Bolinaga - Breve historia de la Revolución Rusa (Spanish Edition)
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Breve historia de la Revolución Rusa
Los acontecimientos y la Revolución bolchevique y de la posterior formación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el primer estado socialista del mundo.
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BREVE HISTORIA DE LA
REVOLUCIÓN RUSA
Iñigo Bolinaga
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de la Revolución rusa
Autor: © Iñigo Bolinaga
Copyright de la presente edición: © 2010 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Diseño y realización de cubiertas: Nicandwill
Diseño del interior de la colección: JLTV
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las corres pondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
ISBN-13: 978-84-9763-843-2
Libro electrónico: primera edición
Para Amelia
Índice
Miseria imperial
El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan.
Karl Marx
UN ESPLÉNDIDO PASTEL PODRIDO
Cuando en 1894 fue proclamado emperador y autócrata de todas las Rusias, el joven Nicolás II estaba muy lejos de suponer que pasaría a la historia como el último zar. Rusia era aún una de las cinco grandes potencias políticas de Europa, y junto a Austria-Hungría y Turquía, un extenso Imperio plurinacional que ocupaba gran parte de la Europa del este. Las fronteras de la Rusia de los zares se propagaban desde la extensa llanura de Europa central hasta el mar de Ojotsk, en el extremo oriente asiático, haciendo frontera con naciones tan alejadas como Alemania y China. De norte a sur, los confines rusos partían desde el ártico para concluir sus límites en las tierras de los pueblos musulmanes de Asia central, aún trashumantes y muy lejos de la civilización europea. Los zares habían construido a lo largo de los siglos un Imperio de más de veintidós millones de kilómetros cuadrados; un gigante en expansión, tanto territorial como demográficamente hablando, que albergaba a ciento treinta millones de personas al principio del reinado de Nicolás II y a más de ciento setenta y cuatro millones en los años previos a la revolución. Si bien la mayoría de sus habitantes eran de incuestionable raigambre rusa, el Imperio cubría dentro de sus límites una enorme cantidad de territorios muy diversos, uniendo al carro ruso a más de doscientas etnias diferentes.
A excepción de casos raros como el de Finlandia, que gozaba de una amplia autonomía, las etnias y nacionalidades integradas en el Imperio estaban sometidas a una secular política centralizadora, uno de cuyos rasgos más definitorios fue la puesta en práctica de un implacable plan de rusificación cuidadosamente dirigido desde Moscú. Los pueblos culturalmente más coincidentes con los rusos —los eslavos europeos— fueron los que con más fuerza, junto con los caucasianos, rechazaron la aculturación. Polacos, finlandeses, pueblos bálticos, ucranianos, armenios o georgianos son solo un pequeño ejemplo de nacionalidades enfrentadas al dominio ruso que convertían al Imperio en una bomba de relojería presta a estallar en cuanto las pasiones nacionalistas se pulsaran todas a la vez.
Siendo un grave problema el del engarce administrativo de tantos pueblos y geografías tan diversas bajo el poder unificado de un solo zar, había más asuntos que merecían una atención de primera línea de cara a mantener la estabilidad y asegurar la permanencia del Imperio. La estructura del poder estaba desfasada; presentaba el típico esquema de antiguo régimen basado en un poder monárquico omnímodo, totalmente ajeno a los cambios políticos que en la Europa occidental habían terminado por desarrollar sociedades de democracia parlamentaria. Rusia estaba regida por una estructura cuasifeudal, en la que el noble era la autoridad y el dueño de las mejores tierras. El campo seguía siendo, a principios del siglo XX, el sustento y único horizonte de más del 80% de los rusos, en su gran mayoría pobres hasta la miseria, analfabetos y profundamente supersticiosos. La vida en el campo no se había trasformado un ápice desde hacía siglos, manteniendo incólume uno de los presupuestos básicos de la economía de antiguo régimen: la agricultura de subsistencia dependiente de los nobles detentadores de tierras, a quienes el campesino debía tanto respeto y devoción como al propio zar, cuya imagen se representaba en iconos religiosos como la de un lejano benefactor. La vida del campesino ruso transcurría en los límites de la miseria, cayendo completamente en ella cuando las cosechas eran malas, ya que la parte del león de lo que producía desaparecía de sus manos en forma de impuestos, gravámenes o pago de deudas contraídas con el heredero del antiguo propietario de las tierras que trabajaban. El utillaje agrícola tampoco estimulaba la producción, habida cuenta de que se trabajaba con instrumentos que ya en la edad media fueron ampliamente superados por países como Holanda o Inglaterra. Además, cada campesino con taba tan solo con una pequeña cantidad de tierra para cultivar, seis veces menor a las hectáreas que se consideran adecuadas para garantizar la alimentación básica de una familia media, lo cual les hacía depender ex traor dinariamente de la comunidad, el mir .
La institución del mir ya existía antes de la abolición de la servidumbre, aunque fue a partir de entonces cuando cobró auténtico protagonismo en el campo, siendo el beneficiario directo de las tierras que pasaron de propiedad nobiliar a campesina. La reforma de 1861 no dio la propiedad de las tierras a los campesinos individualmente, sino que se las quedó la comunidad para redistribuirla entre las diferentes familias, pagando estas una parte de los estrechos beneficios al mir, dinero comunal con el que se satisfacían los impuestos y los rescates a los nobles. El mir establecía las principales directrices económicas, como los frutos que se iban a cultivar cada temporada o la forma de hacerlo, recaudaba impuestos, reclutaba a los soldados cuando el gobierno se los reclamaba, deliberaba y autorizaba a los campesinos a la venta de su parcela de tierra y su traslado a las ciudades, etcétera. Era gobernado por un consejo de ancianos escogidos por los cabezas de familia y seguía una estructura muy conservadora, supeditada totalmente al gobierno. El mir, pues, seguía siendo una semisujección a la tierra que garantizaba la no afloración de un campesinado propietario y próspero, y que agudizaba la separación del mismo entre inmensas capas humanas miserables y un pequeño grupo de campesinos ricos, los kulaks , que acapararon el odio de la población rural. La crisis de subsistencias afectó varias veces al pueblo ruso, especialmente a principios de siglo, cuando la afluencia de productos extranjeros, mucho más competitivos y de mejor precio, causaron un efecto demoledor a la hora de sacar al mercado las cosechas del campo.
Como corresponde a una economía de antiguo régimen, la mortalidad infantil y la subalimentación eran el pan de cada día, manteniéndose estos en unos márgenes tan elevados que habrían producido el escándalo incluso en los países más pobres de la Europa de la época. En cuanto a la alfabetización, los campesinos adultos eran analfabetos casi en su totalidad, aunque a principios del siglo XX se logró escolarizar a cerca de un 30% de los niños y el 14% de las niñas, un éxito sin precedentes en la historia educativa de Rusia. Ninguno de ellos superaba nunca los estudios de primaria, siendo solamente los hijos de ciudadanos acomodados la exigua minoría que lograba acceder a estudios superiores. Estos afortunados solamente representaban el 1% de toda la sociedad rusa, y fueron el origen de la inteligentsia que aceleró dramáticamente el proceso de cambios que derivó en la revolución. La radiografía del ruso medio era la de un campesino pobre y analfabeto que no había salido nunca de su aldea, salvo casos muy excepcionales y a algún poblado limítrofe. Trabajaba con aperos desfasados y estaba profundamente sometido e influenciado por la iglesia. Sin embargo, los nuevos vientos modernizadores, las nuevas ideas democráticas e incluso socialistas y anarquistas comenzaban a soplar también, al principio con cierta lentitud pero cada vez con más fuerza, entre el campesinado ruso. A inicios del siglo XX la conflictividad rural y los ataques contra explotaciones y terrenos de nobles y kulaks se habían multiplicado exponencialmente, y si bien las rebeliones campesinas eran una cosa habitual en la vieja Rusia, a principios de siglo se multiplicaron por cuatro. La efervescencia revolucionaria, el hambre y el enfado de los campesinos por su insostenible situación de miseria eran un peligroso aviso para un zar que seguía dando la espalda a los problemas reales del país, dejando morir literalmente de hambre a sus súbditos mientras él prefería tomar clases de baile protegido por las paredes de su palacio real.
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