Adamovsky, Ezequiel Historia de la Argentina / Ezequiel Adamovsky. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Crítica, 2020. Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4479-38-9 1. Historia Argentina. I. Título. CDD 982 |
© 2020, Ezequiel Agustín Adamovsky
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Primera edición en formato digital: octubre de 2020
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ISBN edición digital (ePub): 978-987-4479-38-9
CAPÍTULO 1
Violencia
La Conquista y el orden colonial
En el principio fue la violencia. Porque nada en el suelo que hoy ocupa la Argentina indicaba que aquí habría un país. Las decenas de pueblos que habitaban estas tierras antes de la llegada de los españoles carecían de vínculos de escala apreciable. No los unían lazos políticos, ni lengua en común, ni religiones, ni costumbres, ni redes de intercambio económico que abarcaran el territorio entero o una buena parte de él. La propia geografía se manifestaba poco predispuesta a la unidad. Las alturas polvorientas de la Puna y las quebradas del Noroeste parecían continuar un mundo andino que se extendía desde Ecuador. Las tierras bajas del Gran Chaco, tórridas e impenetrables, se enlazaban con las que hoy pertenecen a Paraguay y Bolivia, lindantes a la Amazonia. Las fértiles planicies pampeanas se expandían sin reconocer fronteras con lo que hoy es Uruguay o el sur de Brasil.
La llegada de los españoles significó el inicio de un drástico proceso de cambios de todo tipo, orientados a adaptar a los habitantes a nuevas jerarquías sociales y a conectarlos con los circuitos económicos transnacionales que dominaba Europa. Fue el interminable huracán de la conquista, fue el modo en que los españoles invadieron, ocuparon y reorganizaron el territorio y sus gentes, lo que sentó las primeras bases de lo que, siglos más tarde, sería la Argentina. Fue la violencia que trajo la ocupación lo que obligaría a una avenencia arbitraria entre hombres y mujeres de procedencias totalmente diferentes sobre un suelo que, sin ella, acaso jamás habría albergado una nación unificada. Antes de la Conquista no había «Argentina», como tampoco hubo una «Argentina colonial». Ni siquiera luego de 1810 estuvo claro que aquí habría un país separado del resto de los territorios sudamericanos. No existía entonces una identidad nacional distintiva entre los habitantes de esta parte de los dominios españoles, cuyas historias estaban además íntimamente conectadas a las de quienes vivían en lo que hoy es Paraguay, Bolivia o Uruguay.
Por cierto, los contornos y características que la nación argentina terminaría asumiendo bien entrado el siglo XIX no estuvieron determinados únicamente por esa violencia originaria (que por otra parte perduró a través del tiempo en modos e intensidades diversos), sino también por lo que los habitantes de este suelo hicieron con ella, por los lazos de cooperación, resistencia y afecto que supieron construir a partir de las vinculaciones forzadas a las que la Conquista los obligó. Como veremos en estas páginas, cada paso en la historia del país se entiende como efecto de esa relación fundamental entre poder y cooperación, entre opresión de clase y resistencia, entre violencia y afecto, entre jerarquía e igualdad, entre exclusión y comunidad. Fue el choque inevitable entre esas poderosas fuerzas entrelazadas lo que animó el torbellino del cambio histórico que desembocó desordenadamente en lo que hoy somos.
Pero en el principio, en el hecho brutal de la Conquista, lo que primó fue la violencia.
Antes de la invasión
El territorio que hoy ocupa la Argentina está entre los últimos rincones a los que en su expansión llegó la especie humana: vio arribar a los primeros Homo sapiens hace apenas trece o catorce mil años. Pequeñas bandas de cazadores-recolectores ingresaron por diversas vías y fueron explorando dónde asentarse. Hace unos ocho o seis mil años ya estaban bien instalados en varias zonas, de la Puna a Tierra del Fuego. Ya habían desarrollado modos de vida particulares en relación con los recursos a mano: fueron canoeros y buscadores de mariscos en las islas y canales del extremo sur, cazadores de guanacos y ñandúes y recolectores de semillas y raíces en Cuyo o en la Pampa, pescadores a la vera de los ríos del Litoral.
La organización en pequeñas bandas o tribus cazadoras-recolectoras persistió en la Patagonia, en Chaco, en la región pampeana y en otras áreas hasta bastante después de la llegada de los españoles. Otras zonas protagonizaron notables procesos de innovación tecnológica y organizativa. Unos cuatro mil años atrás, pueblos de Cuyo y del Noroeste comenzaron a domesticar animales e iniciaron una verdadera revolución cuando aprendieron a seleccionar y cultivar plantas. La práctica de la agricultura permitió generar excedentes alimentarios, lo que hizo posible el crecimiento de la población, la formación de aldeas y sociedades de mayor complejidad, que ya contaban a sus miembros no por unos pocos cientos sino por algunos miles. En ellas surgieron formas de ejercicio del poder y de diferenciación social desconocidas para los más igualitarios cazadores-recolectores, aunque todavía no demasiado pronunciadas. Por la misma época también desarrollaron la alfarería y unos dos mil años más tarde ya estaban fabricando objetos metálicos y textiles. Sus redes de intercambio comercial se ampliaron, en una circulación que conectaba el Pacífico con el Chaco. Hace unos mil años algunas de esas sociedades crecieron y profundizaron sus formas de centralización política y sus divisiones de clase; las ruinas de pucarás fortificados atestiguan que hubo guerras de escala importante.
Hacia fines del siglo XV esa región fue conquistada por los incas de Cuzco e incorporada a su poderoso imperio, que se extendió hacia el sur por toda el área montañosa hasta lo que hoy es el norte de Mendoza. Medio siglo de dominación fue suficiente para imprimir una mayor homogeneidad en la zona, donde fueron adoptadas muchas de sus costumbres y pautas de organización. El quechua se volvió una lengua franca en toda la región, conectada con circuitos más amplios gracias a la extraordinaria red de caminos incaica. Creció el poder de los jefes locales que colaboraron con ellos y se volvieron más pronunciadas las desigualdades sociales. Los conquistadores acostumbraron a los pueblos sometidos a la mita, que los obligaba a suministrar contingentes de personas para cumplir con turnos de trabajo por fuera de sus comunidades. Las rebeliones no faltaron, especialmente en los indómitos valles Calchaquíes. Con frecuencia, el imperio respondió relocalizando a los rebeldes lejos de sus zonas de origen, lo que también contribuyó a una mayor mezcla y homogeneización de la población; sin embargo, las identidades no llegaron a borrarse del todo ni a perderse las lenguas propias, que diaguitas, omaguacas y otros pueblos mantuvieron.