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VIDA
EL CASO DEL CREADOR
Edición en español publicada por
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ePub Edition August 2009 ISBN: 978-0-829-78037-6
Editorial Vida – 2005
Miami, Florida
©2005 por Lee Strobel
Originally published in the USA under the ti tle:
The Caso for a Creator
Copyright ©2004 by Lee Strobel
Published by permission of Zondervan, Grand Rapids, Michigan.
Edición: Madeline Díaz
Adaptación de cubierta: Grupo Nivel Uno, Inc.
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. A MENOS QUE SE INDIQUE LO CONTRARIO, EL TEXTO BÍBLICO SE TOMÓ DE LA SANTA BIBLIA NUEVA VERSIÓN INTERNACIONAL.
© 1999 POR LA SOCIEDAD BÍBLICA INTERNACIONAL.
ISBN: 978-0-8297-4366-1
CATEGORÍA: Vida cristiana / Formación espiritual
CONTENIDO
Capítulo 1
Científicos de bata blanca contra predicadores de toga negra
Capítulo 2
Las imágenes de la evolución
Capítulo 3
Dudas acerca del darwinismo Una entrevista con Jonathan Wells
Capítulo 4
El lugar donde la ciencia se encuentra con la fe Una entrevista con Stephen C. Meyer
Capítulo 5
La evidencia de la cosmología: El comienzo con un Bang Una entrevista con William Lane Craig
Capítulo 6
La evidencia de la física: El cosmos en el filo de una navaja Una entrevista con Robin Collins
Capítulo 7
La evidencia de la astronomía: El planeta privilegiado Una entrevista con Guillermo Gonzálezy Jay Wesley Richards
Capítulo 8
La evidencia de la bioquímica: La complejidad de las máquinas moleculares Una entrevista con Michael J. Behe
Capítulo 9
La evidencia de la información biológica: El desafío del ADN y el Origen de la Vida Una entrevista con Stephen C. Meyer
Capítulo 10
La evidencia de la conciencia: El enigma de la mente Una entrevista con J. P. Moreland
Capítulo 11
El caso acumulativo a favor de un Creador
Apéndice:
Un resumen de El caso de Cristo
Deliberaciones:
Preguntas para reflexión o estudio en grupo
1
CIENTÍFICOS DE BATA BLANCA CONTRA PREDICADORES DE TOGA NEGRA
S e estaba acercando la fecha de entrega del «Green Streak», la edición vespertina del Chicago Tribune, y la frenética atmósfera del cuarto de noticias estaba plagada de actividad. Los teletipos resonaban tras las divisiones de plexiglás. Los mensaje-ros corrían de un escritorio a otro. Los reporteros se encorvaban sobre sus máquinas de escribir en intensa concentración. Los editores gritaban en los teléfonos. Sobre la pared, el inmenso reloj hacía la cuenta regresiva de minutos.
Un mensajero irrumpió en el oscuro cuarto lanzando tres copias del Chicago Daily News, recién salidas de la imprenta, sobre el escritorio de las noticias locales. Los editores locales asistentes se lanzaron ávidamente sobre ellas revisando la primera plana para ver si la competencia los había vencido en algo. Uno de ellos lanzó un gruñido. De un solo movimiento arrancó un artículo y giró moviéndolo frente a la cara de un reportero que había cometido el error de permanecer demasiado cerca.
«Mejóralo», le demandó. Sin mirarlo, el reportero tomó el pedazo de papel y se dirigió a su escritorio para rápidamente hacer las llamadas telefónicas con las que podría producir una historia similar.
Los reporteros del ayuntamiento, del edificio del tribunal penal, del edificio del estado de Illinois y del departamento de policía hacían llamadas telefónicas a los editores de noticias locales para «suavizar» sus historias. Una vez que los reporteros proveyeran un rápido bosquejo de la situación, los asistentes podrían cubrir con su mano el teléfono y preguntar a su jefe, el editor de noticias locales, la decisión sobre como debía manejarse el artículo.
—Los policías perseguían un carro cuando se estrelló con un autobús —uno de ellos le informó al editor local—. Cinco heridos, ninguno de gravedad.
—¿Autobús escolar?
—Autobús urbano.
El editor frunció el ceño:
—Dame un «cuatro cabezas» —ordenó, lo cual era el código para una historia de tres párrafos.
—«Cuatro cabezas» —repitió el asistente en el teléfono, oprimió un botón para conectar al reportero con el escritor, quien anotaría los detalles en su máquina de escribir y después moldearía el asunto en cuestión de minutos.
Corría el año 1974, yo era un novato, hacía solo tres meses que había salido de la escuela de periodismo de la Universidad de Missouri. Había trabajado en pequeños periódicos desde que tenía catorce años, sin embargo, estas eran las grandes ligas, y ya era adicto a la adrenalina. Un día en particular, no obstante, me sentí más como un espectador que como un participante. Paseaba por el escritorio de noticias locales y dejé caer de forma informal mi historia en la canasta de recepción. Era una ofrenda pobre, una reseña de un párrafo sobre dos camiones cisternas que explotaron en el sur de los suburbios. El artículo estaba destinado a la sección tres, página diez, con un montón de basura periodística llamada «breves metropolitanas». No obstante, mi suerte estaba a punto de cambiar.
Parado fuera de su oficina de paredes de vidrio, el subgerente de edición llamó mi atención:
—Ven acá —me dijo.
—¿Qué hay? —le pregunté acercándome.
—Mira esto —dijo dándome un pedazo de papel con un telegrama, no esperó a que lo leyera y empezó a informarme al respecto.
—Locuras en el oeste de Virginia —dijo— la gente esta siendo baleada, las escuelas bombardeadas, todo porque unos campesinos
están perturbados por los libros de texto que se están usando en las escuelas.
—Estas bromeando —le dije—. Buena historia.
Mis ojos revisaron el breve reporte de la Prensa Asociada. Rápidamente noté que los pastores estaban denunciando que los libros de texto estaban en contra de Dios y que las iglesias llevaban a cabo reuniones. Mis estereotipos se acentuaron.
—¿Cristianos, no? —dije—. Y dicen que aman a su prójimo y que no juzgan a otros.
Me hizo una seña para que lo siguiera hacia una caja fuerte ubicada en la pared, giró la perilla y la abrió, tomando dos paquetes de billetes de veinte dólares.
—Ve al oeste de Virginia y verifícalo —me dijo dándome seiscientos dólares para gastos de viaje—. Dame una historia para el Bulldog. Se refería a la primera edición del periódico del domingo siguiente. Eso no me daba mucho tiempo, ya era medio día del lunes.
Empecé a alejarme, pero el editor me tomó del brazo.
—Oye, ten cuidado —me dijo.
—¿Qué quieres decir? — inquirí con ingenuidad.
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