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Virginia Woolf - Londres

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Virginia Woolf Londres

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Pocas escritoras están tan asociadas a Londres como Virginia Woolf que supo - photo 1

Pocas escritoras están tan asociadas a Londres como Virginia Woolf, que supo convertir la ciudad del Támesis en uno más de sus personajes. En este libro se reúnen seis piezas que la autora de La Sra. Dalloway escribió en 1931 para la revista Good Housekeeping sobre distintos aspectos de la vida, la arquitectura, las gentes y la historia de Londres. El primer artículo, titulado «Retrato de una londinense», se creía perdido hasta hace poco tiempo. Finalmente se encontró en una biblioteca y ahora la serie se publica completa por primera vez. En esta pequeña joya, Virginia Woolf traza, como si del cuaderno de apuntes de un pintor se tratara, el retrato de su Londres: la bruma de los muelles, la marea humana que fluye por Oxford Street, las casas de grandes escritores, los pináculos góticos de abadías y catedrales o el esplendor de la Cámara de los Comunes. Iluminados con fotografías de la época, estos textos se convierten en deliciosos paseos por una de las grandes capitales de la literatura occidental. La opinión del editor: A veces, bastan pocas líneas para descubrir un mundo. Este es el caso de Londres, un homenaje de Virginia Woolf a la ciudad que más amaba y una oportunidad para Lumen de volver a ofrecer un título de la gran autora a nuestro público.

Virginia Woolf Londres ePub r11 turolero 280915 Título original The London - photo 2

Virginia Woolf

Londres

ePub r1.1

turolero 28.09.15

Título original: The London Scene

Virginia Woolf, 1931

Traducción: Andrés Bosch & Bettina Blanch Tyroller

Editor digital: turolero

Aporte original: Spleen

ePub base r1.2

ADELINE VIRGINIA WOOLF Stephen de soltera Londres 25 de enero de 1882 - photo 3

ADELINE VIRGINIA WOOLF Stephen de soltera Londres 25 de enero de 1882 - photo 4

ADELINE VIRGINIA WOOLF (Stephen de soltera; Londres, 25 de enero de 1882 – Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941) fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX. Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Orlando (1928), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.

Retrato de una londinense

Quien no conozca a un auténtico cockney quien no pueda alejarse de las tiendas - photo 5

Quien no conozca a un auténtico cockney, quien no pueda alejarse de las tiendas y los teatros para torcer por una callejuela lateral y llamar a la puerta de una casa particular, no puede jactarse de conocer Londres.

En Londres, las casas particulares tienden a parecerse como gotas de agua. La puerta principal se abre a un recibidor penumbroso del que parte una angosta escalera. La puerta del rellano conduce a un espacioso salón con sendos sofás a cada lado de la chimenea encendida, seis sillones y tres ventanas alargadas que dan a la calle. Con frecuencia, lo que sucede en la mitad posterior del salón, que tiene vistas a los jardines de otras casas, da pie a numerosas conjeturas. Sin embargo, lo que nos interesa es la zona delantera del salón, pues la señora Crowe siempre se sentaba en un sillón junto al fuego; allí era donde transcurría su vida; allí era donde servía el té.

Aunque resulte extraño, parece cierto que nació en el campo, como también lo es que en ocasiones, durante esas semanas estivales en que Londres deja de ser Londres, abandonaba la ciudad. No obstante, nadie sabía ni imaginaba adónde iba o qué hacía cuando se ausentaba de Londres, cuando su sillón permanecía vacío, el fuego apagado y la mesa sin poner. Por mucho que uno diera rienda suelta a su imaginación, resultaba imposible visualizarla paseando por un campo de nabos o subiendo la ladera de una colina salpicada de vacas, ataviada con su vestido negro, su velo y su cofia.

Llevaba sesenta años allí sentada, junto al fuego en invierno y junto a la ventana en verano, pero nunca sola. Siempre se veía a algún visitante sentado en el sillón de enfrente. Y apenas transcurridos diez minutos desde la llegada de la primera visita, la puerta del salón volvía a abrirse, y Maria, la doncella de ojos saltones y dientes prominentes, que llevaba sesenta años abriendo la puerta, anunciaba la llegada de una segunda visita, luego de una tercera y más tarde de una cuarta.

Nunca se la veía a solas con un visitante; le desagradaba encontrarse a solas con una persona; la falta de amistades íntimas era una peculiaridad que compartía con numerosas anfitrionas. Por ejemplo, en el rincón, junto a la vitrina, siempre se sentaba un anciano que parecía formar parte tan integrante de aquel magnífico mueble del siglo XVIII como las patas de latón. Pese a su constante presencia, la señora Crowe siempre se dirigía a él como señor Graham, jamás John ni William, si bien en ocasiones lo llamaba «querido señor Graham» como si pretendiera subrayar el hecho de que lo conocía desde hacía sesenta años.

Lo cierto era que no buscaba intimidad, sino conversación. La intimidad tiende a engendrar silencio, y la señora Crowe detestaba el silencio. Necesitaba sentirse rodeada de una conversación amplia y general. No debía ser demasiado profunda ni demasiado ingeniosa, pues si se adentraba excesivamente en cualquiera de aquellos derroteros, sin lugar a dudas alguien se sentiría excluido y acabaría sentado con su taza de té sin decir esta boca es mía.

Por ello, el salón de la señora Crowe guardaba escasa relación con los famosos salones de los autores de memorias. Con frecuencia acudían a él personas de gran inteligencia, tales como jueces, médicos, diputados, escritores, músicos, viajeros, jugadores de polo y también personas insignificantes, pero cualquier observación brillante se consideraba más bien un error de etiqueta, un accidente del que se hacía caso omiso, como si de un acceso de estornudos o una catástrofe con los pastelillos se tratara. La charla que la señora Crowe prefería y alentaba constituía una versión refinada de los chismes de pueblo. El pueblo era Londres, y los chismes giraban en torno a la vida londinense. El mayor don de la señora Crowe residía en lograr que la inmensa metrópoli se antojara diminuta como un pueblo con una sola iglesia, una casa solariega y veinticinco granjas. Poseía información de primera mano acerca de cada obra de teatro, cada exposición, cada juicio, cada caso de divorcio. Sabía quién se casaba, quién fallecía, quién estaba en la ciudad y quién se había ausentado. Mencionaba que acababa de ver pasar el coche de lady Umphleby y conjeturaba que a buen seguro se dirigía a visitar a su hija, que había dado a luz la noche anterior, del mismo modo que las mujeres de pueblo comentan que la esposa del señor del lugar se dirige a la estación para reunirse con el señor John a su regreso de la ciudad.

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