A María, una vez más.
A Esteban Martín Pérez.
INTRODUCCIÓN
No podría concebir una vida sin trabajo. La imaginación creativa y el trabajo van juntos conmigo, no me deleito en otra cosa.
Esto sería una prescripción para la felicidad si no fuera por el terrible pensamiento de que su productividad depende de humores sensibles. ¿Qué se ha de hacer el día en que los pensamientos cesen de fluir y no salgan las palabras adecuadas? No se puede menos que temblar ante la posibilidad.
S IGMUND F REUD A E RNEST J ONES
T AL VEZ ESTE LIBRO SORPRENDA AL LECTOR . Más aún, nos sentiríamos decepcionados si no sucediera. Está escrito por un poeta metido a novelista (AP) y por un filósofo metido a pedagogo (JAM). A uno siempre le ha interesado lo excepcional de la creación literaria, y al otro, saber si esa excepcionalidad se puede aprender. No estamos tan distantes, porque ambos pensamos que el lenguaje, la expresión, la creación literaria es un mundo mágico y fascinante. AP prefiere admirar esa colosal posibilidad. JAM intenta explicarla. Cada uno arrostra sus peligros. Uno puede acabar andando por las nubes, y el otro convirtiéndose en un taxidermista. La colaboración es, pues, prometedora. Cada uno puede servir de antídoto al otro, porque AP describe el aspecto misterioso de la creación, mientras que JAM pretende descubrir los mecanismos de ese misterio. No se trata de una desmitologización de lo excepcional, sino, al contrario, de una mitologización de lo cotidiano. En eso también estamos de acuerdo. Frente a una mirada que todo lo trivializa, tanto el poeta como el filósofo aspiramos a un «reencantamiento del mundo».
Una advertencia sobre el estilo. Durante la elaboración de este libro, cada uno de los autores hemos trabajado independientemente, intercambiándonos textos por e-mail, y reuniéndonos los domingos para conversar, en casa de AP o en la de JAM, es decir, rodeados de nuestros libros. Esto nos ha permitido consultar las obras que salían a lo largo de la conversación. Pero al hacer la versión final, hemos pensado que las obras sobre creatividad suelen ser académicas y pesadas. No hay nada más triste que una obra sobre creatividad que no sea creativa —«Recuerdo que cuando JAM estaba escribiendo Elogio y refutación del ingenio, quería a toda costa que la obra fuera “además” ingeniosa» (AP)—. Por eso hemos decidido poner en práctica lo que estamos explicando. Hasta los principiantes en teoría de la novela saben que el autor tiene que elegir un «narrador». El recurso más tradicional es el «narrador omnisciente». Y los autores han decidido elegirlo. Así pues, este texto que en gran parte es auto-bi-biográfico, está contado por una tercera voz, que conoce todo sobre los verdaderos autores y puede, además, meter cosas de su cosecha. A partir de aquí, es ella quien habla, lo cual nos permite poder comenzar un libro copiando uno de los grandes comienzos de una de las grandes novelas de todos los tiempos: Moby-Dick.
Call me Ishmael. Suponed que me llamo Ismael. Voy a escribir este libro intercalando las conversaciones de AP y JAM. No olviden que «yo soy dos». He dejado chico a Rimbaud. Ya sabrán por qué lo digo.
CAPÍTULO PRIMERO
LO NATURAL Y LO APRENDIDO
De niña, yo pensaba que los hermanos Álvarez Quintero escribían sus obras diciendo uno una palabra y el otro, otra.
M ARÍA DE LA V ÁLGOMA
1. ¿Pero se puede aprender a crear?
M E PARECE UNA PREGUNTA PERTINENTE antes de comenzar un libro sobre el aprendizaje de la creatividad literaria. En estilo Twitter podría responder: «Sí, se puede aprender, porque la creatividad literaria es un hábito adquirido». Pero con este laconismo tecnológico nos quedaríamos sin saber nada, aunque lo repitiera un millón de seguidores. Lo importante es cómo se llega hasta esa afirmación, y lo que se desprende de ella. Tomaré, pues, un camino más largo. Escribir es un modo de expresión extraordinariamente perfecto, complejo y con inagotables posibilidades. Es, además, una competencia universalmente deseable. A todos nos conviene escribir bien, y el sistema educativo debería fomentarlo. Hace unos años, JAM escribió un libro (en colaboración con María de la Válgoma) titulado La magia de escribir, que en realidad hubiera debido llamarse «la magia de expresar». Querían enfatizar el momento expresivo de todo aprendizaje. Una metáfora comúnmente aceptada nos dice que «aprender» es «asimilar», es decir, comer y digerir. La metáfora es perversa si no se añade a continuación que no se come para comer sino para poder hacer otras cosas. De la misma manera, no se aprende para saber, sino para actuar, es decir, para pensar, relacionarse, crear, hablar o enamorarse. Una bulimia informativa sólo conduciría a la obesidad mental, al torpor y a la parálisis. El aprendizaje es, pues, un trampolín que nos permite dar el salto expresivo.
Llegaban a la conclusión de que aprender a expresarse era, en el fondo, aprender a manejar la propia inteligencia, porque la inteligencia humana es estructuralmente lingüística: pensamos con palabras, nos interpretamos mediante palabras, gracias a ellas dirigimos la acción, y por ellas nos entendemos o malentendemos. La palabra hablada es el núcleo esencial de este gran dinamismo de la inteligencia, pero la escritura es su máxima realización objetiva, la que nos permite crear grandes obras del pensamiento o del arte, la gran generadora y transmisora de la cultura. Todos los niños —decían— aprenden a escribir, todos pueden llegar a escribir bien y, ésta es la novedad, todos pueden aprender a escribir creativamente. De aquí quiero partir. Hay, en efecto, una creatividad cotidiana que forma parte deseable del desarrollo de toda inteligencia. Consiste en elaborar proyectos nuevos o en resolver problemas de siempre con soluciones nuevas. Hablando en plata, se trata de tener muchas y buenas ideas. Razonar, exponer un proyecto, convencer, contar de manera interesante, emocionar a través de la palabra, son destrezas útiles para la vida personal y social. Unas relaciones inarticuladas acaban en violencia verbal y posiblemente física. Pero en este libro no nos referimos a esa creatividad general, cotidiana, de la que todos deberíamos disfrutar, sino a la creatividad literaria, especializada, experta, productora de obras valiosas socialmente reconocidas, que configura un campo de excepcionalidad estética. Cuando alguien dice «Yo quiero ser escritor» no está diciendo que quiere escribir bien, sino que se siente atraído por un mundo de límites inciertos, pero de cualidades ciertas: la brillantez, la elocuencia, la potencia creadora, la belleza, la profundidad, la percepción poética. Y también, por supuesto, la visibilidad pública, el éxito, la entrada en el Olimpo. En una palabra, el mundo de la literatura.
Tal vez el lector haya sentido el mismo sobresalto que yo. Acabo de escribir una palabra harto común —literatura— y ahora constato que no sé lo que significa. En mala hora me detengo a reflexionar, porque mientras lo hago me asaltan otras descomunales palabras que tampoco acabo de comprender, aunque las uso continuamente: Arte, Belleza, Humanismo, Espíritu. Me parecen solemnes vestigios de un mundo desaparecido. Tal vez la nostalgia de un paraíso perdido, que acaso nunca existió. Leo en un libro sobre la lectura: «La experiencia literaria es la más elevada que el hombre pueda conocer junto a la del amor». Fervorosa exageración. Harold Bloom, al hablar del «canon literario» amplia todavía más la anchura, altura y profundidad de la experiencia: «La adoración occidental a Dios —por parte de judíos, cristianos y musulmanes— es la adoración a un personaje literario: Jahvé». Y acaba elogiando la literatura con trompeteo olímpico: