Para Francisco Rico, por fin.
P RÓLOGO
C uando ya nada importaba demasiado, y cuando nadie esperaba nada de él, ni siquiera él mismo, Cervantes imaginó un relato inimaginable e imposible, sobre todo en su tiempo y casi en el nuestro también. El descubrimiento de don Quijote hizo a su autor dueño de una invención que cuajó más allá de sus 50 años, porque solo con la madurez encontró en la novela el taller de la ironía y la libertad para contar la realidad. Supo entonces desatarse de los dogmas de todos, incluidos los suyos, y, sin saber bien cómo, exprimió las virtudes del soldado católico y luchador que había sido en un libro sin ley, genuinamente nuevo e inimitable (o, por lo menos, no imitado) durante ciento cincuenta años. Se adelantó a su tiempo en la invención de un artefacto que duplicaba la realidad mientras la imitaba y desmontaba cualquier coartada que redujese a razones simples o totalizadoras la complejidad de lo real. Cervantes se acababa de inventar el modo de pensar moderno a través de una novela cómica que subvertía o, como mínimo, dejaba en suspenso la convicción entonces universal de que las cosas no pueden ser dos cosas a la vez.
Si no me hubiese vuelto loco del todo con tanto Cervantes, diría que esta biografía intenta explicar las condiciones que hacen posible semejante extravagancia, a través de una vida contada sin ficción ni fantasía, pero sí con la imaginación del novelista que no soy. No sé si de veras ha salido eso, y ni siquiera estoy muy seguro de haber salido indemne de la inmersión en su mundo durante los dos últimos años. Sí sé que he querido inyectar el ritmo del relato en la biografía de un iluso escarmentado por la experiencia pero libre del rencor del desengaño. Sé también que no existirían las condiciones de la plenitud de Cervantes, nacido en 1547, sin otras tantas condiciones previas, sin el soldado juvenil por vocación y convicción, sin la fe en sí mismo para fugarse cuatro veces de Argel y fracasar las cuatro, entre 1575 y 1580, sin la fatiga del recaudador para la Hacienda pública durante más de diez interminables años y, por supuesto, sin el éxito y la inmediata frustración del dramaturgo que siempre quiso ser. El Cervantes de sus mejores novelas, sin embargo, parece vivir fuera de su tiempo para saltar al centro del nuestro, allí donde la ironía es la respuesta que los ideales y el buen sentido dan a las paradojas de la experiencia, donde el humor es condición de la inteligencia y la verdad es esquiva y es exacta al mismo tiempo: irónica y cervantina.
L A IMAGINACIÓN MORAL
Este libro cuenta la vida de Cervantes narrada a pie de calle, con el punto de vista emplazado en la cabeza del escritor, como si dispusiésemos de una cámara subjetiva que lo atrapase en sus virajes y sus revueltas, en las rectas y en las curvas. La cámara subjetiva no fantasea pero sí usa la imaginación moral, que enfoca más lejos o más cerca, se detiene aquí o allí, sospecha, explora y pregunta, pero no ficcionaliza ni fantasea. Imagina, porque sin imaginación no hay biografía, y Cervantes fue tan real y genial como normal y corriente, tan jovial y burlón como estricto y comprometido, además de pasmosamente inteligente.
Su única intimidad ha estado siempre tan a la vista de todos que hemos creído a Cervantes sin intimidad. Es en sus personajes donde hay que aprender a leerla porque está, está en las emociones y los desvaríos, en su amor por el bien y su terror a los excesos del bien, en el placer de la imaginación y la efusividad del humor. Su intimidad está a la vista y casi desnuda mientras propaga sin desmayo la emancipación de las mujeres de sus dueños (padres o esposos), mientras defiende las causas de la nobleza intemporal contra el interés caduco, mientras pone el humor por encima de la solemnidad o mete en el corazón de las buenas ideas la sombra del escepticismo y de la impotencia, haciéndonos más sabios sin dejar de reír, con la sospecha continua de que nada es tan grave que no merezca un par de palabras más, una última burla desdramatizadora: la conquista de la ironía.
En su obra habla poco en primera persona pero la literatura habla siempre de forma compleja e indirecta del yo del escritor. Y ese yo se viste y desnuda, se desviste y vuelve a vestirse a través de una ficción que nunca es neutra o plana o previsible sino creativa y reflexiva, original e intencionada. Si el primer Quijote de 1605 es una gran novela al borde de sus sesenta años, el segundo Quijote es, además de otra gran novela, un libro de pensamiento porque a Cervantes las ideas y la meditación misma sobre la existencia se le derraman como ficciones. En esos relatos está el Cervantes real, multiplicado y reducido, burlado y ensalzado, entusiasta y melancólico, crítico y autocrítico: escarmentado y feliz. La identificación de su vida en su obra de ficción es un procedimiento tan falso y tan infeliz que ha pasado a mejor vida hace muchos años. Pero es un disparate descartar que su obra de ficción proyecta, recrea y transmite hasta el presente su personalidad y su temperamento a través de la literatura, antes y después de la insólita libertad de procedimientos narrativos y de voces del primer Quijote y del segundo Quijote, fraguados en la misma genialidad y sin embargo diferentes: en el primero está la causa impensada del segundo, más genial que el primero.
Este tramo último de su biografía sigue siendo un misterio. En poco más de diez años, hasta su muerte en 1616, escribe de nueva planta dos obras maestras y las Novelas ejemplares, que es otra obra maestra, como si se instalase fuera de su tiempo y se adelantase al nuestro. El misterio aumenta cuando el lector intuye que en esos años Cervantes descubre el modo de injertar en la ficción el asalto de la realidad vivida, el acoso de una experiencia que empapa cada página sin que nada de ese asalto rompa la campana neumática de la ficción ni desde luego disuelva el mecanismo irónico fundamental del Quijote al imaginar a un hombre inequívocamente loco e inequívocamente cuerdo. Nada deshace el equívoco o la ironía perpetua, ni siquiera cuando la novela aborda conflictos graves de su tiempo o sorpresas tan dolorosas como la aparición de un Quijote apócrifo que continúa la historia bajo el seudónimo de Avellaneda.
Desde entonces, nada en su obra puede reducirse a lecciones mecánicas o sermones de predicador. Con el secreto impulso de una libertad total con respecto a sí mismo y a los demás, nace el escritor que conquista una mirada compleja e irónica sobre el mundo a partir del hombre que aprendió escribiendo a ser él mismo, siendo varios a la vez, sin miedo a ninguno de ellos ni excesiva reverencia al más desaforado ni al más cuerdo. Sin el Cervantes idealista, dogmático y unívoco de la juventud nunca hubiese existido el autor descreído del idealismo simplificador, irreductiblemente seguro tanto del bien como de la buena fe, irrenunciablemente fiel a la fantasía de imaginar un mundo mejor. Cervantes escribió el Quijote sin haber dejado de ser del todo un hombre quijotesco.