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Robert Bly - Iron John: una nueva visión de la masculinidad

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Robert Bly Iron John: una nueva visión de la masculinidad
  • Libro:
    Iron John: una nueva visión de la masculinidad
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1990
  • Índice:
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Iron John: una nueva visión de la masculinidad: resumen, descripción y anotación

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EL CUENTO DE JUAN DE HIERRO

(1)

Érase una vez un rey que tenía un enorme bosque cerca de su castillo, donde vivían todo tipo de animales salvajes. Un día envió al bosque a un cazador para que le trajese un venado, pero el cazador no regresó. «Algo malo le debe de haber ocurrido», dijo el Rey, y al día siguiente mandó a dos cazadores a buscarle, pero éstos tampoco volvieron. Al tercer día, mandó a llamar a todos sus cazadores, y les dijo: «Registrad todo el bosque, y no volváis hasta haber encontrado a los tres».

Jamás volvió ninguno de esos cazadores, ni los perros que habían llevado consigo.

Desde entonces nadie se atrevió a internarse en el bosque, que quedó totalmente tranquilo y solitario. Sólo de vez en cuando se veía sobrevolar el bosque un águila o un halcón.

Esta situación duró años, hasta que un día apareció un cazador en busca de empleo que se ofreció a poner pie en el peligroso bosque.

Sin embargo, el Rey no quiso dar su consentimiento, diciendo: «Es un lugar peligroso. Tenso la sensación de que acabarás como los demás, y que nunca más se volverá a saber de ti». El cazador respondió: «Señor, soy consciente del riesgo, pero no sé lo que es el miedo».

El cazador se dirigió al bosque, llevándose a su perro. No había transcurrido mucho tiempo cuando el perro olfateó un animal y se puso a perseguirlo; apenas había dado unos cuantos pasos cuando topó con un profundo pantano y tuvo que detenerse. Un brazo desnudo salió del agua, lo cogió y lo arrastró hacia el fondo.

Al ver esto, el cazador volvió al castillo, tomó a tres hombres con cubos y empezaron a vaciar el pantano. Cuando llegaron al fondo, vieron tendido un Hombre Primitivo cuyo cuerpo era marrón como el hierro oxidado. Estaba cubierto de pelos de pies a cabeza. Le ataron con cuerdas y le llevaron al castillo.

En el castillo, la presencia del Hombre Primitivo produjo un gran revuelo. El Rey mandó encerrarle en una jaula de hierro que había colocado en el patio, y prohibió bajo pena de muerte que se abriese la puerta. Puso la llave en manos de la Reina. Hecho esto, la gente pudo volver con tranquilidad al bosque.

El Rey tenía un hijo de ocho años. Un día, jugando en el patio, su bola de oro rodó hasta el interior de la jaula. El muchacho corrió hasta ella y dijo: «Dame mi bola de oro». «Te la daré si me abres la puerta», contestó el hombre. «Oh, no —dijo el muchacho—, no lo puedo hacer, el Rey no me deja», y huyó corriendo. Al día siguiente, el muchacho volvió a acercarse y a pedir su bola. Dijo el Hombre Primitivo: «Si me abres la puerta», pero el muchacho se negó a hacerlo. Al tercer día, mientras el Rey estaba fuera cazando, el muchacho volvió a acercarse y dijo: «Aunque quisiera, no podría abrir la puerta pues no tengo la llave». El Hombre Primitivo dijo: «La llave está bajo la almohada de tu madre; puedes cogerla».

El muchacho, que ansiaba mucho recuperar su bola, olvidó cualquier reparo y fue a por la llave. La puerta se abrió con dificultad, y el muchacho se pilló un dedo. Una vez abierta, el Hombre Primitivo salió, le dio al muchacho la bola de oro y se alejó aprisa.

El muchacho sintió de pronto un gran miedo. Se fue tras él gritando: «¡Hombre Primitivo, si te vas me pegarán!». El Hombre Primitivo se volvió, lo subió a sus hombros y se dirigió con paso rápido al bosque.

Cuando volvió el Rey, reparó en la jaula vacía y preguntó a la Reina cómo había escapado el Hombre Primitivo. La Reina, que no sabía nada, fue a buscar la llave y no la encontró. Llamó al muchacho, pero no obtuvo respuesta. El Rey envió una partida de búsqueda al bosque, pero no encontraron al muchacho. No era difícil imaginar qué había pasado, y la corte se sumió en una gran tristeza.

(2)

Cuando el Hombre Primitivo alcanzó el corazón del bosque, bajó al muchacho de sus hombros y le dijo: «Nunca más verás a tu padre y a tu madre, pero yo te mantendré conmigo, pues me has liberado y me das lástima. Si haces lo que yo te diga, te irá bien. Tengo más oro y tesoros que nadie en este mundo».

Le hizo al muchacho un lecho de musgo, donde durmió, y a la mañana siguiente le llevó a una fuente. «¿Ves esta fuente de oro? Es clara y luminosa como el cristal. Siéntate aquí y presta atención para que no caiga nada en ella, de lo contrario quedará mancillada. Vendré todas las tardes a ver si has cumplido mis órdenes».

El muchacho se sentó al borde del pozo. De vez en cuando veía aparecer un pez de oro o una serpiente de oro, y se guardaba de que no cayera nada dentro. Sin embargo, estando allí sentado, le empezó a doler tanto el dedo que sin quererlo lo metió en el agua. Lo sacó en seguida, pero vio que se le había vuelto dorado y, por más que se esforzó en lavarlo, no obtuvo ningún resultado.

Por la tarde regresó Juan de Hierro y dijo: «¿Ha pasado hoy algo en el pozo?».

El muchacho escondió el dedo detrás de la espalda para evitar que lo viera y dijo: «Nada en absoluto».

«¡Has metido el dedo en el pozo! —dijo el Hombre Primitivo—. Por esta vez, pase, pero que no vuelva a ocurrir».

A la mañana siguiente, muy temprano, estaba otra vez sentado en el pozo, vigilando. El dedo le dolía aún y, al cabo de un rato, se lo llevó a la cabeza. Un pelo, ¡ay!, se desprendió de la cabeza y cayó en el pozo. Lo sacó rápidamente, pero ya se había vuelto de oro.

Al volver, Juan de Hierro ya sabía lo que había ocurrido: «Has dejado caer un pelo en el agua. Lo pasaré por alto esta vez, pero si ocurre una tercera vez, el pozo quedará mancillado, y no podrás seguir conmigo».

Al tercer día estaba sentado el muchacho en el pozo, decidido a no mover el dedo por mucho que le doliera. El tiempo pasaba lentamente, y empezó a mirar el reflejo de su rostro en la superficie del agua. Tuvo el deseo de mirarse directamente a los ojos y, para hacerlo, se inclinó más y más. De pronto, sus largos cabellos cayeron sobre su frente y al agua. Echó la cabeza hacia atrás pero todo su cabello era ya de oro y brillaba como el mismo sol. ¡El niño estaba asustado! Cogió un pañuelo y se cubrió la cabeza de modo que el Hombre Primitivo no se enterara de lo que había ocurrido. Pero, al volver a casa, Juan de Hierro lo supo de inmediato. «Quítate ese pañuelo de la cabeza», dijo. El pelo dorado cayó liberado sobre los hombros del muchacho, y el muchacho tuvo que guardar silencio.

«No puedes quedarte más tiempo porque no has superado la prueba. Vuelve al mundo y sabrás lo que es la pobreza. Sin embargo, puesto que no tienes mal corazón y te deseo lo mejor, te daré este regalo: cuando tengas problemas, acércate al límite del bosque y grita: «¡Juan de Hierro! ¡Juan de Hierro!». Vendré a ti y te ayudaré. Mi poder es grande, más grande de lo que crees, y poseo oro y plata en abundancia».

(3)

El hijo del Rey abandonó el bosque y recorrió caminos buenos y malos hasta que, por fin, llegó a una ciudad. Allí buscó trabajo, pero no pudo encontrar ninguno; no había aprendido ningún oficio con el que poder ganarse la vida. Al cabo de un tiempo, se dirigió al castillo y solicitó que le admitieran. La gente de la corte no sabía en qué menester podían utilizarlo, pero les cayó en gracia y le dijeron que se quedara. Por fin le tomó el cocinero a su servicio, y le dijo que se ocupara de la leña y del agua, y que barriera las cenizas.

(4)

Una vez, como no había ningún otro disponible, el cocinero ordenó al niño que llevara la comida a la mesa real, pero, puesto que el niño no quería que viesen su pelo de oro, se dejó puesto el sombrero. Nunca antes había ocurrido algo semejante en presencia del Rey, que dijo: «Cuando vengas a la mesa real, has de quitarte el sombrero». El niño respondió: «¡Ay, señor, no puedo! Tengo una costra en la cabeza». El Rey llamó al cocinero, le riñó, le preguntó por qué había tomado a un chico así a su servicio, y le ordenó que le despidiera y le echara del castillo.

Sin embargo, el cocinero se compadeció de él y lo cambió por el chico del jardinero.

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