(«Nunca hacía más que cuando nada hacía, y nunca se hallaba menos solo que cuando estaba solo»)
Cada uno de nosotros todo lo sabe como en sueños, pero cuando está despierto, en cambio, todo lo ignora.
NOTA DE LA EDITORA
Como amiga y albacea literaria de Hannah Arendt, he preparado La vida del espíritu para su publicación. En 1973, «El Pensamiento» fue presentado, de forma resumida, en las Gifford Lectures pronunciadas en la Universidad de Aberdeen y, en 1974, lo fue la primera parte de «La Voluntad». «El Pensamiento» y «La Voluntad» se impartieron, de nuevo en forma abreviada, como un curso en la New School for Social Research de Nueva York en 1974-1975 y en 1975. La historia de esta obra, y de su preparación editorial, se narra en el prefacio de la editora. Al final del volumen se incluye un apéndice sobre «El Juicio», extraído de un curso sobre la filosofía política de Kant presentado en la New School for Social Research en 1970.
En nombre de Hannah Arendt, transmito sus agradecimientos al profesor Archibald Werrham y al profesor Robert Cross, de la Universidad de Aberdeen, así como a las señoras Werrham y Cross, por su amabilidad y hospitalidad durante los períodos que pasó allí como conferenciante. Asimismo, remito su gratitud al Consejo de la Universidad, responsable de la invitación.
Por lo que a mí respecta, y en cuanto editora, hago extensible mi agradecimiento, ante todo, a Jerome Kohn, profesor ayudante de la doctora Arendt en la New School, por la continua ayuda que me brindó a la hora de resolver ciertas dificultades del texto y por la diligencia y cuidado con que buscó y verificó las citas. Asimismo, le estoy agradecida, igual que a Larry May, por preparar el índice. También quiero mostrar un agradecimiento especial a Margo Viscusi por su santa paciencia al mecanografiar de nuevo un manuscrito muy retocado, repleto de añadidos, entre párrafos y entre líneas, procedentes de distintas manos, así como por su búsqueda de cuestiones editoriales. Doy las gracias a su marido, Anthony Viscusi, por haberme prestado sus libros de estudio, que me facilitaron la comprobación de algunas citas esquivas. También agradezco a mi marido, James West, sus providenciales manuales de filosofía y su diligencia para hablar del manuscrito y de los problemas que en ocasiones planteaba, sin olvidar la capacidad de decisión de que dio prueba a la hora de deshacer algún nudo gordiano del plan general y de la organización de este libro. Mi reconocimiento también se dirige a Lotte Köhler, mi coalbacea, por poner a disposición de los editores de la editorial los libros que fueron precisos de la biblioteca de Hannah Arendt y por su constante devoción y amabilidad. Muestro mi gratitud a Roberta Leighton y a su equipo de Harcourt Brace Jovanovich por sus cuitas y la inteligencia aportada para sacar a la luz el manuscrito, sobrepasando de lejos la práctica editorial habitual. Mi más cálido agradecimiento para William Jovanovich por el interés personal que siempre mostró respecto de La vida del espíritu, interés que ya manifestó en Aberdeen al asistir a tres de las Gifford Lectures. Para él, Hannah Arendt era algo más que una «autora» y ella, por su parte, no sólo valoró su amistad, sino también sus comentarios y posturas críticas en relación con el texto. Desde el fallecimiento de Hannah Arendt, me ha dado ánimos y fuerzas con su atenta lectura del texto editado y con sus sugerencias para ordenar el material de «El Juicio» procedente de las conferencias sobre Kant. Por encima de todo, y sobre todo, siempre estuvo dispuesto a compartir la carga de la decisión, tanto en las cuestiones mayores como en las menores. También estoy en deuda con mis amigos Stanley Geist y Joseph Frank por haberme permitido consultarles los problemas lingüísticos que planteaba el manuscrito. Y, por echarme una mano con el alemán, le doy las gracias a mi amigo Werner Stemans, del Instituto Goethe de París. Mi reconocimiento a la revista The New Yorker, que publicó «El Pensamiento» con ligeras modificaciones; siento gratitud hacia William Shawn por su entusiasta acogida del manuscrito, una reacción que hubiera llenado de satisfacción a la autora. Por último, y por encima de todo, agradezco a Hannah Arendt el haberme otorgado el privilegio de trabajar en su libro.
M ARY M C C ARTHY
PREFACIO DE LA EDITORA
Hannah Arendt falleció repentinamente el día 4 de diciembre de 1975; era un jueves al atardecer y estaba departiendo con unos amigos. El sábado precedente había acabado «La Voluntad», la segunda sección de La vida del espíritu. Igual que en su obra anterior, La condición humana, el trabajo estaba concebido en tres partes. La condición humana, cuyo subtítulo era Vita Activa, estaba dividida en Labor, Trabajo y Acción. La vida del espíritu, tal y como estaba planeada, se subdividía en Pensamiento, Voluntad y Juicio, las tres actividades básicas de la vida del espíritu, en opinión de la autora. La distinción establecida en la Edad Media entre la vida activa del hombre en el mundo, y la solitaria vita contemplativa, estaba naturalmente presente en su pensamiento, a pesar de que para ella aquel que piensa, quiere y juzga no es un contemplativo, apartado por una vocación de monje, sino cualquier hombre en tanto que ejerce su capacidad específicamente humana de retirarse de vez en cuando a la región invisible del espíritu.
Arendt jamás se pronunció abiertamente acerca de si la vida del espíritu era superior a la vida activa (como la habían considerado la Antigüedad y la Edad Media). Sin embargo, no sería excesivo decir que dedicó los últimos años de su vida a esta obra, que ella emprendía como una tarea, la más elevada a la que había sido llamada, que se le imponía como ser vigorosamente pensante. En medio de sus múltiples clases y compromisos, de su presencia en mesas redondas, jurados y consejos asesores (como ciudadana y figura pública se veía constantemente reclutada por la vita activa, aunque rara vez era una voluntaria), siguió inmersa en la redacción de La vida del espíritu, como si llegar a concluirla la liberara no tanto de una obligación, lo cual suena demasiado oneroso, como de un compromiso adquirido; todos los caminos, incluidos los secundarios, que recorría por casualidad o de modo intencionado en su vida cotidiana y profesional, la conducían de nuevo a él.
Cuando en junio de 1972 fue invitada a impartir las Gifford Lectures en la Universidad de Aberdeen, aprovechó la ocasión para poner a prueba los volúmenes que estaba preparando. Las Gifford Lectures le sirvieron también como un estímulo. Fundadas en 1885 por Adam Gifford, un notable juez y jurista escocés, «con el propósito de crear en cada una de las cuatro ciudades, Edimburgo, Glasgow, Aberdeen y St. Andrews [...] una cátedra [...] de Teología natural, en el más amplio sentido del término», las conferencias habían sido dictadas por Josiah Royce, William James, Bergson, J. G. Frazer, Whitehead, Eddington, John Dewey, Werner Jaeger, Karl Barth, Étienne Gilson y Gabriel Marcel entre otros, una lista de honor en la que ella se sintió muy orgullosa de figurar. Si hubiese sido supersticiosa, hubiera considerado estas Lectures también como un portafortuna: Las variedades de la experiencia religiosa, Proceso y realidad de Whitehead, La búsqueda de la certeza de Dewey, El misterio del ser de Gabriel Marcel, El espíritu de la filosofía medieval