Esta obra se publica en el marco del Programa de Ayuda a la Edición Victoria Ocampo del Ministro de Asuntos Extranjeros de Francia y el Servicio Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina.
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Modernidad - Posmodernidad
No future!
Cuando sueño con cambiar el mundo, me quedo sin armas. Cualquier protesta es vana si ignoro cuál es la orientación de la historia y, realmente, esto se me escapa. Ya no entiendo más lo que pasa en los cuatro puntos del planeta: el horizonte parece una pared y el futuro resbala. Esta dificultad para pensar lo que se mueve en la actualidad debe de ser lo que Jean-François Lyotard llamaba “posmodernismo”. No fue quien creó la palabra: la habían inventado unos arquitectos unos años antes para hablar de la mezcla de los estilos y de las épocas. Y, además, esta noción se aclaró después de los debates con Habermas y con Rorty. El posmodernismo es la época en la que el hombre ya no se entusiasma por un futuro que canta, prometido para antes o para después de la muerte. La esperanza de una realización del ser humano se difumina. Nadie piensa más en esto.
¡Qué diferencia con el pensamiento y la acción “moderna”! Entre el siglo XVIII y el siglo XX, la gente se entusiasmaba con la cercana emancipación de la humanidad. La idea de un progreso continuo secularizaba el relato cristiano de la redención del error de Adán. Ya sea gracias a la ciencia, que triunfaba sobre la ignorancia, que rompía las cadenas del feudalismo, que ponía fin a la explotación capitalista o, por el contrario, que apostaba al capitalismo para vencer la pobreza, siempre se trataba de llevar a cabo una historia que culminaría en la felicidad y la libertad. Incluso cuando se oponían entre sí, estos ideales provenían del mismo terreno abonado por el monoteísmo y sólo prometían progreso y fin dé los tiempos.
El “posmodernismo” ya no muestra estas hermosas ideas. Tampoco las combate y las que siguen siendo actuales se presentan en un orden tan disperso que ninguna puede pretender la homogeneidad. La desaparición de las esperanzas revolucionarias en los últimos años pervirtió el sentido de toda liberación: se volvió culpable de las opresiones que se ejercieron en su nombre y de las que se ejercieron en su contra. La tierra prometida del revolucionario se evaporó cuando fue alcanzada. Éste se abandonó a sí mismo cuando llegó a sus fronteras, sus pies se volvieron ligeros al acercársele, una lenta elasticidad amortiguó sus pasos hasta detenerlos y su paraíso siguió siendo inviolado. No sabemos si ese edén existe porque nadie lo conoció, sólo que el que se acerca a él se siente más ligero, se disuelve. ¡Mejor es renunciar a pensar en el mañana! El calificativo de “intelectual” se volvió un insulto, y la noción de progreso engendra una incredulidad creciente. El mundo posmoderno escapa no sólo al relato, sino también a la nostalgia del relato. La ausencia de ideal no es un nuevo ideal. Respetuosamente marginalizados, los ideales de ayer se vuelven una disciplina exótica del turismo intelectual. Si aparece un nuevo ideal, queda desacreditado de antemano en nombre de sus hermanos del pasado, y no tiene ninguna consecuencia en su lugar de nacimiento. Emigra: la subcultura de las minorías se vuelve la cultura de otros grupos y paga el precio de un desplazamiento de clase, o de un cambio de país. El estilo rock gay, o punk se convierten después en la cultura de los suburbios, o de los golden boys, pierden su alma y su razón.
La modernidad vació el cielo de los ideales para realizarlos en la tierra, y ahora la posmodernidad rechaza estos retoños secularizados. Ya no se cree en ellos. ¿Para qué? No lo sabemos. El hoy ya no aprende de las lecciones de ayer para soñar con un final edénico o con un final sin fin. Ayer, la sociedad vivía en una tensión apocalíptica que tenía a todo el mundo en vilo, hubiera participado o no de la revolución, hubiera esperado o no la resurrección. Ahora, el presente se propulsa mientras va consumiendo su propia herencia, se deshereda cada día. Avanza negando lo que hizo hace un instante, fiel a la ciencia que, por principio, reniega de sus certezas: deja un rastro en los ideales que la engendraron. La superficialidad suprimió a su madre y los hombres no dejaron de ser mensajeros. Cada uno de nosotros, privado del ideal transmisible, se comporta corno si fuera el último hombre. Para comprender y gozar de lo heredado habría que transmitirlo. Pero, ¿en nombre de quién lo haría? Nosotros, mensajeros, ignoramos nuestro mensaje, salvo que lo transmitamos a nosotros mismos.
Sin ti, mi herencia sigue en afrecho. Tengo menos pensamientos para el futuro que para hoy: los eché, sólo me queda el vacío. Nada es más pesado que este vacío: salto para sacármelo de encima, arriba, abajo, hago gimnasia aeróbica, hago fitness, ¡arriba! Habito mi cuerpo, te corro, te alcanzaría, me beso, entro en ti, me autoatravieso: así, a fuerza de las alas de ángel que me crecieron.
Con la llegada del posmodernismo, con gran rapidez se ensancharon dos fracturas entre la gente que vive en dos mundos cada vez más diferentes: los practicantes de lo premoderno (religioso) siguen oponiéndose a los modernos (la religión secularizada), en tanto que, al mismo tiempo, la virtualidad posmoderna (sin nada más adelante) dejó de ocuparse de sus dos hijos mayores. Algunos siguen creyendo conscientemente en un ideal, pero este juramento de fidelidad no quiere decir obligatoriamente “acto de fe” sino organización de la vida a través de las creencias involucradas. Puede tratarse de un ideal “premoderno” (religioso) o de un ideal “moderno” progresista o revolucionario. Una fractura conflictiva sigue separando a los premodernos y a los modernos: en Francia, por ejemplo, aparece cada vez que se discute sobre la escuela laica o confesional. Y ahora se cava otro foso, entre el paquete de los premodernos y de los modernos (siempre divididos) y los que piensan que no tienen para nada un ideal (posmodernos). Esta segunda fractura es más sutil, ya que los posmodernos no luchan, van en un tren cuya locomotora no tiene conductor.
La posición del cuerpo en relación con el ideal se modifica con el paso del modernismo -que tiene un ideal declarado- al posmodernismo, que pretende no necesitarlo. ¿Cuál será el destino de un cuerpo que se alimentaba con su ideal? ¿En qué fuegos va a inmolarse si no es en su propia llama? El dédalo de las religiones y la cremallera del progreso, dando vueltas uno alrededor del otro, nos llevaron hasta esta especie de desastre actual, si podemos llamar “desastre” a la caída de los ideales que, como los astros, en efecto, permiten que los hombres se orienten en los océanos, en lo alto de las montañas, en el desierto de las ciudades. ¡Si se tratara solamente de orientarse! Pues, en realidad, ¡los cuerpos le dan combustible al ideal! ¿Cómo seguirán su ruta ahora? La puesta en forma del cuerpo humano procede de un ideal que se le escapa: su verdad depende del otro. ¡Pero el otro hace lo mismo! Por costumbre, el otro es siempre el otro: existe fuera de él, es su poder. Siempre en otras manos, el humano reside en esta extra-territorialidad.