Feminismos
Consejo asesor:
Paloma Alcalá: Profesora de enseñanza media
Ester Barberá: Universitat de Valencia
Cecilia Castaño: Universidad Complutense de Madrid
M.ª Ángeles Durán: CSIC
Ana de Miguel: Universidad Rey Juan Carlos
Alicia Miyares: Profesora de enseñanza media
Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universitat de Barcelona
Verónica Perales: Universidad de Murcia
Concha Roldán: CSIC
Verena Stolcke: Universitat Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: UNED
Dirección y coordinación: Alicia Puleo, Universidad de Valladolid
Panorama y propósitos. A modo de introducción
Ningún pensamiento se fragua en el vacío. Ningún pensamiento proviene de la nada. Todo lo que puede ser pensado está dentro de una red de otros pensamientos que, por una interlocución afín o por una interlocución contraria, lo cruza y lo hace ser, antes que origen, producto. Este libro es, por tanto, producto que no se puede entender sin las claves de sus fermentos teóricos. Y estos están indudablemente en el magisterio y la formación que he tenido el privilegio de recibir de la filósofa Celia Amorós.
Hablar de este privilegio es recordar los años de formación en el Seminario Permanente de Feminismo e Ilustración, que Celia Amorós dirigió durante una década, desde el año 1988, en la Universidad Complutense de Madrid y que se reunía puntualmente los jueves en la Facultad de Filosofía. En ese seminario se pusieron en pie los rastros de la genealogía feminista en sus textos desde el siglo XVIII. Y también se releía la tradición filosófica desde la mirada crítico-feminista, que se ejercía con rigor sobre los más venerables filósofos y sus poco ilustrados discursos sobre la relación entre los sexos.
Ese seminario fue el germen de un sólido núcleo de investigadoras que hoy por hoy siguen trabajando en lo que Celia Amorós ha denominado el feminismo filosófico. Quiero recordar aquí a estas compañeras que tanto aportaron a mi formación intelectual y con las que se entretejió una complicidad teórica y práctica que ha marcado mi rumbo crítico-feminista. Allí estaban Alicia Puleo, Ana de Miguel, Rosa Cobo, Concha Roldán, Ángeles Jiménez Perona, Raquel Osborne, Cristina Molina Petit, María Luisa Pérez Cavana, Teresa López Pardina, Amalia González, Stella Villarmea, Soledad Murillo y Oliva Blanco, entre otras. También participaron en múltiples ocasiones filósofas que no residían en Madrid y nos aportaron sus muy enriquecedoras reflexiones, como María Luisa Femenías, Maria-Xosé Agra, Neus Campillo o la investigadora Eulalia Pérez Sedeño, invitada en varias ocasiones a nuestro seminario. Este seminario de Feminismo e Ilustración se enriqueció también en más de una ocasión con las brillantes aportaciones de la filósofa Amelia Valcárcel. Y, a partir del mismo, en el transcurso de otros espacios de formación e investigación, propiciados por Celia Amorós —como el curso de Historia de la Teoría Feminista (hoy dirigido por Ana de Miguel) o los varios proyectos de investigación—, tuve contacto intelectual con otras investigadoras, que no quiero dejar de mencionar, como Alicia Miyares, Rosalía Romero, Rosa María Rodríguez Magda, María José Guerra y Emilce Dio Bleichmar. Todos estos nombres van asociados a esa red de pensamiento que, como decía, es en la que se teje el pensar propio. Y recordarlos aquí quiere ser un acto de reconocimiento, de gratitud, pero también de pertenencia.
La revisión crítico-feminista de la Ilustración nos devolvió las voces del feminismo ilustrado, como Poulain de la Barre, Olimpia de Gouges o Mary Wollstonecraft. Pero también nos hizo ver en los pensadores canónicos ilustrados, y en sus antecedentes y consecuentes, cómo en el espejo del pensamiento y de la cultura no se refleja todo. Es más, cómo se distorsiona. O, como lo dice la filósofa Amelia Valcárcel, cómo «en cualquier tensión nosotros-ellos late un “vosotras” que no se menciona. Sobre él pesan todos los onerosos mandamientos del agrado, extremar la diferencia incluido».
La formación que he referido me permitió entender cómo la tradición de pensamiento es un espejo donde lo femenino, cuando aparece, refleja una suerte de identidad homogénea e indiscernible, que todas las mujeres compartiríamos en tanto que mujeres. De nuevo con Celia Amorós cabe decir que los discursos dominantes, en sus diferentes manifestaciones históricas, no han hecho sino «presentar los mismos perros con otro collar» cuando se trata de conceptualizar a las mujeres. Conceptualizadas para su exclusión del ámbito público, del ámbito de los derechos, se las ha pensado como domésticas, ligadas al orden privado, carentes de capacidad para la abstracción, pasivas y sensibles, determinadas para el cuidado y, por supuesto, sometidas al varón. Se las ha pensado, en fin, idénticas, entendiendo que
hablamos de identidad cuando nos referimos a un conjunto de términos indiscernibles que comparten una predicación común. Entonces cuando se dice que «todos los indígenas son perezosos», o que «todas las mujeres son emotivas», o cosas similares, estamos afirmando que todos los sujetos subsumidos en esa predicación son idénticos, y por tanto, indiscernibles bajo esa predicación común.
Decir que esa identidad ha presidido la mayor parte de los discursos de nuestra tradición, no solo filosófica, sobre la feminidad no es, desde luego, decir nada nuevo. Lo que ya puede resultar menos obvio es preguntarse si, y hasta qué punto, esa feminidad es pensada en claves similares en los discursos contemporáneos. Es decir, si sigue siendo la misma imagen la que hay en el espejo. Y no parece descabellado pensar que sea así si coincidimos en que, como lo ha expresado la filósofa Alicia Puleo, «originados en la conciencia mítica, los conceptos de masculino y femenino, hombre y mujer, viajan casi intactos a través del tiempo y de los distintos movimientos filosóficos que los emplean una y otra vez sin revisarlos».
Mi objetivo en este libro ha sido encarar algunos discursos contemporáneos sobre la feminidad y detectar cuánto resta en ellos de la visión más tradicional. Pensar hoy la feminidad equivale a pensar un conjunto de características que se suelen atribuir a las mujeres y que, contrapuestas a las características atribuidas a los hombres, involucran tanto lo físico como lo psíquico e incluso lo moral. No deja de resultar llamativo que en nuestra contemporaneidad todavía muchos pensadores y pensadoras se dediquen a desvelar qué sea eso de «lo femenino» como realidad sustantiva que existiría más allá de las diferencias individuales y subjetivas.
Si hablamos de una identidad de género, la femenina, habrá que dotarla de contenido y esto es algo que solo cabe hacer por contrariedad con el paradigma sexual dominante, esto es, el masculino. Sabemos así que las mujeres, como decía, han venido definiéndose en la tradición como lo relacionado con la vida íntima antes que pública, lo asociado más al sentimiento que a la razón, o lo ligado más al cuidado del otro que al desarrollo individualizante de sí. Porque,
en efecto, las mujeres tenemos valores, roles, lugares precisos y subordinados en la estratificación social y la sociedad tiene unas expectativas tan exigentes sobre las mujeres y unas herramientas tan poderosas para que las cumplan, desde el ridículo hasta la violencia, que han constituido una especie de naturaleza social que comparten muchas de ellas.
Pero lo que llama poderosamente la atención es que estas características no han desaparecido, y ni siquiera parecen haber disminuido sustancialmente, en el imaginario de nuestro mundo contemporáneo. Sin duda, cabe afirmar que «llega tan lejos esta manía de caracterizar qué sea o en qué consista “lo mujer” que acaba por romper con la propia continuidad de la especie dentro de sí».
Nuestro presente inmediato ha estado marcado por el llamado pensamiento posmoderno, en las últimas décadas del siglo pasado, que ha impuesto la sospecha de toda identidad y ha afirmado su posibilidad de desestabilización (incluidas las identidades de género, masculina y femenina). Definir qué sea la filosofía de la posmodernidad es entrar en un terreno proceloso y arriesgado, pero a grandes rasgos puede decirse que esa filosofía trata de deconstruir los discursos y los parámetros de la modernidad, desestabilizando la idea de un sujeto fuerte y constituyente del poder y del discurso, para entender, por el contrario, que el sujeto es constituido por el poder y el discurso: la posmodernidad, en fin, hará del sujeto «función o efecto de fuerzas impersonales que inducen en él la conciencia ilusoria de ejercer un papel rector cuando en realidad no hace sino estar sujeto a regímenes que se han constituido sin su intervención y que le constituyen». Sin embargo, y a pesar de la voluntad posmoderna de ruptura con todo esencialismo identitario, resulta paradójico que lo femenino se siga alzando como una presencia que no parece llamada a disolverse como pura fantasmagoría, como una presencia circunscrita y adscrita, en fin, a los límites de una esencia natural, que, como ya lo dijera Hegel, queda fuera del más elevado reino de la reflexión y la cultura.