa, que finalmente llegó a ser el crítico de la cultura, daríamos sin duda con un elemento usurpador en su origen, que todavía Balzac tenía ante sí. Los críticos profesionales fueron al principio «informadores»: daban orientaciones sobre el mercado de los productos espirituales. A veces llegaban a conocer la cosa, pero siempre eran agentes del comercio y estaban de acuerdo tal vez no con este o aquel producto, pero sí con la esfera en tanto que tal. Los críticos profesionales llevan la huella de esto aunque hayan abandonado el papel de agente. Que a continuación se les confiara el papel de experto y finalmente el de juez era inevitable desde el punto de vista económico, pero casual por cuanto respecta a la cosa. Su agilidad, que les proporcionó posiciones privilegiadas en la competencia (privilegiadas porque de su dictamen depende el destino de lo que juzgan), da a su juicio una apariencia de seriedad. Al infiltrarse hábilmente en los huecos y adquirir influencia gracias a la difusión de la prensa, los críticos obtuvieron esa autoridad que su profesión presuntamente presupone. Su arrogancia se debe a que en las formas de la sociedad de la competencia, en las que todo ser es simplemente ser-para-otro, también al crítico se le mide por su éxito en el mercado. El conocimiento del experto no era un producto primario, sino un producto secundario, y cuanto más falta el conocimiento, tanto más celosamente es sustituido por la información y el conformismo. Cuando en su palestra (el arte) los críticos ya no entienden lo que están juzgando y se dejan degradar a propagandistas o censores, se consuma en ellos la vieja deshonestidad de su profesión. El privilegio de la información y la posición les permite dar su opinión como si fuera la objetividad. Pero sólo es la objetividad del espíritu dominante. Los críticos ayudan a tejer el velo.

El concepto de libertad de expresión y de libertad espiritual en la sociedad burguesa, en el que se basa la crítica de la cultura, tiene su propia dialéctica. Pues mientras el espíritu se sacudía la tutela teológico-feudal, como consecuencia de la socialización progresiva de todas las relaciones entre las personas cayó en manos de un control anónimo por medio de la situación existente que no le llegaba simplemente de fuera, sino que se introdujo en su constitución inmanente. La situación existente se impone tan implacablemente en el espíritu autónomo como antes los órdenes heterónomos se impusieron en el espíritu atado. El espíritu no sólo se resigna a ser comercializado, reproduciendo así las categorías predominantes en la sociedad, sino que además se hace semejante objetivamente a lo existente, aunque subjetivamente no se convierta en una mercancía. Las mallas del todo van anudándose cada vez más estrechamente según el modelo del trueque. El todo le deja a la consciencia individual cada vez menos espacio para escaparse, la preforma, cada vez más minuciosamente, le quita a priori la posibilidad de la diferencia, que se reduce a un matiz en la uniformidad de la oferta. Al mismo tiempo, la apariencia de libertad hace que la reflexión sobre la falta de libertad sea ahora mucho más difícil que antes, cuando la reflexión se oponía a la falta patente de libertad; de este modo, la apariencia de libertad refuerza la dependencia. Estos momentos, unidos a la selección social de los portadores del espíritu, tienen como resultado la regresión del espíritu. Su autorresponsabilidad se convierte en una ficción de acuerdo con la tendencia predominante de la sociedad. De su libertad, el espíritu desarrolla sólo el momento negativo, la herencia del estado sin plan y monadológico, la irresponsabilidad. Por lo demás, el espíritu se adhiere cada vez más, como mero ornamento, a la subestructura, de la que afirma que se separa. Ciertamente, las invectivas de Karl Kraus contra la libertad de prensa no hay que tomarlas al pie de la letra: proponer en serio la censura contra los escritores sería como expulsar al diablo con Belcebú; pero la estupidez y la mentira que prosperan al abrigo de la libertad de prensa no son un accidente en el curso histórico del espíritu, sino el estigma de la esclavitud en que se desarrolla su liberación, de la emancipación falsa. En ningún otro lugar queda esto más claro que donde el espíritu tira de sus propias cadenas, en la crítica. Cuando los fascistas alemanes proscribieron esta palabra y la sustituyeron por el insulso concepto de «estudio del arte», los movía sólo el robusto interés del Estado autoritario, que temía hasta en la insolencia del periodista el pathos del marqués de Poza. Pero la autocomplaciente barbarie cultural que reclamaba la supresión de la crítica, la irrupción de la horda salvaje en el campo del espíritu, pagó sin saberlo con la misma moneda. En la furia bestial del nazi contra los criticastros vive no sólo la envidia a la cultura, a la que ataca porque lo excluye; no sólo el resentimiento contra quien tiene permiso para decir lo negativo que uno mismo tiene que reprimir. Lo decisivo es que el gesto contundente del crítico les presenta a los lectores la independencia que él no tiene y se arroga el liderazgo que es incompatible con su propio principio de libertad espiritual. Esto irrita a sus enemigos. El sadismo de éstos fue atraído de manera idiosincrásica por la debilidad disfrazada astutamente de fuerza de aquéllos a los que les habría gustado adelantarse en su comportamiento dictatorial a los déspotas posteriores, menos astutos. Pero los fascistas incurrieron en la misma ingenuidad que los críticos, en la fe en la cultura en tanto que tal, una fe que ahora se reducía a ostentaciones y gigantes espirituales aprobados. Los fascistas se veían como médicos de la cultura que extraían de ella el aguijón de la crítica. De este modo no sólo degradaron la cultura a lo oficial, sino que además ignoraron que la crítica y la cultura están entrelazadas para bien y para mal. La cultura es verdadera simplemente como implícita y crítica, y el espíritu que lo haya olvidado se venga de sí mismo con los críticos que cría. La crítica es un elemento imprescindible de la contradictoria cultura; en su falsedad es tan verdadera como la cultura es falsa. La crítica no es injusta cuando disuelve (eso sería lo mejor de ella), sino cuando obedece mediante la insumisión.

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