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Jose Antonio Marina - Aprender A Convivir

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Jose Antonio Marina Aprender A Convivir

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¿Por qué nos resulta tan difícil convivir si somos seres sociales?A los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir, es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la vida en común.Marina aborda en este libro los tres principales niveles de convivencia: con uno mismo, con los cercanos (pareja, familia, amigos, compañeros de trabajo), y con el resto de ciudadanos(convivencia política).

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¿Por qué nos resulta tan difícil convivir si somos seres sociales?A los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir, es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la vida en común.Marina aborda en este libro los tres principales niveles de convivencia: con uno mismo, con los cercanos (pareja, familia, amigos, compañeros de trabajo), y con el resto de ciudadanos(convivencia política).

José Antonio Marina
Aprender a convivir
© 2006, Empresas filosóficas, S. L.
© 2006, Editorial Ariel, S. A.
© 2007, para esta edición, RBA Coleccionables, S. A.
Diseño de la cubierta: Lemonlab I
SBN: 978-84-473-5366-8
Depósito legal: NA-1271-2007 Impresión y encuadernación: RODESA
Impreso en España — Printed in Spain
A María
INTRODUCCIÓN
Las piedras coexisten, las personas convivimos. Y esta inevitable relación es fuente de posibilidades y fuente de conflictos, contradictorio manantial de dichas y desventuras. Nuestro proyecto de felicidad es siempre privado, pero necesita integrarse forzosamente en un proyecto de felicidad compartida. Hasta el más estricto anacoreta, en las inclementes soledades del desierto, convive consigo mismo desde la cultura que recibió, hablándose en el lenguaje que aprendió, es decir, manteniendo siempre la presencia de los otros. Por desgracia, a los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir, es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la convivencia. La calidad de nuestra vida va a depender del sistema de relaciones que consigamos establecer, y trenzarlo bellamente es el arte supremo.1
El asunto es complicado porque entran en juego muchos elementos —biológicos, psicológicos, culturales, sociales y éticos—. Los intereses se enfrentan, y los sentimientos, con frecuencia, también. Las soluciones simplistas son peligrosas, pues despiertan expectativas que no van a ser cumplidas. Decir que si todos tuviéramos tolerancia o nos quisiéramos mucho o fuéramos buenos o se aboliera la propiedad privada se resolverían de golpe todos los problemas sociales, es una ingenuidad. Me recuerda aquella anécdota de un político americano que decía: «No le den más vueltas. El conflicto entre judíos y palestinos se terminará el día en que todos se comporten como buenos cristianos». Aprender a convivir es un arte en el que la psicología, la cultura y la ética van a intervenir y a interferir— se continuamente.
Pero ¿quién puede enseñar a convivir sin caer en una presunción ridícula? El comportamiento de los adultos demuestra que lo hacemos muy mal. Hay demasiados conflictos, agresividad, fracasos afectivos, falta de compasión y malentendidos en nuestras vidas como para sentar cátedra de sabios. Unos adultos desconcertados tienen que enseñar a vivir a unos niños, y tal vez aquí radique el problema. «El Roto», un filósofo gráfico, presenta en una de sus viñetas a dos jóvenes, uno de los cuales dice: «Nuestros padres no nos entienden porque pertenecen a otra degeneración». Lo cuento para curarme en humildad. También los adultos tendríamos que aprender a convivir, porque somos fuente permanente de conflictos y, además, porque a lo largo de la vida los problemas —y las posibilidades— planteados por la convivencia son diferentes, con lo que la situación nos coge siempre por sorpresa y tenemos que estar aprendiendo siempre.
La aparición de graves perturbaciones sociales —violencia, conductas de riesgo, fracaso escolar, drogas, conflictos familiares, depresiones infantiles— ha hecho que en toda nuestra área cultural crezca el interés por la educación para la convivencia. Algo tan complejo como convivir tiene que tratarse a muchos niveles, lo que ha dado lugar a un panorama variado y caótico de disciplinas. En el nivel más elemental está la enseñanza de habilidades sociales, la antigua «urbanidad», que fomenta la creación de los hábitos que favorecen el trato social, los buenos modos: pedir las cosas por favor, excusarse, defender los propios derechos, tratar con el sexo opuesto, afrontar los conflictos. Otro enfoque insiste en la educación de las emociones, para poder controlar la agresividad o el miedo o el pesimismo. En países anglosajones, se da gran importancia a la «educación del carácter», a medio camino entre la psicología y la moral. Como parte de ella se habla de la enseñanza de conductas prosociales, que ejecutan actos de ayuda a los demás. Cuando se enfoca la convivencia desde el punto de vista político, se diseñan proyectos de educación para la ciudadanía o para la democracia o para la paz. Hay, además, múltiples programas de prevención de riesgos: droga, accidentes, embarazos, racismo. Nos encontramos, pues, ante un confuso aluvión de disciplinas, experiencias, teorías, programas, objetivos, que en este libro voy a intentar organizar a mi manera.2
El método va a ser circular. Comenzaré analizando los problemas de convivencia que tenemos los adultos. Al fin y al cabo, no queremos educar a niños para que permanezcan siéndolo —porque la niñez es territorio de paso— sino que queremos educar a los niños para que sean adultos. Por lo tanto, reflexionar sobre nuestra situación como mayores de edad nos va a permitir saber qué destrezas hemos de fomentar durante la infancia. En esta búsqueda inductiva se irán delineando varios hábitos cognitivos y afectivos, cuya presencia constante, a todos los niveles, indica su importancia fundamental: la seguridad, la empatía, la compasión, la responsabilidad, el respeto, la libertad, el deber. Veremos cómo el niño los descubre, los aprende o no los aprende. En el último capítulo, tras este viaje por las complejidades de la acción y de los sentimientos, expondré de forma ordenada los resultados de la exploración, como los naturalistas que después de su aventura por la selva exponían sus herbolarios. El lector encontrará allí el retrato del buen ciudadano, es decir, del que une a la virtud privada su virtud pública. Como es imposible tratar con detenimiento todos los aspectos de tan complejo asunto, y mucho más proponer soluciones concretas, en la bibliografía recomendaré algunos libros que me parecen útiles desde el punto de vista práctico.
Capítulo 1
APRENDER A CONVIVIR
1. ¿Por qué resulta tan difícil convivir?
¿Por qué nos resulta tan difícil convivir, si somos seres sociales? Las naciones se enfrentan, las parejas se rompen, los vecinos no se hablan, la agresividad se dispara. En Aprender a vivir describí la aventura de crecer, la emergencia de una personalidad a partir de un variado conjunto de influencias genéticas, educativas, sociales, y económicas. Estudié los recursos que deberíamos fomentar para que los niños estuvieran en buenas condiciones de llevar una vida feliz y una convivencia digna. Entre dios se encuentra la «sociabilidad», la capacidad de relacionarse con los demás. No somos islas. Todos los antropólogos han puesto de relevancia la necesidad de vinculación3 y la necesidad de reforzar las formas de comunicarse. Pero con la misma unanimidad han indicado el carácter conflictivo de nuestras relaciones.
Tenemos que vivir en comunidad, pero, a diferencia de los animales grupales, esa sociedad no es un mero agregado regido por el instinto, una manada más sabia o una colmena letrada, sino la realización larga, y con frecuencia dramática, de un proyecto de vida inteligente, inventado y tenazmente perseguido por la Humanidad. Llamamos «cultura» a la realización de tan complejo proyecto, y encargamos a la educación la transmisión de esa sabiduría aprendida. Por ello, educar es fundamentalmente socializar, es decir, desarrollar las capacidades, asimilar los valores, adquirir las destrezas que una sociedad considera imprescindibles no sólo para vivir, sino para el buen vivir. Se trata de aprovechar la experiencia de la humanidad. Todos los animales aprenden, pero sólo el ser humano educa, esto es, se seduce a sí mismo desde lejos y dirige su propio aprendizaje o el de los demás de acuerdo con un proyecto, un modelo o una meta. Esta peculiaridad convierte a la educación en un
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