Antonio J. Rodríguez (Oviedo, 1987) es un autor y periodista cultural español.
Es autor de tres novelas: Fresy Cool (2012), Vidas perfectas (2016) y Candidato (2019). Entre 2013 y 2018 ha sido editor jefe de la revista digital PlayGround. Está casado con la poeta y periodista Luna Miguel, con quien ha escrito los relatos «Exhumación» (2010) y «El fin del mundo» (2019), y con quien dirigió el sello editorial Caballo de Troya durante los años 2019 y 2020. En el año 2020 publicó el ensayo La nueva masculinidad de siempre.
Para Luna
Elles les appelaient des femmes-guerrières, des femmes-amantes, des femmes-chasseresses, des femmes-errantes.
MONIQUE WITTIG & SANDE ZEIG, Brouillon pour un dictionnaire des amantes
Antonio J. Rodríguez, 2020
Imagen de cubierta, Lin Yung Cheng
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
La última era del feminismo viral o los debates en torno de género y desigualdad o deseo y consentimiento han transformado la masculinidad y sus modelos: mientras por un lado surgen respuestas reaccionarias que contraatacan con violencia ante el cuestionamiento de los privilegios masculinos, por el otro despierta una sentimentalidad aparentemente nueva y comprometida con las reivindicaciones feministas, gracias a las cuales, paradójicamente, el hombre puede asegurar su supervivencia y dominio. En paralelo, la proliferación de relatos de género y de diálogos entre subjetividades masculinas y femeninas cuestiona nuestras ideas sobre el deseo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de heterosexualidad? ¿Tiene sentido seguir hablando de ella? ¿Cómo se construye nuestro lenguaje alrededor del amor, cómo dificulta o modela nuestra manera de relacionarnos con los otros? Entre el ensayo, el reporterismo y las memorias, La nueva masculinidad de siempre explora los modos en que la experiencia masculina busca dar respuesta a los desafíos que convenientemente la discuten en nuestro tiempo. Atravesando territorios como la política, el deporte, la cultura, la moda o la economía, el presente libro busca explicaciones y alternativas a los rasgos que modelan la subjetividad masculina, entre los que se encuentran un estado de guerra permanente o la colonización del cuerpo de las mujeres.
Antonio J. Rodríguez
La nueva masculinidad de siempre
ePub r1.0
Titivillus 17-10-2021
10. NEOMACHISMO: LOS «OTROS» PERDEDORES
Intoxicar el lenguaje
Expropiar una propiedad obtenida por métodos criminales no es inmoral, sino un acto de justicia. La irrupción en los últimos años de un feminismo viral, popular y razonablemente feroz ha provocado que numerosos sujetos se sientan amenazados: temen perder privilegios y se revuelven para aplazar tanto como sea posible el restablecimiento de la justicia. A diferencia del perdedor radical, no hablamos de hombres en los márgenes de la sociedad, sino en su centro; un centro colonizado con hábitos delictivos.
Las imágenes son conocidas: un premio Nobel lamenta las restricciones a la libertad de expresión desde algún rincón de su penthouse; otro escritor, ahora desde su tribuna dominical en el periódico más leído en castellano, percute de manera insistente contra las reivindicaciones feministas… Aunque el mundo esté hecho a su medida, interpretan el papel de víctima.
Su discurso trasluce una especie de neomachismo o posmachismo, una retórica cuyo fin es poner freno al desmantelamiento de sus privilegios en un momento en el que la conversación en materia de género ya no es un discurso minoritario. Si lo que conocemos como nuevas masculinidades se lee como una adaptación del liderazgo masculino a la edad del feminismo viral, el neomachismo busca seguir legitimando privilegios a la vista de todos. Paradójicamente, su discurso se fundamenta en hipotéticos principios liberales y progresistas, cuando de hecho el movimiento feminista hunde sus raíces en la filosofía política liberal y progresista.
A ojos del neomachismo, es más importante señalar los atropellos cometidos en nombre de la igualdad que sus propiedades emancipatorias. Tampoco entra en sus planes, por supuesto, alertar sobre los privilegios que generaciones de hombres se han ido legando a lo largo de la historia. Para retener los privilegios, la última baza del neomachismo es contaminar el lenguaje, tratando así de imantar igualdad a conceptos como opresión, inquisición, antiliberalismo o censura, algo tan intelectualmente moroso como tratar de hacer ver que el antirracismo es un movimiento opresor, y no precisamente la respuesta a una injusticia histórica.
Desde el primer momento, el movimiento #MeToo ha desencadenado una tormenta de artículos surgidos de este nuevo pensamiento reaccionario según los cuales la cultura estaría siendo destruida por una presunta «censura feminista». La hipótesis se sostiene en el cuestionamiento profesional a artistas como Kevin Spacey, suspendido de sus compromisos con Netflix por unas acusaciones de acoso sexual, o Woody Allen, cuyo historial de sospechas comprometió sus proyectos profesionales con Amazon. Sorprende a este respecto que sean autodenominados adalides de la libertad de expresión los que alimentan el mito del «puritanismo» y la «censura feminista»: censura, en verdad, no es otra cosa que la decisión de un gobierno que impide la proyección de una película o la impresión de una obra, como le ocurriese a Cabrera Infante con Tres tristes tigres en Cuba, o como pasó con 1984 de Orwell durante el franquismo. En el momento de escribir estas líneas, por el contrario, no existe ni un solo Estado que haya impedido la distribución de obras de actores, directores o creativos señalados por el movimiento #MeToo. En cuanto a los contenidos cuyo consumo ha sido prohibido por las autoridades, el número se eleva a cero.
Si Amazon, quintaesencia del capitalismo en nuestro tiempo, se plantea romper su relación con Woody Allen, no es porque la firma sea un vergel de progresismo, derechos humanos y buenas intenciones, sino porque piensa en su cuenta de resultados. Se trata de una simple cuestión de mercado. Lo mismo ocurre si un museo o una galería deciden programar en una u otra dirección, en función de los intereses del público. A ojos del mercado, un piquete feminista reclamando programaciones culturales progresistas tampoco difiere mucho de los codazos en el primer día de rebajas. Por eso mismo, la Fórmula 1 decidía a comienzos de 2018 prescindir de la figura de la azafata: su imagen resultaba de otro tiempo, estaba fuera de lugar. A propósito de historias como la debacle profesional de Spacey al hilo de las denuncias sobre su conducta inapropiada —conducta que, por lo demás, él mismo admitió—, lo cierto es que un actor nunca es solo un actor sino que también es una marca, y en el capitalismo ninguna firma quiere asociarse con una marca cuya reputación no genere cierto consenso. Por la misma razón por la que un banco nunca se anunciará con Valerie Solanas o Charles Manson: así son las reglas.
¡Salvad el arte!
Harvey Weinstein: acoso sexual. Kevin Spacey: acoso sexual. Bertrand Cantat: asesinato machista. Roman Polanski: violencia sexual. Charles Bukowski: violencia machista. Steven Seagal: acoso sexual. Michael Jackson: abuso sexual. Ted Hughes: violencia machista. Octavio Paz: violencia machista. Pablo Neruda: violación… Louis C. K.: acoso sexual…