Pregunta: ¿Cómo vivir?
U NA VIDA CON MONTAIGNE EN UNA PREGUNTA Y VEINTE INTENTOS DE RESPUESTA
El siglo XXI está lleno de gente que está llena de sí misma. En una pesca de media hora en el océano de blogs, twits, tubes, spaces, faces, webs y pods sacamos a miles de individuos fascinados por sus propias personalidades y gritando en busca de atención. Todos dan vueltas sobre sí mismos: escriben diarios, chatean y descargan fotografías de todo lo que hacen. Desinhibidos y extrovertidos, miran también hacia su interior como nunca se había hecho. Los blogueros y networkers ahondan en su propia experiencia privada, y al mismo tiempo se comunican con sus semejantes humanos en un festival del «yo» compartido.
Algunos optimistas han intentado convertir esta reunión global de mentes en base para un nuevo enfoque de las relaciones internacionales. El historiador Theodore Zeldin ha fundado una página llamada «La Musa de Oxford», que anima a la gente a redactar breves autorretratos, describiendo su vida cotidiana y las cosas que han aprendido. Los publican para que otras personas los lean y respondan. Para Zeldin, la autorrevelación compartida es la mejor manera de desarrollar confianza y cooperación en todo el planeta, reemplazando los estereotipos nacionales con gente real. La gran aventura de nuestra época, dice, es «descubrir quién vive en este mundo, individuo por individuo». La «Musa de Oxford», por tanto, está llena de textos personales o entrevistas con títulos como:
Por qué una rusa culta trabaja como limpiadora en Oxford.
Por qué ser peluquero satisface la necesidad de perfección.
Cómo escribiendo un autorretrato se demuestra que no eres quien pensabas que eras.
Qué puedes descubrir si no bebes o no bailas.
Qué añade una persona al escribir sobre sí misma a lo que dice en una conversación.
Cómo tener éxito y ser perezoso al mismo tiempo.
Cómo expresa su amabilidad un jefe.
Al describir lo que les hace distintos de «todos» los demás, los participantes revelan lo que comparten con «todos» los demás: la experiencia de ser humano.
Esa idea, escribir sobre sí mismo para crear un espejo en el que otras personas puedan reconocer su propia humanidad, no ha existido siempre. Se tuvo que inventar. Y, a diferencia de otras muchas invenciones culturales, podemos seguir su rastro hasta tropezar con una sola persona: Michel Eyquem de Montaigne; noble, funcionario del gobierno y viticultor que vivió en la zona del Périgord, al sudoeste de Francia, de 1533 a 1592.
F. Quesnel, Montaigne, c. 1588. Fotografía copia de un dibujo a lápiz de una colección privada. Bibliothèque des Arts Décoratifs, París/Archives Charmet/The Bridgeman Art Library. Es el retrato más auténtico de Montaigne que se conoce.
Montaigne creó la idea simplemente haciéndolo. A diferencia de la mayoría de los memorialistas de su época, no escribía para que quedase constancia de sus grandes hazañas y logros. Tampoco escribió un relato como testigo presencial de acontecimientos históricos, aunque podría haberlo hecho: vivió una guerra religiosa civil que casi destruyó su país a lo largo de las décadas que pasó incubando y escribiendo su libro. Miembro de una generación despojada del esperanzado idealismo que disfrutaron los contemporáneos de su padre, soportó los sufrimientos públicos centrando su atención en la vida privada. Sobrellevaba el desorden, supervisaba su propiedad, atendía casos en los tribunales como magistrado, y a la hora de administrar Burdeos fue el alcalde de trato más fácil de toda su historia. Y mientras tanto escribía textos exploratorios, libérrimos, a los cuales ponía títulos muy sencillos:
De la amistad
De los caníbales
De la costumbre de llevar ropas
Por qué lloramos y reímos por las mismas cosas
De los nombres
De los olores
De la crueldad
De los pulgares
Cómo nuestra mente se entorpece a sí misma
De la diversión
De los coches
De la experiencia
En conjunto escribió ciento siete ensayos semejantes. Algunos ocupan una página o dos; otros son mucho más largos, de modo que la edición más reciente de la colección completa ronda las mil páginas. Raramente ofrece una explicación ni enseña nada. Montaigne se presenta como alguien que apuntaba lo que le pasaba por la cabeza cuando cogía la pluma, captando encuentros y estados de ánimo a medida que ocurrían. Usaba esas experiencias como base para hacerse preguntas a sí mismo, sobre todas las grandes cuestiones que le fascinaban, como ocurría también con muchos de sus contemporáneos. Aunque la pregunta no suele expresarse así, se puede resumir en dos simples palabras: ¿cómo vivir?
No es lo mismo que la cuestión ética: «¿Cómo debería uno vivir?». Los dilemas morales interesaban a Montaigne, pero estaba menos interesado en lo que debía hacer la gente que en lo que hacía realmente. Quería saber cómo vivir una buena vida, en el sentido de una vida correcta u honrada, pero también plenamente humana, satisfactoria, floreciente. Ese interrogante le llevó tanto a escribir como a leer, porque tenía curiosidad por todas las vidas humanas, pasadas y presentes. Se preguntaba constantemente por las emociones y motivos que había detrás de lo que hacía la gente. Y como él era el ejemplo que tenía más a mano de un humano ocupándose de sus asuntos, se preguntaba mucho por sí mismo.
Esa cuestión práctica, «¿cómo vivir?», se disgregaba en una miríada de preguntas pragmáticas. Como todos los demás, Montaigne tropezaba con las perplejidades más importantes de la existencia: cómo enfrentarse al miedo a la muerte, superar la pérdida de un hijo o de un amigo querido, reconciliarte con los fracasos, sacar el máximo partido de cada momento para que la vida no se te escape sin darte cuenta... Pero también había enigmas aún más reducidos. ¿Cómo evitar ahogarte en una discusión sin sentido con tu mujer, o con un criado? ¿Cómo tranquilizar a un amigo que piensa que una bruja le ha echado un maleficio? ¿Cómo animar a un vecino que llora? ¿Cómo proteger tu hogar? ¿Cuál es la mejor estrategia si te atacan unos ladrones armados que al parecer no están seguros de si matarte o secuestrarte para pedir un rescate? Si oyes por casualidad a la institutriz de tu hija que le está enseñando algo que consideras equivocado, ¿es acertado intervenir? ¿Cómo te enfrentas a un bravucón? ¿Qué le dices a tu perro si quiere salir a jugar, pero tú quieres quedarte en tu escritorio escribiendo un libro?
Salvador Dalí, ilustración de «De los pulgares», en su edición de Montaigne, Essais, Nueva York, Doubleday, 1947, p. 161. © Salvador Dalí; Gala-Salvador Dalí Foundation, DACS, Londres, 2009.
En lugar de respuestas abstractas, Montaigne nos dice lo que «él» hacía en cada caso, y lo que sentía cuando lo estaba haciendo. Nos proporciona todos los detalles necesarios para hacerlo más real, e incluso a veces más de los que necesitamos. Nos dice, sin necesidad alguna, que la única fruta que le gusta es el melón, que prefiere las relaciones sexuales echado, en lugar de hacerlo de pie, que no sabe cantar, que le gusta la compañía animada y a menudo se deja llevar por la chispa de la conversación. Pero también describe sensaciones que son mucho más difíciles de reflejar con palabras, o incluso de ser consciente de ellas: lo que se siente al ser perezoso, o valiente, o indeciso, o regodearse en un momento de vanidad, o intentar quitarse de encima un miedo obsesivo. Incluso escribe sobre la simple sensación de estar vivo.