Federico Adler
Bueno, eso va bien, dije yo para mí así que me enteré del atentado contra el conde de Stürgkh. Y no me alegra más porque haya sido en Austria, y no me alegra menos. Yo lo estaba esperando un homenaje así a la tiranía en cualquiera nación de las que luchan, del comenzar la guerra. Ya empezaba a aburrirme y a dudar. Y no por un afán de violencia, que nunca lo he sentido abiertamente, sino porque se ha visto en todo tiempo que cuando los gobiernos asesinan al pueblo, siempre hay quien se levanta a tomarse justicia. Tengo muy poca fe en las gestas de sangre —yo no creo que el mundo se liberte por esta brega odiosa de los imperialismos— pero estoy convencido de que de un atentado personal, si el honrado agresor encarna en forma clara o vagamente el sentir de la masa, se puede conseguir más provechoso fruto que aquel que da el motín en la inconsciencia. Esta vez el delito se hacía imprescindible como el pan; se hace imprescindible como el pan en toda Europa en armas.
¿Es que hubiese perdido la humanidad acaso si al buitre de Austerlitz lo llega a apuñalar uno de sus soldados? Bien se puede jurar de que Napoleón hizo matar a miles de hombres más libres que él, de hombres menos canallas. Y eso que de su tropa, lo ha dicho Flammarión, no había un solo ente que no ansiase el bastón de mariscal. Entre los germanófilos ¿quién no quiere la muerte de Joffre o de Douglas? ¿Quién no quiere la muerte de Hindenburg o Mackensen entre los aliadófilos? Solo que nadie ve de losados bandos que el mal no está en la casa del vecino, sino en la suya propia. A la muerte de Stürjjkh, hasta en la misma prensa austríaca y alemana se ha dado una importancia relativa. Y es que si se le da la que merece, la que tiene en verdad, acabaría pronto la matanza. Eso no les conviene a los que la dirigen y a los que son culpables.
Pero la trascendencia no está en el hecho solo: está la trascendencia en el ejecutor, un socialista. A excepción de Liebknecht, que ya supo mostrarse un camarada digno desde el primer momento, nadie había tomado la palabra por la Internacional. O la habían tomado en contra de ella. Sembat, Guesde, Thomas, sobre todo este último, han vendido su honor de socialistas (atienda Fabra Ribas), por la infame cartera de ministro. Y en Inglaterra igual, y en Alemania igual, en todas partes. Los que no son ministros suben los ministerios y las cancillerías, tienen complicidad. Es Federico Adler, el primer militante de la Internacional.
Las primeras noticias de su acción eran algo confusas: se trataba de un loco, de un fanático. Luego, de un brazo armado por el pangermanismo, al cual Stürgkh sobraba. Hasta que conocimos la verdad. Y la verdad es esta: Que Federico Adler, uno de los más prestigiosos directores del Socialismo en Austria (representó a su padre, leader, en la conferencia internacional de Bruselas, en julio del catorce), no es un mozo exaltado ni un orate; es una mente sana y un sereno juicio como nunca lo tuvo ese viejo chacroso de Francisco-José que rigió los destinos de la pobre nación. Ni siquiera un misántropo. Luchador y rebelde, era redactor-jefe del periódico El Pueblo, que suspendió el gobierno imperial. Después fundó El Combate, de dura y violenta oposición. No profesa tendencia por religión alguna, lo cual es de gran mérito cuando todo respira hipocresía, y ha sido Secretario en el partido. No creo que se adquiera más personalidad en una comunión donde nadie es idólatra de nadie. Pues él es quien no ha hecho claudicación ni tregua vergonzosa.
¿Por qué no ha de creerse que ha salido nuestro héroe de las reuniones de Kienthal? A ellas también fueron Accambray, Raffin-Dugens, Jean Bon y Brizon, que son los que han votado contra el último empréstito francés y en favor de la paz. Se acordó allí sin duda que cada cual cumpliese con su deber socialista y cada cual lo cumple.
De Federico Adler ha hecho también elogio Bissolati. Pero ese Bissolati es un cínico audaz. Aceptó una cartera, colabora en la obra de Víctor Manuel, y es tanta desvergüenza la que tiene que se hace apologista del que nunca ha cesado en la lucha de clases. Tengo el presentimiento de que si ese señor no es llamado a capítulo, si quedan socialistas en Italia acabará arrastrado por las calles. Al matador de Stürgkh no lo pueden mentar sino los buenos. Por eso no lo ha hecho Edmond Laskine, quien desde Le Matin escribe adoquinadas contra los que lo somos.
Puede que el Presidente no fuera un hombre malo por entero; mas la protesta en Austria era imposible, sigue siendo imposible. La censura es terrible, la policía es bárbara e imbécil. Adler tomó el revólver por ver si le seguía todo un pueblo, por ver si le seguía toda Europa.
En la horca infamante, dará fin un verdugo a una vida de amor y de nobleza. Si cometió pecado fue el siguiente: por la paz inmediata y por la Internacional, hasta morir.
Descubrámonos todos, los buenos y los malos compañeros. Por la Humanidad libre los primeros, los otros por honor o por deber.
La nueva aurora
Hay pueblos que son la libertad: Francia; hay pueblos que son la seriedad y son la intuición: Inglaterra, Alemania; hay pueblos que son la verdadera democracia: el Estado federal de la gran Unión; hay pueblos que solo son una afrenta, que solo son un pecado, que solo son un estorbo: España. De todos estos pueblos, el más lejano y el más cercano a su emancipación, siempre es aquel que más estorba y vive en villanía y hace bajar la cara de vergüenza. Pero acaso algún día un hijo de ramera pueda ser el más digno de la tierra. Francia puede acabar ametrallando a sus bravos cachorros —alguna vez lo ha hecho— y quedar nada más por sus bellos heroísmos y por sus rebeldías, como un divino símbolo: un símbolo tan solo. La seriedad inglesa, la intuición alemana, se pueden convertir en especulación comercial, en egoísmo infame, en un imperialismo de asesinos. Hasta la verdadera Democracia puede cambiar su ruta y falsear su fin y convertirse pronto en salteadora vil de caminos reales y de tantos por ciento. Pero un pueblo que estorba es porque se ha tumbado en el camino —el que se pone a un lado, el eunuco, no estorba— y éste ha de incorporarse o hay que echarle de en medio. Rusia también fue un pueblo que estorbó en el camino. Napoleón un día dijo así, hablando de la Rusia de los zares:
—«Dentro de cincuenta años, Europa, será republicana o será autócrata».
Fue esta la profecía del despecho. Napoleón manchaba con su baba los pueblos que no pudo doblegar. Aquellos que vencía llegaba a libertarlos el espíritu nuevo de la Revolución, pero a él no interesaba si no el bruto dominio. Napoleón, sin embargo, se debía aceptar porque era la Francia que llegaba. Rusia fue un tal estorbo, que lo fue más que España lo es ahora: España pegó al Corso pero Rusia vencióle. Lo hizo retirar sin levantar el brazo, por temor de su brazo. Rusia fue un tal estorbo, que el siglo XIX constantemente estuvo en la amenaza de que fuese un presidio siberiano toda la Europa viva. Y no obstante, ahora Rusia es el pueblo más alto entre todos los pueblos.
España es la nación que no puede tener ni voz ni voto en esta hora sangrienta. Porque no ha conquistado voz ni voto, porque aún sigue tumbada en el camino. España es la nación que hay que quitar de en medio si no quiere avisparse, incorporarse. Y España es la nación que, como Rusia, es la gran esperanza a pesar de sus males.
Esta es la hora suprema bolcheviki, esta es la verdadera aurora roja que avanza, crece y entierra todas las opresiones como el simún avanza, entierra y crece. España es la nación que está más cerca y la que está más lejos de su emancipación. Pero ahora se masca en el ambiente que ya no solo hay miedo, cobardía moral, sino que también hay un deseo de lucha para que todo se hunda o se engrandezca todo. Como una nueva Era deseada y amada que no puede salir sino del caos, España es el teorema-social de esta hora presente. Porque la hora presente es la hora que el mundo, todo el mundo, subvierte los valores. Y España que ya ha vivido alejada de Europa, sin arte, sin oficio, sin civilización, no podría esta vez, por su flaqueza misma, aguantar tanto peso, permanecer más tiempo estorbando a los que andan.