Lyndall Gordon (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1941). Se graduó en la Universidad de Columbia en Nueva York.
Es autora de las biografías Eliot’s Early Years (1977), con la que obtuvo el Premio Rose Mary Crawshay de la British Academy, Charlotte Brontë: Una vida apasionada (1994), ganadora del Premio Cheltenham de literatura, T. S. Eliot: An Imperfect Life (1999), Vindication: A Life of Mary Wollstonecraft (2005), Lives Like Loaded Guns: Emily Dickinson and Her Family’s Feuds (2010) y la reciente Outsiders: Five Women Writers Who Changed the World (2017).
Redactó el artículo sobre Virginia Woolf para el Oxford Dictionary of National Biography, y es autora asimismo de un libro de memorias, Shared Lives, acerca de la amistad entre mujeres en su Sudáfrica natal. Está casada con Siamon Gordon, profesor de patología celular en Oxford, ciudad donde reside.
Para Siamon
MODELOS VICTORIANOS
Nacemos con los muertos:
Ya ves, vuelven y nos llevan con ellos.
Cuatro cuartetos, T. S. ELIOT
1. LA VIDA TIENE UNA BASE
Virginia Woolf dijo que «si la vida tiene una base», esa base es un recuerdo. Su vida como escritora estuvo basada en dos recuerdos persistentes: la costa del norte de Cornualles y sus padres. Una mañana temprano, acostada en el cuarto de los niños de la residencia veraniega de la familia en St. Ives, oyó «las olas romper, uno, dos, uno, dos… detrás de una persiana amarilla». Medio adormecida en su cama cálida, oyó aquel ritmo, vio la luz de un momento mientras el viento golpeaba contra la persiana y experimentó «el éxtasis más puro que puedo concebir». Años después quiso que el ritmo del oleaje resonase a lo largo de sus mejores libros, Al faro y Las olas. La elevación y la rompiente de agua llegaron a representar las posibilidades máximas de la existencia y su finitud.
Virginia Woolf nació con el nombre de Adeline Virginia Stephen en 1882, tercer hijo de unos victorianos poco convencionales, Julia y Leslie Stephen, de quienes a Virginia le costaba decidir cuál de los dos era más notable. El recuerdo de las olas debió de haber sido temprano. El de los padres era un recuerdo de otro tipo, no de esos que proceden de los sentidos sino de la inteligencia analítica. Virginia asimiló una idea de sus padres a la edad de ocho o diez años. Leslie Stephen era un montañero excéntrico y un destacado director literario cuya apasionada espontaneidad intelectual horripilaba y a la vez estimulaba a sus hijos. Julia, la madre, tenía una vocación inagotable por los afligidos y los enfermos, a los que cuidaba con conocimiento práctico y una comprensión exquisita.
Hay una foto borrosa de Julia Stephen leyendo con sus cuatro hijos menores alrededor de 1894. La cara furtiva de Virginia es demasiado alargada para que haya simetría, sus huesos son finos y delicados, y sus ojos observadores, redondeados como peras en su borde inferior. La fotografía muestra la inmovilidad perfecta de los niños absortos. Más de treinta años después, Virginia Woolf reprodujo una escena similar en Al faro. Cuando la madre, la señora Ramsay, lee en voz alta, observa que los ojos de uno de sus hijos se ensombrecen, observa cómo una palabra imaginativa cautiva a una de las hijas y llega a la conclusión de que «eran más felices ahora de lo que nunca volverían a ser».
Julia Stephen era la figura más representativa de un pasado victoriano que su hija trató de reconstruir y preservar. La muerte de Julia en 1895 fue seguida, en 1897, por la de Stella, hija de un matrimonio anterior, y posteriormente por la de Leslie Stephen, en 1904, y la de un hijo, Thoby, en 1906. Esta década de muertes marcó la juventud de Virginia y la desgajó abruptamente del resto de su vida. «Tantos horrores —dijo— se condensaron ante nuestros ojos». Su imaginación se obsesionaba con los muertos: «Los fantasmas —escribió en su diario a los cincuenta años— cambian en mi mente de un modo muy extraño; como las personas vivas, cambian conforme a lo que oímos decir de ellos».
Como escritora, Virginia Woolf se apoderó de su pasado, de voces espectrales que hablaban con claridad creciente, quizá más reales para ella que las personas que vivían a su lado. Cuando las voces de los muertos la incitaron a hacer cosas imposibles, la condujeron a la locura, aunque, controladas, esas voces se convirtieron en el material de su ficción. Con cada fallecimiento aumentaba su conciencia del pretérito. Sus novelas eran respuestas a aquellas desapariciones: «El pasado es hermoso —dijo— porque nunca experimentamos una emoción en el momento. Se expande más tarde, y por eso no tenemos emociones completas sobre el presente, sino tan solo sobre el pasado». Completados en el recuerdo, los muertos podían adoptar una forma definitiva; los vivos estaban inacabados, todavía formándose, al igual que ella misma, aunque esto no la disuadía de modelarlos también en su imaginación. Transformó a las personas a quienes amaba —padres, hermano, hermana, amigos, marido— en figuras plasmadas en actitudes que pudiesen sobrevivir a su propio tiempo.
Esta biografía rastreará su respuesta creativa a tales recuerdos. En sus épocas de mayor fortaleza, Virginia no deseaba detenerse en la muerte misma sin pintar retratos perdurables. Estos retratos no eran fotográficos: distorsionaba el modelo para insertar el recuerdo personal en algún molde histórico o universal. La abnegada señora Ramsay, inspirada en el recuerdo que Virginia tenía de su madre, se transmuta en la quintaesencia victoriana y en la viva encarnación de la maternidad cuando lee para sus hijos. De este modo, Virginia recuperó a los muertos y los perpetuó sobre el papel a la manera en que Lily Briscoe, la artista de Al faro, perpetúa sobre el lienzo a la familia victoriana.
La impronta que Virginia Woolf imprimió en el público fue la imagen de la modernidad de los primeros años veinte, hasta que, en la década de los sesenta, esta imagen se desplazó hacia otra verdad parcial: la Virginia feminista que apoya la lucha por los derechos de las mujeres. Ahora que es posible ver ambas imágenes con la perspectiva de las obras completas, incluidas las inéditas, está claro que su etapa como gran sacerdotisa de la novela moderna fue bastante corta, y que su polémica feminista era un intento de reescribir, más que de desechar, el modelo victoriano de femineidad. Miró hacia atrás en busca de sus modelos, y su carrera, en parte, puede definirse por el juego del recuerdo, por un sentido agudo del pasado y, especialmente, por los lazos que estableció con el siglo XIX. También en parte puede definirse por un anhelo de anonimato que se tornó más explícito hacia el final de su actividad literaria. Fue un distanciamiento de la cohibida superioridad de los escritores modernos hacia la vida de los seres oscuros, en particular la vida de las mujeres, en la que buscaba una historia opuesta a la del poder, a la de los reyes con teteras de oro sobre la cabeza.
El arte importaba, al igual que el destino de las mujeres, pero la polémica y el experimento estético estaban supeditados a la atracción por lo desconocido. «Tengo un investigador inquieto en mi interior», escribió en su diario. Es esta búsqueda la que ante todo impulsó su obra. El poeta W. Butler Yeats observó que todo el mundo posee «alguna escena única, alguna aventura única… que es la imagen de su vida secreta». La imagen recurrente de Virginia Woolf era un viaje iniciático o la aleta de una forma sumergida que asomaba entre las olas. «¿Por qué no hay una revelación en la vida? —se lamentaba—. ¿Algo en lo que una pueda poner las manos y decir: “Es esto”?… Mi maravillosa y gran intuición me dice que hay algo ahí…». Todas las tardes, cuando daba largos paseos, llamaba a Londres la «tierra inexplorada». Ella no flotaba sobre un complaciente flujo de conciencia; era una exploradora curiosa tras la estela de los viajeros isabelinos, o, digamos, un Darwin que buscaba conocer lo que ella denominaba «la extrañeza infinita de la condición humana».