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ABRACADABRA
EDUARDO GALEANO
He aquí una prueba de que los grandes medios masivos de comunicación de los Estados Unidos no son tan omnipotentes como creen que son. Según ellos, Noam Chomsky no existe. Pero este fantasma tiene una enorme influencia sobre el mundo entero y su voz, su contravoz, se las arregla para llegar, también, a los jóvenes de su país, a pesar de la censura que quiere reducirlo al silencio.
Está condenado por hereje. Él comete el pecado de creer en la libertad de expresión. Quienes detentan la propiedad privada de la libertad de expresión, y la reducen a libertad de presión, le niegan el derecho a la palabra. Y así, lo elogian. Éste no es un intelectual domesticado, uno más entre los muchos del rebaño: con toda la energía de su razón, esta peligrosa oveja negra denuncia la sinrazón dominante, y desenmascara las hipocresías del poder que en nombre de la Democracia practica el matonismo universal.
Sospecho que Chomsky conoce la llave que abre las puertas prohibidas. Ha de saberlo por ser sabio en lingüística. Abracadabra, la mágica fórmula que se usa en el mundo entero, proviene de la lengua hebrea, abreq ad habra, y significa: “Envía tu fuego hasta el final.”
INTRODUCCIÓN
PETER HART
Hay muchísimas maneras de estudiar los medios de comunicación de masas: comparar lo que se informa con lo que se omite o se sepulta en las últimas páginas, o analizar las fuentes y expertos que dominan los comentarios sobre acontecimientos importantes. Esa clase de trabajo contribuye a medir la distancia que hay entre la retórica de los ejecutivos de los medios y los grandes gurús, y lo que aparece en la página impresa o en la pantalla del televisor. Esa brecha entre los valores que los jerarcas de los medios corporativos dicen defender—una prensa sólida, escéptica y controversial—y el producto que venden, suele ser considerable, pero al parecer en los círculos de élite cuenta más rendirle un tributo verbal a los principios más apreciados de la libertad de expresión que vivir realmente de acuerdo con ellos.
Nada de raro tiene que en las secciones de comentarios de los periódicos pase lo mismo. Se repite hasta la náusea el compromiso de hacer llegar a los lectores un debate sin ataduras: “una gran variedad de voces y perspectivas”, afirma un periódico; “una diversidad de opiniones que estimulen y promuevan el pensamiento de los lectores”, dice otro. Un artículo académico describió la sección como un lugar “en el cual puede surgir, libre de ataduras, el discurso público, por mediación de un editor”. El New York Times aspiraba a que fuese una página que “reflejase los grandes debates sociales, culturales y políticos del momento”.
La mayoría de las páginas de columnas de opinión distan mucho de alcanzar tan elevados objetivos, aunque la definición de su misión del Times se acerca a la descripción de lo que realmente ocurre. En los periódicos de élite—los de mayor circulación, que ejercen más influencia sobre los poderosos (primordialmente el Los Angeles Times, el Washington Post y el New York Times—la página de opinión representa un lugar más en el cual se delinean con claridad los parámetros del debate aceptable. Lo que puede publicarse de manera regular está, obviamente, dentro de sus límites, y las ideas que nunca o casi nunca aparecen desde luego no lo están. Por eso el Times puede decir sin exagerar que su página, y muchas otras similares, “refleja” cierto tipo de debate público: el que toleran las élites de las clases políticas y los intereses corporativos. El debate que tiene lugar en el Washington oficial puede no parecerse demasiado al debate público real sobre cuestiones de importancia, pero es el que supuestamente cuenta y, por lo tanto, es el que aparece en el periódico. El campo relacionado de los gurús de la televisión—ese puñado de periodistas y comentaristas que se ganan la vida brindando medulosas parrafadas sobre casi cualquier cosa—padece, y no por casualidad, del mismo espectro muy limitado, y con frecuencia cuenta con las mismas personas para dar opinión y hacer análisis.
La página de artículos de opinión y la columna sindicada no son características especialmente nuevas de los medios de comunicación de masas, aunque su historia precisa es bastante oscura. El New York Times se atribuye el crédito de haber creado el formato, hoy tan familiar, en 1970: una página pareada con los editoriales del periódico, que incluye mayormente artículos redactados por autores ajenos al mismo. Como suele ocurrir en el mundo del periodismo de élite, otros grandes periódicos siguieron el ejemplo del Times y la página se volvió relativamente común en todo el país.
Si bien podemos considerar responsable al Times de haber hecho más popular el formato, parece poco probable que el periódico, como supone humildemente, hubiese “dado a luz una nueva criatura llamada página de opinión”. (Así la definió el propio Times en 1990, bajo el modesto encabezado de “Todas las opiniones apropiadas para imprimirse”.) Los especialistas David Croteau y Bill Hoynes, en la revista Extra! (junio de 1992), de la organización Justicia y Exactitud en la Información (FAIR, “Justo”, por sus siglas en inglés), señalaron que las columnas políticas y económicas sindicadas aparecían ya en los años veinte; otro estudio descubrió que periódicos de todo el país afirman que sus respectivas secciones de opinión son anteriores a la del Times.
Pero más importante que quién “parió” el formato es qué hicieron con él. Claro que un debate libre y amplio suena muy bien, pero eso no es lo que aparecía en el Times. El ex columnista de este periódico Anthony Lewis, por ejemplo, explicó en una ocasión que la página era claramente hija del Times, amistosa con el establishment, y que la idea de que él representaba un punto de vista de izquierda progresista que pudiese contrabalancear opiniones como las de William Safire era absurda. Cuando Ben Bagdikian hizo una prospección de las páginas de opinión, a mediados de los sesenta, observó que la afirmación de los editores en el sentido de que buscaban mantener una gran gama ideológica de columnistas no cuadraba muy bien con el hecho de que los periódicos tenían “una preponderancia de columnistas conservadores”.
Al examinar el terreno, casi treinta años después, Croteau y Hoynes encontraron un sesgo similar hacia la derecha en la distribución de los columnistas políticos. De los siete con mayor circulación, cuatro eran conservadores bien conocidos (George Will, James Kilpatrick, William Safire y William F. Buckley). Redondeaban la decena el reportero político de centro David Broder y el columnista Mike Royko, con Ellen Goodman como única liberal. Los dos investigadores llegaron a la conclusión de que “Los columnistas más ampliamente distribuidos del momento siguen transmitiendo mensajes que se hacen eco de la derecha, y aún no hay una presentación coherente del ‘otro punto de vista’.”
Unos diez años más tarde otra revisión llevada a cabo por FAIR encontró prácticamente lo mismo; el espectro ideológico casi no se había modificado, pero algunos nombres habían cambiado de lugar. Los archiconservadores James Dobson y Cal Thomas encabezaban la lista (lo que se calculó por el número de periódicos que incluían su columna), y sus compañeros conservadores Robert Novak y George Will los seguían de cerca.
Desde luego siempre ha habido algunas excepciones a la regla. Hasta su muerte, a principios de 2007, la progresista populista Molly Ivins, por ejemplo, se publicaba en más de trescientos periódicos. Pero en términos generales las páginas de opinión de los diarios son un espacio más del universo de las corporaciones mediáticas en el que dominan las voces de la derecha, y el debate general abarca desde la extrema derecha hasta el centro, pese a las excepciones ocasionales.