El enigma de las
MOMIAS
El enigma de las
MOMIAS
Claves históricas del arte de la
momificación
en las antiguas civilizaciones
D AVID E. S ENTINELLA
Colección: Investigación abierta
www.nowtilus.com
Título: El enigma de las Momias
Subtítulo: Claves históricas del arte de la momificación
en las antiguas civilizaciones
Autor: © David E. Sentinella
© 2006 Ediciones Nowtilus S. L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 - Madrid
www.nowtilus.com
Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño y realización de cubiertas: Rodil&Herraiz
Diseño y realización de interiores: JLTV
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
ISBN 13: 978-84-9763-346-8
Libro electrónico: primera edición
A Rosa y Josep Ramon;
por darme la vida y enseñarme a amarla,
por compartir sueños e ilusiones,
por vuestro apoyo incondicional.
Í NDICE
A Belén por aparecer en mi vida, soportar la espera y estar siempre ahí.
A Lorenzo Fernández Bueno; qué quieres que te diga, compadre: gracias por creer en mí, por ofrecerme tu apoyo, por tu valiosa amistad, por… ¡tantas cosas!
A Fernando Jiménez del Oso, maestro donde los haya: fue un placer y un honor haber trabajado contigo.
A Juan Jesús Haro Vallejo, Tomé Martínez, Juan Ignacio Cuesta y Pablo Villarrubia, por navegar juntos en el mismo barco y compartir ideas, conocimientos, experiencias y amistad.
A mis queridos amigos "guanches" José Gregorio González, David Heylen y Fernando Hernández, con los que todavía me quedan muchos barrancos por recorrer.
A Mar Rey Bueno, por su eficaz y desinteresada contribución, algo extraño hoy día, ayudándome en la obtención de documentación específica.
A "Los Cavaleiros do Sertao", cuyo espíritu fundacional sobrepasa los intereses de lo profesional.
También quisiera mostrar mi agradecimiento a Rafael González Antón y Conrado Rodríguez del Museo Arqueológico de Tenerife, por ayudarme en todo lo que estuvo en sus manos.
A Paco Etxeberria de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, en San Sebastián, porque con su trabajo y profesionalidad despertó en mi adolescencia, el interés por la incorruptibilidad y las momias.
Gracias a todos.
D e pequeño siempre me llamó la atención el modo en que cada pueblo, cada sociedad, se enfrentaba a esa cita ineludible con la muerte. Unos, con temor, otros con tabú, incluso algunos pueblos más lejanos a nuestra civilización occidental con reverencia; pero ninguno, y repito, ninguno con indiferencia. El interés no se trataba de un juego morboso con el que alimentar la abundante imaginación y el afán de curiosidad que pudiera tener un joven adolescente. La muerte era real, tan real como la vida misma, y la búsqueda de esas respuestas no era sino una necesidad de comprensión del fenómeno y de sus múltiples rostros. Más allá de la experiencia personal que supone, tanto para el que fallece como para sus familiares y amigos, la importancia de ese umbral que delimita la vida por uno de los dos extremos, trasciende al Hombre, al tiempo y al espacio. Y ese concepto no se me pasaba por alto.
Aún siendo la muerte un hecho real que nos acompaña día a día, en términos generales el hombre rehuye y rechaza su existencia, como sí, por el simple hecho de volverle la espalda, dejara de existir. Nos hemos acostumbrado a su compañía tanto como a nuestra sombra, siempre y cuando no nos afecte a nuestro entorno más directo, reduciéndola a una simple imagen que nos asalta a través de la pantalla del televisor cuando vemos los informativos, lo leemos en la prensa o nos lo narra un angustiado amigo que ha padecido la falta de algún ser querido.
Recuerdo una conversación en particular. Allá por el año 1994 me encontraba de viaje por el norte de la India, al pie de los Himalayas.
Después de un ajetreado día de viajes, esperas y entrevistas, me senté agotado en el suelo del patio del monasterio de Dharamshala –lugar donde reside el Dalai Lama en el exilio–, viendo como los últimos rayos del sol se reflejaban sobre las nieves perpetuas de las montañas. Tras unos instantes, un joven lama de rostro amable y sonriente, atraído por la curiosidad, se sentó a mi lado y empezamos a conversar sobre diferentes temas. Y cómo no, entre estos, el tipo de vida en Europa y la equivocada visión que procesamos de la muerte. El joven lama apuntaba que todos podemos morir en cualquier momento y en cualquier lugar. Nuestro sentido y comprensión de la vida, la aparente solidez y equilibrio del mundo en que vivimos, nuestro apoyo en los cinco sentidos y sus objetos... todo es un completo error. Nada de lo que creemos ser, hacer, sentir o tener, tiene ninguna esencia, sustancia, estabilidad o permanencia. Todo lo que somos y lo que está a nuestro alrededor, por lo que nos preocupamos de la mañana a la noche, es potencialmente nada. Pero sorprendentemente, una vez que nos acostumbramos a la omnipresente posibilidad de morir en vida, nos sentimos enormemente liberados. Nos damos cuenta de que esencialmente somos libres a todas horas y en todas las situaciones.
Toda esta reflexión, a pesar de que no me era desconocida y rondaba mi cabeza desde hacia varios años, me abrumaba. Nunca me la habían expuesto con argumentos tan claros y rotundos como aquel joven lama de cuerpo enjuto y mirada penetrante. Todas las culturas antiguas se han ocupado del enigma de la inevitable muerte, de la permanencia del alma, del viaje al más allá, del cuidado del cuerpo tras la defunción… pero sobretodo, como reflexión sobre el sentido de la vida. Sin embargo en occidente se ha despojado a la muerte de todo el significado que nos ofrecían los mitos y las religiones arcanas, hasta llegar al punto de profanar su razón de ser y con él, el sentido de la vida. En los albores del siglo XXI y bombardeados a diario con noticias de muertes en los medios de comunicación, hemos perdido el rumbo, olvidado su por qué, y ni siquiera somos capaces de mirarla frente a frente. Hemos creado una sociedad deshumanizada; apartamos a los enfermos y moribundos lejos de nuestra vista encerrándoles en habitaciones impersonales con la exclusiva y fría compañía de tubos y máquinas. Nuestra sociedad moderna es casi un desierto espiritual. El único significado que tiene la muerte es el de ser un mero proceso fisiológico: el final, la aniquilación, la destrucción. No queremos verla, nos molesta su presencia, y ni tan siquiera pensamos en nuestra inevitable cita con ella. El simple hecho de hablar de la muerte se considera morboso; solo aspiramos a apartar cualquier referencia suya y, por encima de todo, a olvidarla.
Por fortuna, en la actualidad son muchas las personas de todo el mundo que aceptan o se plantean la posibilidad de la existencia de algo más después de la muerte. Si bien, este interés por la materia no es en absoluto una moda actual. Infinidad de escritores y filósofos de todas las épocas creyeron en ello. Voltaire, filósofo y polígrafo francés, apuntó "…A fin de cuentas, no es más extraño nacer dos veces que nacer una vez". De hecho, desde los orígenes de la religión cristiana y hasta entrada la Edad Media se aceptaban los conceptos de reencarnación y renacimiento.