Título original:
The Music Instinct. How Music Works and Why We Can’t Do Without It
© Philip Ball, 2010. All rights reserved
Edición original: The Bodley Head, 2010
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2012
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición en castellano: noviembre de 2010
© De la traducción: Víctor V. Úbeda, 2010
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
The Studio of Fernando Gutiérrez
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
ISBN EPUB: 978-84-15427-42-1
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
ÍNDICE
PRÓLOGO
¿ E s necesario que la mayoría de la gente carezca de talento musical para que unos pocos puedan tenerlo? La pregunta, formulada por John Blacking en ¿Hay música en el hombre?, el influyente ensayo que publicó en 1973, parece sintetizar la posición de la música en la cultura occidental: unos pocos la componen, unos cuantos más la interpretan, y es a esta exigua minoría de individuos a quienes denominamos “músicos”. Lo contradictorio, sin embargo, como también señala Blacking, es que la música es al mismo tiempo omnipresente en esa misma cultura: en los supermercados y aeropuertos; en las películas y la televisión todo programa está obligado a tener su propia sintonía; en las ceremonias importantes y, hoy día, en los paisajes sonoros privados y portátiles que discurren por el cable de los auriculares desde los bolsillos a los oídos de tantísimas personas. “Mi sociedad”, escribe Blacking, “afirma que tan solo un número limitado de individuos posee dotes musicales, pero luego actúa como si todo el mundo tuviese la capacidad fundamental e indispensable para que exista una tradición musical, que no es otra que la capacidad de escuchar sonidos y apreciar sus pautas”. Según el difunto etnomusicólogo, ese supuesto va más allá: “su” sociedad presupone la existencia de un sustrato común en cuanto a la interpretación, comprensión y reacción a esas pautas sonoras. La presuposición, naturalmente, está justificada: en efecto, tenemos la capacidad de oír música y de forjar un consenso cultural en cuanto a nuestra reacción a la misma. Sin embargo, al menos en Occidente, hemos decidido que esas facultades mentales son tan comunes y corrientes que no merece la pena reseñarlas, no digamos ya ensalzarlas o calificarlas de atributos “musicales”. Las experiencias de Blacking en culturas africanas donde la actividad musical no se divide de una forma tan rígida entre “creadores” y “consumidores”, es más, donde tales categorías carecen a veces de significado le sirvieron para reparar en lo extraño de la situación. Personalmente, tengo la sospecha de que puede ser fácil exagerar esa escisión, la cual, en el caso de que exista, podría ser un efecto pasajero del surgimiento de los medios de comunicación de masas. Antes de que la música pudiese grabarse y transmitirse, la gente la “fabricaba” por su cuenta. Y ahora que cada vez resulta más fácil y más barato crearla y difundirla, son innumerables las personas que lo hacen. Así y todo, en materia musical seguimos asignando la primacía a la faceta creadora. En las páginas siguientes espero demostrar por qué “la capacidad de escuchar y apreciar patrones sonoros”, algo que casi todos poseemos, es la esencia de la musicalidad. Este libro trata de cómo surge esa capacidad, y mi intención es explicar que, si bien la audición de piezas excelentes a cargo de grandes intérpretes proporciona un placer incomparable, no es la única manera de disfrutar de la música.
La pregunta de cómo opera la música es tan complicada y escurridiza que sería fácil dar una falsa impresión de sagacidad a base de señalar los defectos de las respuestas ofrecidas hasta ahora. Confío en dejar claro que mi objetivo no es ese. Todo el mundo tiene opiniones firmes sobre este asunto, y me parece estupendo. En un tema como el que nos ocupa, las ideas y puntos de vista diferentes del nuestro no deberían ser objetivos que destruir sino piedras de afilar con las que aguzar nuestros pensamientos. Espero que los lectores sean de la misma opinión, habida cuenta de que probablemente todo el mundo encontrará en este libro algo de lo que discrepar.
Quiero dar las gracias, por sus útiles consejos y comentarios, por el material proporcionado y, en general, por su apoyo o buena voluntad sin más, a Aniruddh Patel, Stefan Koelsch, Jason Warren, Isabelle Peretz, Glenn Schellenberg, Oliver Sacks y David Huron. Una vez más estoy en deuda con mi agente, Clare Alexander, por sus ánimos, su perspicacia y esa combinación incomparable de experiencia, tacto y firmeza. Doy gracias por estar en manos de Will Sulkin y Jörg Hengsden, los editores de Bodley Head, que me han dado todo su apoyo y atención. Y aprecio la música que Julia y Mei Lan traen a nuestro hogar.
Dedico este libro a toda la gente con la que he hecho música.
PHILIP BALL
Londres
Noviembre de 2009
NOTA DEL AUTOR
Para escuchar los ejemplos musicales citados en este libro, el lector puede visitar la dirección de internet www.bodleyhead.co.uk/musicinstinct
I
PRELUDIO
EL UNIVERSO ARMONIOSO
UNA INTRODUCCIÓN
A veintidós mil millones de kilómetros de la Tierra, la música de Johann Sebastian Bach viaja en busca de nuevos oyentes. La civilización alienígena que se tope con la Voyager 1 o la Voyager 2, las sondas espaciales enviadas en 1977 que ya navegan allende el sistema solar, descubrirá en su interior un disco gramofónico de oro en el que podrá escuchar a Glenn Gould interpretando el Preludio y fuga en Do mayor, del libro II de El clave bien temperado.
En 1977 no se podían meter muchas cosas en un elepé, pero tampoco había lugar a una colección de discos más extensa: la misión principal de las sondas era fotografiar y estudiar los planetas, no servir de discoteca interestelar ambulante. Así y todo, ofrecer a los extraterrestres un atisbo de la obra maestra de Bach y negarles el resto parece un acto de crueldad. Por otro lado, un científico expresó su temor a que incluir las obras completas del compositor pudiese interpretarse como un acto de jactancia cósmica.
Los receptores del disco de oro de la Voyager también podrán oír música de Mozart, Stravinski y Beethoven, así como gamelán indonesio, cantos de nativos de las Islas Salomón y de los indios navajo, y esa delicia que es “Dark Was the Night, Cold Was the Ground”, interpretada por Blind Willie Johnson. (Los extraterrestres, en cambio, se quedarán sin oír a los Beatles; parece ser que EMI no sabía cómo conservar sus derechos de reproducción en otros mundos).
¿Cómo se nos ocurre mandar música a las estrellas? ¿Por qué damos por hecho que otras formas de vida inteligente que tal vez no tengan atributos humanos, ni siquiera el sentido del oído, van a ser capaces de comprender lo que sucederá cuando, siguiendo las instrucciones gráficas anexas pongan los discos de oro de la Voyager y coloquen la aguja en el surco?
En cierto sentido, este libro trata de responder a esa pregunta. ¿Por qué resulta comprensible la sucesión de sonidos que denominamos música? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que la “entendemos” (o que no)? ¿Por qué nos parece que la música tiene un significado, así como un contenido estético y emocional? ¿Podemos dar por sentado, como hicieron implícitamente los científicos de la Voyager
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