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Barbara W. Tuchman - Un espejo lejano

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Barbara W. Tuchman Un espejo lejano

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AGRADECIMIENTOS

Deseo expresar mi agradecimiento a cuantos, de una manera u otra, me ayudaron a escribir este libro: a Maître Henri Crepin, primer teniente de alcalde de Coucy-le-Château y presidente de la Asociación para la Restauración del Castillo de Coucy y sus alrededores, por su hospitalidad y su guía; a mi editor Robert Gottlieb por su entusiasmo y fe en mi obra, así como sus juiciosas indicaciones críticas; a mi hija Alma Tuchman por su colaboración esencial, a mi amiga Katrina Romney por su constante interés, y a ambas por las sagaces sugerencias que hicieron durante la lectura del original. Por la ayuda que me prestaron en las intrincadas cuestiones medievales, estoy especialmente en deuda con los profesores Elizabeth A. R. Brown y John Henneman; con el profesor Howard Garey por aclararme problemas del francés de la Edad Media, y con el señor Richard Famiglietti, que puso a mi disposición su familiaridad con las fuentes del período tratado. Por sus consejos, orientaciones, traducciones y respuestas a consultas, debo manifestar mi agradecimiento a los profesores John Benton, Giles Constable, Eugene Cox, J. N. Hillgarth, Harry A. Miskimin, Lynn White, señora Phyllis W. G. Gordan y John Plummer de la Biblioteca Morgan; en Francia, a los profesores Robert Fossier de la Sorbona, Raymond Cazelles de Chantilly, Philippe Wolff de Toulouse, señora Thérèse d’Alveney de la Biblioteca Nacional, señor Yves Metman de los Archivos Nacionales (Bureaux des Sceaux), señor Georges Dumas de los Archivos del Aisne, y señor Depouilly del Museo de Soissons; al profesor Irwin Saunders por haberme presentado al Instituto de Estudios Balcánicos de Sofía, y a las profesoras Topkova-Zaimova e Isabel Todorova de dicho Instituto por asistirme en mi visita a Nicópolis; a la Biblioteca Widener de Harvard y la Biblioteca Sterling de Yale por las facilidades que me concedieron en el préstamo de libros, y a los serviciales y bien informados empleados de la Biblioteca Pública de Nueva York por su ayuda en muchos aspectos. Siento igual gratitud por muchísimas otras personas que intervinieron brevemente para auxiliarme durante mi viaje de siete años.

Pues la humanidad es siempre la misma y nada se pierde en la naturaleza, aunque todo se modifica.

JOHN DRYDEN. Sobre los personajes de los «Cuentos de Canterbury», en el prólogo a Fábulas, antiguas y modernas.

EPÍLOGO En los cincuenta años siguientes las fuerzas del siglo XIV se - photo 1
EPÍLOGO

En los cincuenta años siguientes, las fuerzas del siglo XIV se extinguieron, algunas de modo exagerado, como los defectos de los ancianos. La Peste Negra, tras su penosa intervención en el último año del siglo, desapareció. En cambio, la guerra y el bandolerismo se renovaron, el culto de la muerte se hizo extremoso y la lucha por terminar el cisma y reformar los abusos de la Iglesia llegó a ser desesperada. El despoblamiento alcanzó el apogeo en una sociedad agotada física y moralmente.

En Francia, Juan de Nevers, que sucedió a su padre en el ducado de Borgoña en 1404, se convirtió en asesino y desencadenó una secuela de males. En 1407 contrató a una partida de malhechores para que asesinasen a su rival, Louis de Orléans, en las calles parisienses. Éste, volviendo de noche a su morada, fue asaltado por los matachines pagados, quienes le amputaron la mano izquierda con que sostenía las bridas, le arrancaron de la mula, le dieron muerte con espadas, hachas y porras, y le abandonaron en el arroyo, mientras huía la gente de su escolta montada, que nunca, al parecer, fue útil en casos semejantes.

Protegido del castigo por su poder ducal, Juan Sin Miedo defendió en público su acción por medio de un portavoz como tiranicidio justificado, acusando a Louis de vicio, corrupción, brujería y una lista interminable de villanías generales y particulares. Como la víctima se confundía en el pensar popular con la prodigalidad y el desenfreno cortesanos, y sus inagotables exigencias de dinero, Juan de Borgoña consiguió presentarse como campeón del pueblo en la percepción del último tributo que exigió el gobierno. En el vacío que dejaba el rey demente, el duque sació la necesidad popular de un amigo y protector real.

Los odios mortales y el conflicto implacable entre borgoñones y orleanistas consumieron a Francia durante los treinta años que siguieron. Se formaron grupos regionales y políticos alrededor de los antagonistas, y las compañías de bandidos, alquiladas por los dos bandos, reaparecieron, dejando rastros humeantes de pillaje y homicidio. Cada facción enarboló la oriflama contra la otra, ganó y perdió el dominio del soberano y la capital, y multiplicaron los impuestos. Se desordenaron las estructuras administrativas, se abusó de las finanzas y la justicia, los cargos se compraron y vendieron, y el Parlamento se transformó en mercado de la corrupción. El reino, declaró un manifiesto orleanista, estaba hundido en el crimen y el pecado, y se blasfemaba en todas partes, «incluso los clérigos y los niños».

La clase media se alzó para llevar a cabo el esfuerzo de expulsar a los magistrados corrompidos y establecer un buen gobierno, que había realizado Étienne Marcel medio siglo antes, y con éxito similar. Impaciente de lograr resultados inmediatos, una turba de carniceros, pellejeros y curtidores de París, llamados cabochianos, del nombre de su jefe Caboche, se levantó con fiereza y reprodujo con mayor brutalidad la revuelta de los maillotins. Fue inevitable la reacción burguesa contra ellos: se abrió las puertas al partido orleanista, que suprimió a los insurgentes, repuso a los magistrados venales, anuló las reformas y persiguió a los reformadores. Juan de Borgoña, que se había retirado prudentemente durante el nublado, fue declarado rebelde; pero, siguiendo los pasos de Carlos de Navarra, se alió a los ingleses.

Enrique IV de Inglaterra, después de luchar continuamente contra los galeses, los barones enemigos y un hijo impaciente por lograr el trono, falleció en 1413. Le sucedió dicho hijo que, a los veinticinco años de edad, estaba preparado, con toda la energía beata de un libertino reformado, a establecer un reinado de severa virtud y conquista heroica, fiándose de la anarquía francesa y de sus acuerdos con el duque de Borgoña, y con la esperanza de que los éxitos militares unirían a los ingleses al amparo de la casa de Lancaster, Enrique V resucitó la antigua guerra y la manoseada aspiración a la corona de Francia, la cual no había robustecido su validez al llegar a él por medio de un usurpador. Pretextando diversas perfidias, invadió Francia en 1415, en agosto, mes favorito de Marte, y anunció que llegaba a «su propia tierra, su propio país y su propio reino». Después de asediar y tomar la población normanda de Harfleur, se dirigió al norte, hacia Calais, para pasar el invierno en Inglaterra. A unos cincuenta kilómetros de su meta, no lejos del teatro de Crécy, topó con el ejército francés.

La batalla de Agincourt ha inspirado libros y estudios de especialistas y aficionados. No fue decisiva como la de Crécy, que, acabando en la conquista de Calais, transformó la aventura semiseria de Eduardo III en guerra centenaria; ni en el mismo sentido que la de Poitiers, que produjo la pérdida de fe en el noble como caballero. Agincourt confirmó simplemente ambos extremos, sobre todo el segundo, pues ni siquiera en Nicópolis hubo demostración más dolorosa de que el valor en el combate no equivale a competencia bélica. La perdió la incompetencia de la caballería francesa y la ganó la intervención de los soldados plebeyos ingleses más que la de los jinetes aristocráticos.

Aunque Borgoña y sus vasallos se mantuvieron aparte, la hueste francesa superaba a la de Inglaterra en la proporción de tres o cuatro, y estaba tan segura de sus fuerzas como de costumbre. El condestable, Charles d’Albret, rechazó la oferta de seis mil ballesteros de la milicia ciudadana de París. Las tácticas no se habían alterado, y el único avance técnico (salvo el cañón, que no intervenía en las batallas campales) era una armadura aún más pesada. Destinada a proporcionar mayor protección contra las flechas, tenía el efecto de aumentar el cansancio y reducir la movilidad y la agilidad del brazo de la espada. El terrible gusano en su capullo de hierro era menos temible que antes, y el capullo una protección letal, pues los caballeros morían a veces de ataques del corazón en su interior. Los pajes debían sostener a sus señores durante la lucha, porque, si se caían, no lograban ponerse en pie.

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