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DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS
En verdad, el siglo XX no ha sido pobre en catástrofes históricas: dos guerras mundiales, Auschwitz, Nagasaki, luego Harrisburg y Bhopal, ahora Chernobil. Esto obliga a ser prudente en la elección de las palabras y agudiza la mirada para las peculiaridades históricas. Hasta ahora, todo el sufrimiento, toda la miseria, toda la violencia que unos seres humanos causaban a otros se resumía bajo la categoría de los «otros»: los judíos, los negros, las mujeres, los refugiados políticos, los disidentes, los comunistas, etc. Había, por una parte, vallas, campamentos, barrios, bloques militares, y, por otra, las cuatro paredes propias; fronteras reales y simbólicas tras las cuales podían retirarse quienes en apariencia no estaban afectados. Todo esto ya no existe desde Chernobil. Ha llegado el final de los otros, el final de todas nuestras posibilidades de distanciamiento, tan sofisticadas; un final que se ha vuelto palpable con la contaminación atómica. Se puede dejar fuera la miseria, pero no los peligros de la era atómica. Ahí reside la novedosa fuerza cultural y política de esta era. Su poder es el poder del peligro que suprime todas las zonas protegidas y todas las diferenciaciones de la modernidad.
Esta dinámica de un peligro que no respeta fronteras no depende del grado de contaminación ni del debate sobre las consecuencias de la misma. Más bien, sucede lo contrario: que toda medición siempre tiene lugar bajo la guillotina de los efectos globales de la contaminación. La confesión de una contaminación atómica peligrosa equivale a la confesión de la falta de esperanzas para regiones, países y continentes enteros. Seguir viviendo y (re)conocer el peligro se contradicen. Es este fatum lo que otorga su importancia existencial al debate en torno a las medidas y a los valores límite, en torno a las consecuencias a corto y largo plazo. No hay más que preguntarse qué habría podido cambiar en nuestro comportamiento si de acuerdo con los valores oficiales se hubiera producido una contaminación agudamente peligrosa del aire, el agua, los animales y los seres humanos. ¿Habríamos dejado de vivir (de respirar, de comer, de vivir) por orden del gobierno? ¿Qué pasa con la población de todo un continente que está contaminada de manera irreparable en grados diversos (de acuerdo con variables «fatalistas» como el aire y el clima, la distancia respecto del lugar del accidente, etc.)? ¿Se puede tener en cuarentena a grupos enteros de países? ¿Estalla el caos en el interior? ¿O también en ese caso al final todo habría tenido que suceder como ha sucedido después de Chernobil? Estas preguntas ponen en claro una implicación objetiva en la que el diagnóstico del peligro coincide con el conocimiento de que se está ineluctablemente a merced del mismo.
En la modernidad desarrollada, que había surgido para eliminar las limitaciones derivadas del nacimiento y permitir que los seres humanos obtuvieran mediante su propia decisión y su propia actuación un lugar en el tejido social, aparece un nuevo destino «adscriptivo» de peligro, del que no hay manera de escapar. Este destino se asemeja más al destino estamental de la Edad Media que a las situaciones de clase del siglo XIX . Sin embargo, ya no tiene la desigualdad de los estamentos (ni grupos marginales, ni diferencias entre la ciudad y el campo, entre las naciones o etnias, etc.). Al contrario que los estamentos o las clases, este destino tampoco se encuentra bajo el signo de la miseria, sino bajo el signo del miedo, y no es precisamente una «reliquia tradicional», sino un producto de la modernidad, y además en su estado máximo de desarrollo. Las centrales nucleares (que son la cumbre de las fuerzas productivas y creativas humanas) se han convertido, a partir de Chernobil, en signos de una Edad Media moderna del peligro, en signos de amenazas que, al mismo tiempo que impulsan al máximo el individualismo de la modernidad, lo convierten en su contrario.
Aún están llenos de vida los reflejos de otra época: ¿cómo puedo protegerme a mí y a los míos? Y proliferan los consejos para lo privado, que ya no existe. Sin embargo, seguimos viviendo en el shock antropológico de una dependencia de las formas civilizatorias de vida respecto de la «naturaleza», una dependencia de la que nos hemos dado cuenta en la amenaza y que ha acabado con todos nuestros conceptos de «madurez» y «vida propia», de nacionalidad, espacio y tiempo. Muy lejos, en el oeste de la Unión Soviética (a partir de ahora: en nuestro entorno más próximo), sucede un accidente, algo no pretendido ni agresivo, más bien un acontecimiento que habría que evitar, pero que en su carácter de excepción también es normal, más aún: humano. Lo que causa la catástrofe no es un error, sino los sistemas que transforman la humanidad del error en fuerzas destructivas incomprensibles. Para evaluar los peligros, estamos remitidos a instrumentos de medición, a teorías y sobre todo a nuestro no saber, incluidos los expertos que acababan de proclamar un reino de seguridad atómica que duraría 10.000 años y que ahora subrayan con una nueva seguridad impactante el peligro que nunca había existido agudamente.
En medio de todo esto se destaca la peculiar mezcla entre naturaleza y sociedad con la que el peligro vence a todo lo que pudiera ofrecerle resistencia. Ahí está primero el híbrido de la nube atómica, aquella fuerza de la civilización invertida y transformada en una fuerza de la naturaleza en la que la historia y el clima se han unido de una manera tan paradójica como poderosa. Conectado en una red electrónica, todo el mundo la contempla como hechizado. La «esperanza última» en un viento «favorable» (¡pobres suecos!) manifiesta mejor que muchas palabras hasta qué punto está desvalido un mundo supercivilizado que para proteger sus fronteras ha empleado las alambradas y los muros, el ejército y la policía. Un giro «desfavorable» del viento, además la lluvia (¡qué mala suerte!), y la futilidad se pone a proteger a la sociedad de la naturaleza contaminada, a trasladar el peligro atómico a lo «otro» del mundo que nos rodea.
Esta experiencia, que hizo tambalearse por un instante a nuestra forma de vida, refleja el hecho de que el sistema industrial mundial se encuentra a merced de la «naturaleza» integrada y contaminada industrialmente. La contraposición de naturaleza y sociedad es una construcción del siglo XIX que servía al doble fin de dominar