Invitación a una sensata desmesura
No soy historiador, pero recientemente me he convertido a la historia como antes me convertí a la filología, la neurología, la economía y el derecho. Tengo pues el fervor del policonverso, del que debo arrepentirme, aunque sin claro propósito de enmienda. La Historia me proporciona una ilusión panóptica a la que no quiero renunciar. He vivido su estudio como la dura ascensión a una montaña, desde la que veo un paisaje soberbio. Soberbio en sentido subjetivo, es decir, que me hace confiar en una sabiduría que sin duda no tengo. Soberbio también en sentido objetivo, por lo espectacular del paisaje. Ante mí tengo la experiencia de la humanidad, sus analogías y sus diferencias, sus avances y retrocesos, sus sorprendentes enlaces. En una nota a pie de página de su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, Gibbon comentaba que el descenso en la demanda de pescado inglés, en 1328, se debió a la expansión del Imperio mongol. Le pareció «no poco caprichoso que las órdenes de un jan mongol, que reinaba en tierras fronterizas con China, pudieran haber reducido el precio de los arenques en el mercado inglés».
La presente obra es el resultado de una larga investigación, cuya conclusión adelanto para intentar contagiar al lector mi entusiasmo por el tema. Vista desde el Panóptico, nuestra historia no es un mero agregado de miríadas de hechos, de acciones realizadas por miles de millones de humanos durante más de dos millones de años, sino que es una aventura metafísica, me atrevería a decir si esta última palabra no asustara. La historia no tiene una finalidad, pero las acciones humanas sí, y por ello el resultado de la agregación de estas no es aleatorio. Lo que contemplo es el lento trabajo de una especie animal para separarse de sus humildes orígenes e irse definiendo a sí misma, sin saber que lo estaba haciendo, por el simple procedimiento de ir resolviendo los problemas que sus necesidades, sus expectativas y el entorno le planteaban. Esta es la historia del progreso humano, que en realidad puede interpretarse como una tenaz y a veces no consciente búsqueda de la felicidad. Este proceso se rige por lo que he denominado Ley del progreso ético de la humanidad.
El hecho de que la felicidad se haya puesto de moda y convertido en una industria ha acabado por trivializar la palabra, por lo que tengo que hacer ciertas precisiones antes de usarla. Como en otros libros, en este también distingo entre «felicidad subjetiva», que es una experiencia íntima, plural, esquiva, difícil de medir, el polo ideal e impreciso hacia el que tienden todas nuestras motivaciones, y «felicidad objetiva o política», que no es una experiencia, sino una situación social que ofrece a sus miembros recursos que favorecen su acceso a la felicidad privada, que es la que busca la inteligencia individual. Pero la interacción de multitud de inteligencias individuales buscando su felicidad produce violentos choques o, por el contrario, si la racionalidad se impone, un fenómeno de «ajuste», que llamamos «justicia», una situación en que todos los individuos pueden alcanzar la máxima satisfacción de sus pretensiones.
Los humanos tienen muchas necesidades y muchas más expectativas, y se empeñan en satisfacerlas. Llamamos «cultura» al sedimento de los resultados de ese afán que se transmite a la siguiente generación. No debemos verla como un archivo, sino como una caja de herramientas, una condensación de experiencias acumuladas que amplían nuestras posibilidades de acción, un «capital social» puesto a disposición de los ciudadanos para que lo inviertan en sus propios proyectos. Cada sociedad, en cada momento histórico, ofrece a sus miembros más o menos recursos, una cultura más o menos rica. En la actualidad nos preocupamos de medir la riqueza de las naciones, que no consiste solo en su Producto Interior Bruto, sino, además, en el nivel de bienestar, de oportunidades ofrecidas, de competencias alcanzadas, de capital social, en suma. Espero que alguien más cualificado que yo aplique esas mediciones de bienestar, de desarrollo, de capital social a toda la historia de la humanidad. Eso nos permitiría ver con más claridad el conmovedor progreso de nuestros antepasados y sus dramáticas caídas.