CARÁCTER GENERAL DE LAS OBRAS DE CHOPIN
Por muy lamentable que sea para todos los artistas y para todos aquellos que lo hayan conocido, nos será permitido dudar que haya llegado el momento en que, apreciado en su justo valor, aquel cuya pérdida nos es tan sensible en particular, ocupe en la valoración universal la alta jerarquía que probablemente le reserva el porvenir. Si está probado que corrientemente nadie es profeta en su país, ¿no se ha experimentado también, que los profetas, es decir, los hombres del futuro, aquellos que lo representan y lo acercan por sus obras, no son reconocidos como profetas en sus tiempos? Y nosotros no osaríamos afirmar que pudiera ser de otra manera. Las jóvenes generaciones de artistas tendrán a bien protestar contra los anticuados, cuya costumbre invariable es la de asombrar a los vivos con los muertos, tanto en las obras musicales como en las de otras artes, sólo al tiempo le queda reservado algunas veces el revelar toda la belleza y todo el mérito.
No siendo las múltiples formas del arte sino diversas fascinaciones, destinadas a evocar los sentimientos y las pasiones, para hacerlos sensibles, tangibles en cierto modo, y comunicar las grandes emociones, el genio se manifiesta por la invención de nuevas formas adaptadas a veces a sentimientos que aún no habían surgido en el círculo encantado. ¿Puede esperarse que en estas artes donde la sensación va ligada a la emoción sin la mediación del pensamiento y de la reflexión, la sola introducción de formas y modos inusitados no sea ya un obstáculo a la comprensión inmediata de una obra? La sorpresa, incluso la fatiga, ocasionadas por lo extraño de las impresiones desconocidas que despierta, ¿no la hace aparecer a la mayoría como escritas en un lenguaje que ignora, y que por eso mismo parece a principio bárbaro? El solo trabajo de habituar el oído basta para que moleste mucho a los que, por sistema, rehusan estudiarlo a fondo. Las generaciones más jóvenes y de mayor vitalidad son en primer lugar las menos encadenadas por esta atracción de la costumbre, respetable incluso en aquellos en quienes es invencible, se llenan de curiosidad, después de pasión por el nuevo idioma; por ellos es por quienes penetra y alcanza las regiones recalcitrantes del público y por lo que éste acaba por recoger el sentido, el alcance, la construcción y por hacer justicia a las calidades y riquezas que pueda encerrar. Por estas razones los músicos que se apartan de las rutinas convencionales necesitan más que otros artistas de la ayuda del tiempo. No pueden esperar que la muerte traiga a sus trabajos esta plusvalía instantánea que ha otorgado a las obras pictóricas, y ninguno de ellos podría renovar en provecho de sus manuscritos el subterfugio de cualquiera de los grandes maestros flamencos, que trataron durante su vida de explotar su gloria futura, encargando a su mujer de hacerle el reclamo a su muerte, para lograr hacer subir los lienzos que premeditadamente decoraban su estudio.
Cualquiera que sea la popularidad de una parte del las producciones de aquel cuyos sufrimientos lo hayan agotado mucho antes de su fin, puede, sin embargo, presumirse que la posteridad tendrá para sus obras una estima menos frívola y ligera que la que le es aún concedida. Aquellos que más tarde se ocuparán de la historia de la música le darán su parte, que será grande, a quien se señaló con un genio melódico extraordinario por tan felices y destacados engrandecimientos armónicos, cuyas conquistas serán preferidas con razón a tantas obras de superficie más extendida, tocadas y retocadas por grandes orquestas y cantadas y recantadas por masas de prima-donna.
Encerrándose en el cuadro exclusivo del piano, Chopin, a nuestro entender, ha dado pruebas de una de las cualidades más esenciales a un escritor: la justa apreciación de la forma en la cual le ha sido dado destacar; y, sin embargo, este hecho, por el que le reconocemos un justo mérito, dañó a la importancia de su fama. Difícilmente otro, en posesión de tan altas facultades melódicas y armónicas, hubiera resistido a la tentación que presentan los instrumentos de arco, la languidez de la flauta, las tempestades de la orquesta, los ensordecimientos de la trompeta, en la que nos obstinamos aún en creerla única mensajera de la vieja diosa, cuyos sutiles favores perseguimos. ¿Qué reflexiva convicción es precisa para limitarse a un círculo más árido en apariencia y hacer surgir por su genio lo que al parecer no podía florecer en este terreno? ¿Qué penetración intuitiva revela por esta elección exclusiva que, arrancando ciertos efectos al dominio habitual, a los instrumentos en que toda la espuma del ruido vino a quebrarse a sus pies, las transportaba a una esfera más restringida, pero más idealizada? ¡Qué confiada perfección de los medios futuros de su instrumento ha tenido que presidir a este reconocimiento voluntario de un empirismo tan generalizado, que otro hubiera probablemente considerado como un contrasentido al privar de tan grandes pensamientos a sus intérpretes ordinarios! ¡Bien sinceramente hemos de adivinar esta preocupación única de lo bello por sí mismo, que ha sustraído su talento a la propensión corriente de repartir entre una centena de atriles cada parte de melodía y le hizo aumentar los recursos del arte al enseñarle a concentrarlo en un menor espacio!
Lejos de ambicionar el tumulto de la orquesta, Chopin se contentó con ver reproducido su pensamiento integralmente sobre el marfil del teclado, consiguiendo su objeto de que no perdiese ninguna energía, sin pretender los efectos del conjunto y la pincelada decorativa. No se ha pensado con bastante seriedad ni reflexionado atentamente sobre el valor de los dibujos y las pinceladas delicadas, estando habituados, como lo estamos hoy, a no considerar cuáles compositores son dignos de un gran nombre más que aquellos que han dejado por lo menos una media docena de óperas, otros tantos oratorios y algunas sinfonías, pidiendo así a cada músico hacer de todo, y un poco más que todo. Esta noción tan generalmente extendida, no es, sin embargo, de fija exactitud, sino muy problemática. No pretendemos discutir la gloria, más difícil de obtener, la superioridad real de los cantores épicos que desarrollan en vasto plan sus espléndidas creaciones, pero desearíamos que se aplicase a la música el valor que se da a las proporciones materiales en las otras ramas de las bellas artes y que, por ejemplo, en pintura, coloca una tela de cincuenta centímetros cuadrados, como la «Visión de Ezequiel» o el «Cementerio» de Ruysdaël, entre las obras maestras evaluadas en más que un cuadro cualquiera de grandes dimensiones, sea de un Rubens o de un Tintoretto. En literatura, ¿Béranger es menos poeta por haber reducido su pensamiento a los estrechos límites de la emoción? ¿Petrarca no debe su triunfo a sus «Sonetos»?, y de aquellos que han recitado repetidamente sus suaves rimas, ¿hay muchos que conozcan la existencia de su poema sobre África? No hemos de dudar que los prejuicios que disputarían todavía al artista que no haya producido más que sonatas semejantes a esas de Franz Schubert puedan ser superiores a las de otros que hayan compuesto partituras de pesadas melodías con toda la amplitud de desarrollo propias de ciertas óperas que no citaremos. Porque en música no se acaba tampoco de aquilatar las composiciones diversas según la elocuencia y el talento con que son expresados los pensamientos y los sentimientos, cualesquiera que sean, por lo demás, el espacio y los medios empleados para interpretarlos.
Por consiguiente, no sabría aplicarse un análisis inteligente de los trabajos de Chopin sin encontrar bellezas de un orden muy elevado, de una expresión completamente nueva, y de una contextura armónica tan original como sabia. En él la audacia se justifica siempre; la riqueza, incluso la exuberancia, no excluyen la claridad; la singularidad no degenera en extravagancia barroca: los adornos no están desordenados y el lujo de la ornamentación no recarga la elegancia de las líneas principales. Sus mejores obras abundan en combinaciones que, puede decirse, forman época en el manejo del estilo musical. Atrevidas, brillantes, seductoras descubren su profundidad con tanta gracia, y su habilidad con tanto encanto, que con pena podemos sustraernos lo bastante a su atractivo arrollador, para juzgarla fríamente desde el punto vista de su valor teórico; éste ha sido ya notado, pero se hará reconocer más y más cuando llegue el tiempo de un examen atento de los servicios dados al arte, durante el período que Chopin ha abarcado.