Quien haya leído el Pequeño tratado de las grandes virtudes, de André Comte-Sponville, hallará en este libro breve e intenso una prolongación, más «suelta», menos sistemática, del único asunto que a veces parece importar a su autor: qué hacer con nuestra vida, cómo hacerla más viva, más feliz, más positiva, más conviviente, mejor en una palabra. ¿Por qué «impromptus»?
Dice el autor: «¿Es esto filosofía? ¿Literatura? No lo sé ni me importa: dejo el asunto a los que todavía se interesan por ello. Montaigne me liberó de esas etiquetas, de esa manía clasificatoria. Liberará a otros. Sin querer imitarlo, he intentado seguirlo, a mi modo, incluso desde lejos, incluso mal. ¿Ensayo? Es la palabra que mejor le convendría, si el ejemplo de Montaigne no fuera tan aplastante y si la palabra no hubiera cambiado un poco de significación con el curso de los siglos. El término impromptus expresa mejor lo que estas palabras tienen de frágil, de provisorio, de casi improvisado… Se me objetará que la referencia a Schubert también es aplastante, y se tendrá razón. Pero no soy músico y esto torna más leve la confrontación. El título se justifica, en fin, por cierto clima interior que me hace pensar en Schubert…».
André Comte-Sponville
Impromptus
ePub r1.0
German25 13.08.15
Título original: Impromptus
André Comte-Sponville, 1996
Traducción: Oscar Luis Molina
Editor digital: German25
ePub base r1.2
a Sylvie Thybert-Detallante
ANDRÉ COMTE-SPONVILLE (París, 12 de marzo de 1952). Filósofo materialista, racionalista y humanista francés, uno de los pensadores más brillantes y apreciados de las ciencias sociales actuales, tanto dentro como fuera de su país.
Se inició en la escritura en 1988 al tiempo en que colaboraba en diversos periódicos. Antiguo alumno de la Escuela Normal Superior de París (donde fue alumno y amigo de Louis Althusser), André Comte-Sponville fue durante mucho tiempo conferenciante exclusivo de la Universidad de la Sorbona, hasta que en 1998 decide dedicarse exclusivamente a la escritura. Sus filósofos de influencia son Epicuro, los estoicos, Montaigne y Spinoza. Entre los contemporáneos, está próximo sobre todo a Claude Lévi-Strauss, Marcel Conche y Clément Rosset.
Desde marzo del 2008 es miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Mons-Hainaut. Así mismo, miembro de honor de la Association pour le Droit de Mourir avec Dignité, ha declarado que: «la libertad de elegir es un valor más elevado que la vida».
Autor de más de una decena de libros ha sido traducido a 24 idiomas, siendo los más conocidos en español: Pequeño tratado de las grandes virtudes, (1995); Impromptus, (1996); La felicidad, desesperadamente, (2000); El amor, la soledad, (1992); Invitación a la filosofía, (2000); Diccionario filosófico, (2001); El capitalismo, ¿es moral?, (2004); El alma del ateísmo, (2006); El placer de vivir, (2010).
¡Buenos días, angustia!
E l miedo es sin duda el primer sentimiento, por lo menos ex útero: ¿qué más angustioso que nacer? Y suele suceder que sea el último: ¿qué más angustioso que morir?
Eso es: nacemos en la angustia, morimos en la angustia. Entre ambos momentos, el miedo apenas nos deja. ¿Qué más angustioso que vivir? Pues la muerte siempre es posible, el dolor siempre es posible. Y a esto se llama un ser vivo: un poco de carne ofrecida a la mordedura de lo real. Un poco de carne o de alma expuestas allí, a la espera de no se sabe qué. Sin defensas. Sin auxilios. Sin apelación posible. ¿Qué es la angustia sino ese sentimiento en nosotros, equivocado o no, de la posibilidad de lo peor?
Un sentimiento es irrefutable, y éste más que los otros. ¿Quién puede negar, en efecto, que lo peor sea posible, siempre posible? Algunos parecen distantes de la angustia sólo por la pobreza de su imaginación, como si fueran demasiado imbéciles o demasiado inteligentes para tener miedo. A veces los envidio, pero sin motivo. La angustia es parte de nuestra vida. Nos abre a lo real, al porvenir, a la indistinta posibilidad de todo. Que haya que liberarse de ella, ella misma lo indica de manera suficiente por la incomodidad. Pero no demasiado rápido ni a cualquier precio. El miedo es una función vital —una ventaja selectiva evidente—, y no sabríamos vivir mucho tiempo sin él. La angustia sólo es su extremo más fino, más sensible, más refinado… ¿Demasiado? ¿Quién puede decidirlo? ¿Qué sería el hombre sin angustia? ¿El arte, sin angustia? ¿El pensamiento, sin angustia? Pues la vida o se toma o se deja y esto también nos lo recuerda dolorosamente la angustia. Que no hay vida sin riesgo. Ni vida sin dolor. Ni vida sin muerte. La angustia señala nuestra impotencia, en ello es veraz y definitivamente. Nuestros pequeños gurúes me dan risa; quieren protegernos de ella. O nuestros pequeños psicólogos, que nos quieren curar de ella. ¿Acaso nos curan de la muerte? ¿Nos protegen acaso contra la vida? No se trata de evitar, se trata de aceptar. No de curar, sino de atravesar. El universo no nos ha prometido nada, decía Alain. ¿Y hay otra cosa que el universo? ¿Cómo seríamos los más fuertes? Todo nos amenaza, todo nos hiere, todo nos mata. ¿Qué más natural que la angustia? Los animales sólo están protegidos, si lo están, por una atención más estrecha al presente. Pero ¿y nosotros, que nos sabemos mortales? ¿Que sólo amamos aquello, ay, que va a morir? ¿Qué más humano que la angustia? La muerte nos libera de ella, por cierto, pero sin refutarla. Algunas drogas la cuidan, pero no la desmienten. Verdad de la angustia: somos débiles en el mundo y mortales en la vida. Estamos expuestos a todos los vientos, a todos los riesgos, a todos los miedos. Un cuerpo para las heridas o las enfermedades, un alma para las penas, y uno y otra sólo prometidos a la muerte… Por menos se estaría angustiado.
Sólo me he referido de paso a la diferencia entre miedo y angustia y nada he dicho de la ansiedad. Estas sutilezas terminológicas apenas me interesan. ¿Por qué va a tener razón la lengua? El cuerpo sabe más. La vida sabe más. Se suele distinguir el miedo, que supondría un peligro real, de la angustia, que sólo se referiría a peligros imaginarios, que incluso carecería de objeto. Y sin duda no es lo mismo temer a un perro real que te amenaza que a un no sé qué que te oprime. ¿Es tan simple sin embargo? El niño que teme a la oscuridad, como dicen, ¿teme algo preciso? ¿Real? ¿Imaginario? ¿Teme a fantasmas, a ladrones, a la muerte? ¿Teme a nada? ¿A todo? Esto depende, por cierto, de los niños y de los momentos. Pero hay miedo, cada uno lo sabe muy bien y lo dice. ¿Cambiará acaso de naturaleza su miedo porque se lo bautice ansiedad, angustia o fobia? «Cualquiera que sea la variedad de hierbas que allí haya —decía Montaigne—, todo se envuelve bajo el nombre de ensalada». De modo parecido, cualquiera sea la variedad de miedos, todos caben en el nombre de angustia o de ansiedad. Sólo son palabras y jamás tendremos suficientes para nombrar lo infinito de lo real o de nuestros pavores. Los especialistas necesitan estas categorías, por supuesto. Pero no la angustia. Pero no el miedo. ¿Un objeto? ¿Ningún objeto? ¿Quién puede saberlo cuando tiene miedo? Caminas solo, de noche, por una calle desierta en un barrio desolado… O bien en un bosque, y la noche nunca es tan negra como en los bosques… ¿Tienes miedo