La idea del sexo reprimido no es sólo cuestión de teoría. La afirmación de que la sexualidad nunca fue sometida con tanto rigor como en la época de la burguesía hipócrita, va acompañada del énfasis de un discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo. De esta conjunción parte la serie de análisis históricos de los que este volumen es introducción.
Se trata de interrogarse acerca de una sociedad que desde hace un siglo se fustiga ruidosamente por su hipocresía, habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete liberarse de las leyes que la han hecho funcionar. No sólo hay que presentar el panorama de esos discursos, sino el de la voluntad que los mueve y la intención estratégica que los sostiene.
Michel Foucault
La voluntad de saber
Historia de la sexualidad 1
ePub r1.0
mandius02.10.13
Título original: Histoire de la sexualité 1: La volonté de savoir
Michel Foucault, 1976
Traducción: Ulises Guiñazú
Diseño: Anhelo Hernández
Editor digital: mandius
ePub base r1.0
MICHEL FOUCAULT. (Poitiers, Francia, 1926-París, 1984). Filósofo francés. Estudió filosofía en la École Normale Supérieure de París y, ejerció la docencia en las universidades de Clermont-Ferrand y Vincennes, tras lo cual entró en el Collège de France (1970).
Influido por Nietzsche, Heidegger y Freud, en su ensayo titulado Las palabras y las cosas (1966) desarrolló una importante crítica al concepto de progreso de la cultura, al considerar que el discurso de cada época se articula alrededor de un «paradigma» determinado, y que por tanto resulta incomparable con el discurso de las demás. Del mismo modo, no podría apelarse a un sujeto de conocimiento (el hombre) que fuese esencialmente el mismo para toda la historia, pues la estructura que le permite concebir el mundo y a sí mismo en cada momento, y que se puede identificar, en gran medida, con el lenguaje, afecta a esta misma «esencia» o convierte este concepto en inapropiado.
En una segunda etapa, Foucault dirigió su interés hacia la cuestión del poder, y en Vigilar y castigar (1975) realizó un análisis de la transición de la tortura al encarcelamiento como modelos punitivos, para concluir que el nuevo modelo obedece a un sistema social que ejerce una mayor presión sobre el individuo y su capacidad para expresar su propia diferencia.
De ahí que, en el último volumen de su Historia de la sexualidad, titulado La preocupación de sí mismo (1984), defendiese una ética individual que permitiera a cada persona desarrollar, en la medida de lo posible, sus propios códigos de conducta. Otros ensayos de Foucault son Locura y civilización (1960), La arqueología del saber (1969) y los dos primeros volúmenes de la Historia de la sexualidad: Introducción (1976) y El uso del placer (1984).
Notas
[12]Règlement de police por les lycées (1809). art. 67: «Habrá siempre, durante las horas de clase y de estudio, un maestro de estudio vigilando el exterior, para impedir a los alumnos que hayan salido por sus necesidades, quedarse afuera y reunirse.
68. Después de la oración de la noche, los alumnos serán llevados al dormitorio, donde los maestros los harán acostarse de inmediato.
69. Los maestros no se acostarán sino después de haberse cerciorado de que cada alumno está en su lecho.
70. Los lechos estarán separados por tabiques de dos metros de altura. Los dormitorios permanecerán iluminados durante la noche».
[25] Charcot. Leçons du mardi, 7 de enero de 1888: «Para tratar bien a una joven histérica, no hay que dejarla con su padre y su madre, hay que llevarla a una casa de salud… ¿Saben ustedes cuánto tiempo lloran a sus madres, cuando las abandonan, las jóvenes bien educadas? Consideremos el término medio, si ustedes quieren: una media hora. No es mucho».
21 de febrero de 1888: «En los casos de histeria de jóvenes varones, lo que hay que hacer es separarlos de sus madres. Mientras estén con ellas, no hay nada que hacer… A veces el padre es tan insoportable como la madre; lo mejor, pues, es suprimir a ambos».
I. NOSOTROS, LOS VICTORIANOS
Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida, muda, hipócrita.
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX , eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.
A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la conveniencia de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y deberá pagar las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la generación o está trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. Tampoco verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no existe sino que no debe existir y se hará desaparecer a la menor manifestación —actos o palabras. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él, razón para cerrar los ojos y taparse los oídos en todos los casos en que lo manifiestan, razón para imponer un celoso silencio general. Tal sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de silencio, afirmación de inexistencia, y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico —esos «otros Victorianos», diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.