Wo keiner Götter sind, walten Gespenster.
Novalis, Die Christenheit oder Europa
Proemio:
elogio de la comparación
La víspera de su tercera salida, don Quijote reprocha a maese Nicolás que lo haya escarnecido con el cuento de los locos de Sevilla. Clama el hidalgo: «Y ¿es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recibidas?» (DQ II, 1). No obstante, quien así habla emprende enseguida un minucioso cotejo entre caballeros antiguos y modernos, comparación que ni parece odiosa ni es mal recibida por quienes la escuchan o la leen.
No es ésta la primera ni será la última vez que una criatura cervantina recurra a la comparación. Pues ¿qué es de hecho la obra de Miguel de Cervantes sino un ejercicio de perpetua confrontación o, mejor aún, una puesta en abismo de innumerables parangones? La Edad de Oro frente a la Edad de Hierro, humildes fregonas contra lustrosas damas, santos frente a rufianes, los caballeros andantes opuestos a los cortesanos, los pastores contrahechos ante los humildes cabreros y los quiméricos pastores horacianos, la afectada belleza de ciertas señoronas contrastada con su ideal platónico o con la fealdad descorazonadora de las dueñas, la entereza de los pocos frente a la vileza de los muchos. Difícilmente hallaremos un texto cervantino que no pregone la pertinencia de la antítesis, el símil, la paradoja, la metáfora y la analogía en tanto figuras retóricas eficaces y ciertamente aconsejadas lo mismo por Aristóteles que por Cicerón, por no hablar de Plutarco. Pocos autores como Cervantes parecen tan conscientes de que el contraste nos define. Si la comparación a veces resulta odiosa es porque en las gradaciones alguien suele y quizá tiene que salir perdiendo; pero incluso en la parcialidad cruel del contraste debemos reconocer que el espejo, sea nítido o cóncavo, muestra todo y a todos como realmente somos, hemos sido o podríamos ser.
Esto escribo en mi descargo anticipando los índices flamígeros que pudieran censurar este ejercicio contrastivo entre el propio Miguel de Cervantes y su contemporáneo William Shakespeare, ejercicio por otro lado tan usual como útil para mejor asimilar el portentoso parto del pensamiento moderno en estas dos plumas sublimes de casi exacta coincidencia etaria.
Si la tentación de cotejar es siempre enorme, más lo es cuando se trata de contrastar gigantes. A esta seducción han cedido durante siglos, con desigual fortuna, legiones de estudiosos, teóricos de la conspiración, farsantes esotéricos, rigurosos poetas y hasta dudosos estadistas. Como instable narrador y humilde lector de la obra del alcalaíno, así como eventual dramaturgo y pertinaz espectador del teatro del inglés de Stratford, no puedo menos que invocar este salvoconducto para enunciar ahora en voz alta algunas de las perplejidades que me han perseguido desde el día en que creí reconocer algunos rasgos del melancólico Tom O’Bedlam en el cobarde Cardenio, varios gestos de la garrida Dorotea en la sublime Rosalinda, ciertas vindicaciones de Marcela en la obcecada Beatrix, e inclusive ciertos guiños del delicioso Bottom en el sedicioso Sancho Panza.
Ω
No creo sorprender a nadie si digo que, por sí solas y aun antes del cotejo, las obras y las vidas que aquí trato son documentalmente elusivas y decididamente inabarcables. Como lector pedestre y lego, de Shakespeare sé muy poco, y más me vale esperar que, para efectos de este trabajo, mi ignorancia tenga algo de socrática. De Cervantes ignoro un poco menos, mas no basta lo que sé para apuntalar sin más ese vasto universo al que he dedicado ya muchas lecturas y dos decenios más prolijos que fructíferos. La hondura humana y la enormidad sobrehumana de ambas biografías con sus respectivas bibliografías me resultan en tal grado abrumadoras que me he visto obligado a forzarles una cierta consistencia con un título que en un principio, cuando me emboscaron en el reto de comparar a Shakespeare y Cervantes, emergió en forma de dos títulos, uno aglutinante y otro contrastante.
La primera parte del título original de este ejercicio proviene de la traducción de un verso que Novalis, deslumbrado lector de Shakespeare, amonedó en Cristianismo y Europa, verso que suele ser mal traducido y completado en los términos siguientes: «Donde han muerto los dioses, se imponen los fantasmas». La traducción, con ser audaz, es desde luego inexacta; sirvió empero a mi propósito de convocar a los autores en litigio dentro de un mismo espectro histórico y estético. Considero que la sentencia del gran poeta alemán describe a cabalidad el ámbito barroco en el cual Cervantes y Shakespeare dieron vuelo a sus plumas y consistencia a aquellos fantasmas que acabaron por nutrir el tuétano de nuestro pensamiento cuando finalmente murieron las deidades de la Antigüedad para ceder sus fueros a los más humanos cíclopes de la modernidad.
El otro título –o la segunda parte de aquel título– es en cambio plenamente contrastivo, y espero que anticipe el tono y hasta algunas de las conclusiones a las que apunto hacia el final de esta compleja exposición. Ya el avisado lector habrá reconocido en estas palabras una paráfrasis de las líneas donde Cervantes, por boca del cura Pero Pérez durante el escrutinio de la biblioteca quijotesca, se describe como hombre «más versado en desdichas que en versos» (DQ I, 6). En mi disquisición atormentada sobre las diferencias que unen y las semejanzas que separan a Shakespeare y Cervantes, aventuro que al primero tocó la bendición de los versos mientras que al segundo lo forjaron sobre todo las desgracias. Festivo uno y aciago otro, ambos signos destinales serán acaso útiles para enunciar, así sea en burda y mínima medida, lo que he visto al adentrarme en la infinita habitación que al confrontarse engendran estos dos magnos espejos.
Estos versos y estas desdichas los he desmigajado en tres senderos o, más bien, en tres laberintos con sus infinitos senderos bifurcados: primero, las vidas de Shakespeare y Cervantes; segundo, el género literario en el que ambos autores escribieron sus obras más notables, y tercero, los avatares de la recepción de tales obras desde el siglo XVI hasta nuestros días. No sé si al cabo estos senderos volverán a unirse o si conducirán en una verdad puntual; espero que al menos desemboquen de vez en cuando en un claro de luna.
Notas