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Cesar Mallorquí - La isla de Bowen

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Cesar Mallorquí La isla de Bowen
  • Libro:
    La isla de Bowen
  • Autor:
  • Editor:
    Edebé
  • Genre:
  • Año:
    2012
  • Índice:
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La isla de Bowen: resumen, descripción y anotación

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Obra ganadora del Premio EDEBÉ de Literatura Juvenil según el fallo del jurado - photo 1

Obra ganadora del Premio EDEBÉ de Literatura Juvenil según el fallo del jurado formado por: Xavier Brines, Victoria Fernández, Anna Gasol, Rosa Navarro Duran y Robert Saladrigas.

© César Mallorqul, 2012

© Ed. Cast.: Edebé, 2012 Paseo de San Juan Bosco 62 08017 Barcelona www.edebe.com

Directora de la colección: Reina Duarte Editora de Literatura juvenil: Elena Valencia Diseño: Francesc Sala

a edición, enero 2012 - ISBN 978-84-683-0427-4 Depósito Legal: B. 32181-2011 Impreso en Espanya Printed in Spain EGS - Rosario, 2 - Barcelona

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra ( www.conlicencia.com

; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Este libro está dedicado a la memoria de Alejo Romero; científico, amante y protector de la naturaleza, y excelente persona. X por supuesto, este libro también es para sus dos grandes amores: Teresa Álvarez y Guillermo Romero.

«Desciende al cráter del Yocul de Sneffels, que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm».

Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra

Introducción

Havoysund, norte de Noruega. Mayo de 1920

C uando el práctico del puerto fue interrogado por la policía acerca del asesinato del marinero inglés Jeremiah Perkins, tripulante del vapor Britannia, todo lo que pudo decir fue que el barco había atracado en el muelle de Havoysund poco después de las diez de la mañana del tres de mayo y que, según su documentación, procedía de la isla Spitsbergen, situada al noroeste de Noruega , en el archipiélago Svalbard, donde había permanecido fondeado durante los meses de invierno. Aquello era muy extraño, pues en Spitsbergen no había absolutamente nada, salvo glaciares, un enclave minero y un puñado de campamentos balleneros.

Pero eso era lo que constaba en la documentación del barco, aunque nada explicaba las razones por las que alguien en su sano juicio decidiría pasar el invierno ártico en una isla casi desierta perdida en el fin del mundo, a menos de mil kilómetros del Polo Norte. Lo único que el práctico pudo añadir fue que el Britannia, tras permanecer veinticuatro horas atracado, aprovisionándose de combustible, vituallas y pertrechos, había levado anclas durante la mañana del cuatro de mayo, de regreso a Spitsbergen. Por último, el práctico declaró que el único tripulante del Britannia en desembarcar había sido el difunto Jeremiah Perkins, un marinero que, a causa de un accidente, tenía un brazo roto y entablillado, razón por la cual se proponía regresar a Inglaterra.

Tras un par de días de pesquisas, y después de averiguar que dos misteriosos forasteros habían sido vistos merodeando por los alrededores el día del asesinato, la policía dio por concluida la investigación. Los agentes que llevaron el caso no vivían en Havoysund, sino en Fuglenesdalen, una ciudad situada ochenta kilómetros al sur, y tenían prisa por volver a casa, de modo que en su informe se limitaron a reseñar que, a causa de un robo o una disputa, Perkins había sido asesinado de un disparo, posiblemente por dos desconocidos que posteriormente se dieron a la fuga sin dejar rastro. El cadáver fue enterrado en el cementerio local y el caso se archivó; a fin de cuentas, el marinero era un don nadie, y su asesinato, uno de los muchos crímenes que a diario se cometían en los puertos de todo el planeta.

Fue un error. Si la policía hubiese investigado un poco más, habría averiguado que la documentación del Britannia había sido falseada, pues ni el vapor procedía de la isla Spitsbergen ni se había dirigido allí después de aprovisionarse en Havoysund, y quizá entonces la sospecha de que aquel asesinato no era un mero crimen sin importancia hubiese comenzado a cobrar forma. Pero las pesquisas se interrumpieron sin tan siquiera haber interrogado a todo el personal del muelle; en caso contrario, los policías quizá habrían advertido que Bjorn Gustavsen, el telegrafista del puerto, estaba sospechosamente nervioso.

Y no es de extrañar; cuando Gustavsen, un cuarentón pacífico y tranquilo, envió aquel cablegrama, no tenía la menor idea de cuáles iban a ser las consecuencias. Lo único que sabía era que siete meses atrás había recibido una carta, remitida a todos los puertos de Europa por la compañía minera Cerro Pasco Resources Ltd., en la que se ofrecía una recompensa de diez mil libras a quien aportase información sobre el paradero del vapor Britannia, matriculado en Portsmouth, Inglaterra. Diez mil libras, toda una fortuna. Por eso a Gustavsen casi se le paró el corazón cuando vio el rótulo «Britannia» en la proa del buque que acababa de atracar en Havoysund. Le había tocado la lotería.

Sin perder un instante, Gustavsen mandó un cablegrama informando de su hallazgo a las oficinas centrales de Cerro Pasco, en Londres. Apenas dos horas más tarde, recibió la siguiente respuesta:

«Agradecemos información suministrada. A la mayor brevedad posible, nuestros empleados se personarán en Havoysund para comprobar su testimonio y abonarle la cantidad convenida. Le rogamos averigüe procedencia y destino del Britannia, y si entre sus pasajeros se encuentra John T. Foggart. También sería de gran interés que vigilara el barco y los movimientos de la tripulación. Si accede a colaborar con nosotros, duplicaremos recompensa».

Veinte mil libras eran una cantidad sospechosamente excesiva, pero Gustavsen, cegado por la codicia, ni siquiera llegó a plantearse por qué alguien estaba dispuesto a pagar tanto dinero a cambio de una mera labor de vigilancia, así que envió un nuevo mensaje a Cerro Pasco aceptando la oferta y, tras cederle el asiento frente al pulsador del telégrafo a Christian, su ayudante, se dirigió a las oficinas del puerto para iniciar las pesquisas que le habían encomendado.

Lo primero que averiguó fue que, oficialmente, el Britannía procedía de la isla Spitsbergen, adonde regresaría al finalizar las labores de aprovisionamiento. Luego, aprovechando un descuido, Gustavsen leyó la lista del pasaje; aparte de William Westropp, el capitán del barco, la tripulación constaba de catorce miembros, todos ingleses. Pero ninguno se llamaba Foggart. También descubrió que uno de los marineros del Britannia había solicitado permiso para desembarcar. A las tres y media de la tarde, Jeremiah Perkins descendió por la pasarela del barco cargando con su macuto y se dirigió a las oficinas para cumplimentar los trámites de aduana. Desde una prudente distancia, Gustavsen comenzó a seguirle.

Al pisar tierra firme, Perkins, un cuarentón enjuto y fibroso, experimentó un profundo alivio. Después de pasar el invierno en una tierra dejada de la mano de Dios, helándose el trasero a 40 grados por debajo del punto de congelación, hasta un villorrio inmundo como Havoysund, tan sólo un puñado de cabañas de madera emplazadas al pie de una yerma colina rocosa junto al mar, se le antojaba el colmo de la civilización y el confort. Tras formalizar el papeleo, Perkins descubrió que ningún barco partiría de aquel muelle con destino a Inglaterra, y que para regresar a su país debería aguardar durante cuatro días la llegada del Frembrudd, un naví o que le conduciría a Trondheim, ciudad situada mil quinientos kilómetros al sur, en cuyo puerto podría embarcarse con rumbo a las Islas Británicas.

Resignado a la espera, Perkins averiguó que se alquilaban habitaciones en la casa de huéspedes de la viuda Moklebust, pero antes de encaminarse allí se dirigió al despacho de correos, una exigua oficina atendida por una funcionaría miope, con el objetivo de cumplir el encargo que le había confiado Sir

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