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Jordan Shapiro - Cómo ser un padre feminista

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Jordan Shapiro Cómo ser un padre feminista
  • Libro:
    Cómo ser un padre feminista
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Cómo ser un padre feminista: resumen, descripción y anotación

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Hay cientos de libros sobre la crianza de hijos, y con razón – convertirse en padre es algo intimidante y difícil, que te cambia la vida-. Pero cuando se trata de libros sobre la identidad de género en ese proceso, más que sobre los aspectos prácticos de la crianza de niños, casi todos abordan el rol de la madre. Si lo que buscas es información sobre qué significa ser padre, probablemente te sorprenderá encontrar muy poca cosa en las estanterías de las librerías. Esta obra replantea la concepción de paternidad y masculinidad con el fin de criar seres humanos más empáticos y justos que aporten una nueva visión a la sociedad actual. Aquí descubriremos qué implica ser padre y cómo construir una identidad de padre más inclusiva. Una indagación ponderada y muy necesaria sobre la paternidad y la masculinidad en el siglo XXI, de la pluma del miembro senior del Sesame Workshop y reconocido experto en la crianza de hijos en la era digital, Jordan Shapiro.

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Cómo ser un padre feminista — leer online gratis el libro completo

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Agradecimientos

Preparar y escribir este libro ha sido una tarea mucho más laboriosa de lo que anticipaba. Tengo la suerte de haber contado con una excelente editora: Tracy Behar. Se ha encargado del proceso demostrando mucha paciencia (y a veces impaciencia). Cuando empecé a trabajar en este proyecto en verano de 2019, le dije a Tracy que necesitaba sentir la libertad de poder seguir el texto a los parajes más radicales y extremos a los que me conduciría, a la vez que esperaba que, cuando fuera preciso, me ayudara a reenfocarlo y a no perder el hilo. Fue necesario en múltiples ocasiones, y siempre confié en su criterio.

Gracias también a Jules, Jess, Ian, y todas las otras personas extraordinarias en la editorial Little, Brown que han apoyado mi trabajo. Bonnie Solow no solo es una fantástica agente literaria, sino también una gran amiga, confidente y consejera. Responde a todas mis maníacas llamadas telefónicas, recibe con calma mi paranoia, me anima cuando más lo necesito. Jazz Paquet leyó el manuscrito penúltimo de este libro; sus comentarios fueron tanto instructivos como alentadores.

Una noche –hace mucho tiempo–, cenando fuera, tuve con mi amigo Mac una conversación sobre sexo, género e identidad. Por entonces yo iba tan desencaminado… Desde entonces he estado intentando entender esa mirada de desdén, menosprecio e incredulidad que me dirigió; creo que ahora finalmente la comprendo.

George Papandreou me demuestra consistentemente que las nociones tradicionales del poder del macho alfa no son prerrequisitos para un liderazgo potente. Además, los recuerdos personales que compartió conmigo sobre sus experiencias trabajando con Paulo Freire me dieron entusiasmo necesario para plantear la conciencia crítica como una de las bases de este libro.

Michael Stipe ha sido un amigo, un ejemplo a seguir y una fuente de inspiración durante por lo menos dos décadas; dudo que hubiera escrito este libro de esta manera sin su influencia en mi vida.

Una discusión que mantuve con Ben Lee en los albores del proceso de escritura me ayudó a entender que era imperativo que deconstruyera el esencialismo de género jungiano en este libro. Muchas conversaciones con Roxanne Partridge –especialmente un debate bien entrada la noche en Aletis House sobre la naturaleza del patriarcado– han influenciado varias de las ideas que he planteado en las páginas anteriores. Robert Granat es un defensor de la inclusividad rigurosa con una conducta particularmente cínica, razón por la cual fue un excelente interlocutor mientras lidiaba con algunas decisiones editoriales difíciles. Frankie Tartaglia me dijo que los libros con cubiertas amarillas reciben la mayor atención. Jen Boulden no dejó de gritarme hasta que encontrara un subtítulo que le pareciera correcto. Meghan McDermott siempre está cuestionando, apoyando y aplaudiendo mis ideas. Cuando Mary Watkins me introdujo en la psicología de la comunión y la liberación, no pensé que pudiera suscitar mi interés, pero ha perfilado todo mi trabajo desde entonces. Ed Casey me enseñó cómo las herramientas de la fenomenología pueden utilizarse para tratar problemas sociales y políticos comunes.

Quisiera agradecer a todos los estudiantes con los que he compartido aulas en la Universidad de Temple; derriban consistentemente mis expectativas y presunciones, forzándome a reformular mi pensamiento de formas más equitativas y exhaustivas. Ruth Ost y el resto del profesorado de la Universidad de Temple me saludaron prácticamente todas las mañanas (antes del COVID-19), sin nunca quejarse de que había ocupado un escritorio en su espacio; escribí la propuesta original para este libro en esa mesa. Douglas Greenfield, Dustin Kidd, Emily Carlin, y todos mis colegas en el Programa de Herencia Intelectual siguen siendo una comunidad valiosa y vertebradora.

Mamá, Papá, Jessica, Courtney, el hijo sabio, y el hijo listo –así como mis sobrinos y sobrinas– son la mejor familia que alguien podría tener. Me siento afortunado.

Mis hijos e hijastros se merecen todas las recompensas del mundo por haber aguantado mi estrés y ansiedad a medida que se acercaba la fecha de entrega de este libro, pero no les daré ninguna porque siguen olvidándose de meter sus platos en el lavavajillas.

Amanda lo es todo.

Primera parte En el nombre del padre

JUEVES, 6:15 A.M.: Estoy mirando por las ventanas de nuestro piso de tres habitaciones, en un undécimo piso. El alba ilumina el horizonte de Filadelfia, y hago una foto para Instagram. #Dedosrosados #Epítetoshoméricos #Philly.

Llegó la hora de empezar a gritar a mis hijos. ¡Levantaos de la cama! ¡Cepillaos los dientes! ¡Poneos los zapatos! ¡Haced la mochila! Enciendo las lámparas de su habitación –luminosas, drásticas, contundentes–. La luz disuelve las sombras, y mis hijos se esfuerzan para mantener los ojos cerrados, resistiéndose a la iluminación como los prisioneros liberados de la caverna de Platón. Marcho por el pasillo hasta llegar a la cocina.

Necesito café –un expreso doble– mientras escucho las noticias.

Veinte minutos después: ya tengo mi dosis de cafeína. He repasado la lección sobre la Antigua Grecia y los orígenes de la filosofía que impartiré a mis estudiantes de la Universidad de Temple a media mañana, pero mis hijos todavía están sepultados bajo las sábanas.

«¿Por qué creéis que os he comprado smartphones?», grito, «¿Solo para que miréis YouTube? Aprended a poner la alarma…, si no, os desactivaré el plan de datos». ¡Puaj! Es el peor tono de voz que tenía mi propio padre, y está saliendo de mi boca –involuntaria y amargamente, tan rancio como un vómito.

«¿De verdad creéis que quiero empezar el día pegando gritos?», pregunto con una entonación fingida, mientras mi enfado irracional va en aumento, como si todo fuera su culpa. No lo es, por supuesto. Simplemente me resulta frustrante encontrarme escuchando la banda sonora de mi adolescencia, y no me gusta sentirme atrapado en un algoritmo cíclico, una fórmula intergeneracional de drama doméstico. Me fastidia lo trágico que es tener que interpretar un papel como si fuera un autómata, recitando de manera mecánica un guion, especialmente teniendo en cuenta que no lo escribí yo. Me abotono un pantalón azul, paso un cinturón por sus presillas y me miro en el espejo para ver si esta camisa revela mi barriga de mediana edad, que cada vez es más notable. Lo hace. Decido ponerme un color más oscuro, que me haga parecer más delgado.

Me estoy peinando la barba y recuerdo a Ram Dass, un maestro espiritual y gurú hippie de la generación de mi padre. En una ocasión dijo: «Si crees que has alcanzado la luz, ve a pasar una semana con tu familia». Hacía referencia a cómo los viejos patrones desencadenan respuestas y reacciones emocionales poco meditadas. Creo que todos nos podemos identificar con esto. El drama familiar puede parecer tan insoslayable, encapsulado y recurrente como un rollo de pianola. Esta es la verdadera razón por la cual la rutina matinal me quema tanto. Me despoja de poder. Pone en evidencia mi propia falta de autonomía. El enojo que siento hacia mis hijos se enciende de forma proporcional a la decepción que siento de mí mismo. Percibo la disonancia de mi propia vulnerabilidad emocional, y hago exactamente lo mismo que presupongo que hizo siempre mi padre –y tantos otros hombres antes de él–. Saco bola y ostento la poca autoridad de la que puedo alardear.

¡Si no puedo controlar mis propias acciones, intentaré controlar las vuestras…, eso que os quede bien claro!

Ladro hasta que me duele la garganta. Pastoreo a mis chicos hasta esa situación incómoda en que todos nos estamos de pie en el recibidor de la casa con las chaquetas puestas, las mochilas colgando de nuestras espaldas, poniéndonos los guantes. Estamos listos para empezar el día, pero por alguna razón nos detenemos a respirar unos segundos antes de girar el pomo de la puerta. Daría la impresión de que los tres hemos estado representando una especie de drama primordial improvisado.

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