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Índice
«De partida debemos aceptar que el cine no puede concebirse como una ventana hacia el pasado. Lo que ocurre en la pantalla no puede ser más que una aproximación a lo que se dijo e hizo en el pasado; lo que ocurre en la pantalla no retrata, sino que apunta a hechos del pasado. Esto significa que es necesario que aprendamos a juzgar las formas en las que, mediante la invención, el cine resume vastas cantidades de datos o simboliza complejidades que de otro modo no podrían ser mostradas. Debemos reconocer que el cine siempre incluirá imágenes que son al mismo tiempo verdaderas e inventadas».
Robert A. Rosenstone
«Y en esa toma de conciencia histórica de que las obras pertenecen a otro tiempo y lugar, con valores, costumbres y creencias diferentes a las nuestras, nos percatamos, de rebote, de que la interpretación depende siempre de la pertenencia a un momento histórico concreto, de que nosotros mismos tenemos una forma cultural de pensar, ver la realidad y representar el mundo, entre las muchas que se han sucedido a lo largo de los siglos. De este modo, el arte ensancha nuestra percepción del tiempo, amplía los límites de nuestra corta existencia, nos hace sentirnos parte de una continuidad mucho más vasta, porque nos enfrenta directamente al hecho incontestable de que cuando nacimos el mundo ya existía y seguirá existiendo después de nosotros».
José Martín Martínez
A manera de prólogo
MIRTHA VÁSQUEZ
A mediados de 2019 fui invitada a ser parte de una Misión de Observación en Honduras. Las alertas lanzadas por diversos organismos de Derechos Humanos —como la ONU, OEA y otros— daban cuenta del preocupante índice de violaciones de los Derechos Humanos en ese país. Cifras oficiales hablaban de un promedio de 120 personas asesinadas durante esa época, mucha gente bajo amenaza de muerte, serias violaciones y restricciones de los derechos civiles y políticos, y una alta tasa de criminalización. Se hablaba de «defensores de la tierra» como blanco de estos ataques. Para entonces, y desde 2018, lo único que se conocía a escala internacional, a través de los medios de comunicación, eran los flujos masivos en caravanas de personas que salían de este país y trataban de llegar hacia el norte de América (México y Estados Unidos). La situación no era clara para mí, hasta que llegué a los pueblos hondureños.
En Honduras, la Reforma Agraria sigue siendo el gran anhelo social y, cómo no, el reiterado ofrecimiento político demagógico de cada gobierno que toma el poder. Década tras década se ha ido perpetuando la injustificable concentración de tierras en manos de unos pocos ricos, marginando a los más pobres del derecho a tener un lugar donde vivir o sembrar para comer. La gente de las comunidades campesinas o indígenas, cansada de las falsas promesas de reforma, se había organizado para recuperar las tierras. Estos intentos fueron los que causaron los asesinatos, las persecuciones, los juicios y encarcelamientos. Finalmente, ante el peligro de la represión y los ataques, y cada vez con una esperanza en la justicia más debilitada, varios iniciaron este éxodo hacia la «tierra soñada», el cual fue también un camino a la muerte para muchas de estas personas.
Confrontar una realidad tan impactante como injustificable me planteó la necesidad de escarbar más sobre ese fenómeno por el que sí atravesó nuestro país —la Reforma Agraria—: la importancia de analizarla como proceso, el rol que había desempeñado en nuestra historia; pero, sobre todo, la urgencia de reflexionar sobre su necesidad para superar profundas asimetrías y desigualdades.
Soy de la generación en la que la Reforma Agraria empezaba a perderse en una historia que se acomodaba a nuevas narrativas de modernidad. Lo poco que aún se compartía oficialmente era una escueta parte en la que se resaltaba el fracaso de la misma. Para mí, particularmente, la historia oficial siempre fue incongruente con las historias directas que oía de niña. Habiendo vivido en una provincia donde la hacienda y el gamonalismo estuvieron muy presentes, escuché de muchos campesinos cajamarquinos, a quienes mi padre acompañaba, hablar de la Reforma Agraria no solo como un momento histórico de justicia en el que lograron hacerse de una parcela de tierra, sino como aquel en el que principalmente lograron su libertad, terminando con los abusos y humillaciones del patrón.
En suma, mi evaluación era que esa parte tan importante de nuestra historia nunca había sido procesada adecuadamente, más aún para las nuevas generaciones, para quienes se invisibilizaba progresivamente el tema. Coincidentemente, regresando de aquella experiencia en Honduras, leí en las redes sociales comentarios sobre una producción cinematográfica llamada La revolución y la tierra, que centraba su atención precisamente en el hecho histórico de la Reforma Agraria. Por supuesto, estuve intentando verla con especial interés. No logré mi objetivo sino hasta principios de 2020, y la primera impresión al verla fue que La revolución y la tierra no era un documental más que contara parte de lo vivido en el Perú. Lo que presentaba la película era, sin lugar a duda, la exhumación de esa parte de la historia que nos resistíamos a mirar. Hace el recuento no solo de aquel histórico momento, con su gesta progresiva, que rompe con un perpetuado statu quo, sino que da cuenta de aquel país que teníamos, marcado por profundas y dolorosas desigualdades, con procesos normalizados de incomprensibles injusticias.
Me pregunto yo si la falta de abordaje de estas partes de la historia, con sus enormes complejidades, y el haberlas ignorado deliberadamente, no serán las posibles causas de que, aun 200 años después de fundar la llamada República, estos quiebres se hayan mantenido agazapados y sean causa de no poder construirnos como una sociedad más igualitaria. Por eso, el trabajo del equipo que realizó la película contribuye de manera seria a la recuperación de la memoria histórica, necesaria para llevar a cabo una mirada introspectiva del Perú, para explicar nuestras fracturas y para observar posibles salidas con perspectivas. Por ello, resulta fundamental seguir complementando el debate, enriqueciéndolo a partir de diversos abordajes y, aún más, provocando discusiones.
El libro que hoy tenemos a la mano es un importante esfuerzo en ese sentido. Muchas y muchos analistas, politólogos y artistas dan sus perspectivas sobre el tema y sobre la película, abordándolos desde valiosos y diversos enfoques —que van de lo cultural a la mirada política, pasando por la reflexión a partir de la música y del arte—, complementando así un análisis necesario de llevar a cabo, más que nunca en un contexto como el actual.