Marcelo Fernández Bitar
50 años de rock en Argentina
Sudamericana
Introducción POR LUIS ALBERTO SPINETTA
Rock no significa más que todas estas y aquellas capitales excrecentes donde la vida anula a la vida, donde el sonido a veces trae un ensordecedor murmullo: el de las gargantas humanas. Y está el roll, el movimiento de esa mirada de roca que solo busca salir de sí misma para irse siendo piedra. Más allá de los cursos de la decadencia de la civilización.
Este gesto es el que debe crear a la vez un modelo para lo punitivo. Debe crear la reacción de pudor en aquello que no quiere mostrar su desnudez ante el rock pero que luego, para acorralar a aquello que se le opone, desnudará sí el poder de su castigo y de su humillación, justamente en nombre de lo bueno. Lo bueno del mal (algo con toques de lo bueno, indeclinable y decadente del rock ‘n’ roll).
El rock aquí es todo ese sentido que, como felicidad o angustia, transgrede permanentemente un delgado hilo de la realidad argentina, aun a costa de que al crecer luego uno se sienta como un turista marciano (¿acaso no pareció por momentos que éramos extranjeros todos?). Rock es esa visión de haber sentido en serio (para mover, apenas algo, y eso es lo que hay que bancar) miles de sonidos de guitarras, baterías, bajos y todos los otros instrumentos, más letras y líricas nacidas de individualismos hacia fuera, para tratar de arrimar todo un antipostulado que, envenenado por Argentina misma, tiene como esta la eficiencia de lo que somos. (Quizá de aquello con lo cual hemos generado al que se erige como lo que somos.)
Y… nada. Somos muchísimos más de lo que yo me imaginaba cuando en el 69 me profetizaban que “No iba a andar”. Esta nada anda. Tocar música desde la realidad es la idea avasallante que crea rock por doquier, sin más que “al vivir” en la intensidad de los lugares y a la vez desear una profunda cadencia que corte la húmeda tanguinolencia de río antiguo de Buenos Aires.
Una guitarra que aúlla es un acople que recoge tanto margen de nuestras propias vidas que ya es todo. Y cualquier cosa que uno ame.
Habiendo nacido y vivido en Buenos Aires desde hace treinta y siete años, tengo, vale decirlo, “el viaje” de la locura ya inscripto en mi vida. Esta locura es, en todo lugar, simplemente rock. O sea, el rock en Argentina es para mí todo ese viaje.
Buenos Aires, 1986
Prólogo POR ADRIÁN DÁRGELOS
Salvemos la distancia que impone la memoria. Volvamos al año 1983. Fijo allí el inicio de mi cosmovisión conurbana del primer cordón, o mejor, la época en que empecé a tener un gusto propio. Hacía ya dieciocho años que se editaban discos de rock nacional. Quiere decir que para esos tiempos éramos una cultura avanzada en el campo del entretenimiento de producción local hecho por jóvenes. Esto, en contraposición a que ya existía producción musical con intenciones hecha por gente mayor para jóvenes. Siempre que compartamos que es interesante que los jóvenes propongan y compongan y representen su propio entretenimiento.
Entonces, mientras rodaba por la áspera superficie de los 80, esta cultura rock se extendía por los barrios y se instalaba como tema de conversación en las esquinas. De esa comunicación humano-humano se alimentaban los mitos, las leyendas y las historias exageradas; su única fuente era la transmisión oral. Porque en ese entonces, salvo un puñado intermitente de revistas que hablaban de rock, este no lograba permear fuerte en los medios de comunicación ni en el gusto masivo. No por esto dejábamos de soñar con una realidad menos depresiva, acartonada y conservadora, con una cultura popular más rica y plural, con muchas voces y contenido dispar.
En este campo entiendo que el rock nacional ha empezado a codazos en la industria musical hace unos cincuenta años, cuando solo se editaban algunos simples y un número fácil de contar con una sola mano, tal vez dos. En la actualidad, el rock nacional es la música más popular de nuestro país, y cuando no es así le pelea el lugar en el airplay al estilo que se esté imponiendo.
Debido a su popularidad, se editan grandes cantidades de discos que aportan a esa abarcadora idea que es el rock nacional. La historia de los discos y sus protagonistas como circunstancias, sin juicio de moral que discrimine todo lo que se hace, tiene su lado peligroso. Por eso, a este libro se le plantea la difícil tarea de contener todo, a modo de catálogo/enciclopedia, o de ponerse a separar las aguas y decidir qué de todo accede a la categoría de “rock nacional”. Si este libro se basara en esto último, estaría aplicando la idea de un canon. Y si volviésemos a la década del 80, este canon ya existía y se hizo más fuerte y reaccionario durante la década del 90, con los surgimientos de los suplementos en los periódicos.
Pero luego de los cambios en la industria discográfica, que disminuyeron considerablemente las disquerías, el disco de rock nacional se vio desplazado a un espacio acotado dentro de los supermercados. No quiere decir que haya perdido su fuerza de preponderancia dentro de la cultura, solo que su lugar físico se redujo al espacio que daban los supermercados o tiendas de electrodomésticos. Este espacio físico es poco para la cantidad de discos de rock nacional que se editan en
los últimos años. Y debido a lo limitado del espacio, comenzó un nuevo canon, que esta vez tenía que ver con los nombres que entraban en la selección de las bateas. Esto congelaba el tiempo y lo hacía parecer más a una colección arbitraria y cerrada a bandas históricas sin mucho aporte de novedad.
Por suerte, la aparición de Internet y el consumo digital de la música cambió estos parámetros y los llevó al extremo caótico de las ediciones actuales, generadora de constante novedad.
Por lo que sé, este libro intenta registrar la historia de las ediciones y apariciones en escena de los músicos y sus discos, lo que compone al rock nacional. Esta titánica tarea es una edición que conmemora cincuenta años de rock nacional. También he observado que las tendencias culturales responden a la contingencia de los tiempos que corren, por lo tanto me cuesta arriesgar por cuánto tiempo más esta música/cultura que tanto amo va a extenderse por sobre los tiempos.
Buenos Aires, 2015
1964
(la previa)
A lo largo de 1964 ocurrieron algunos hechos aislados que luego se fueron sumando para emerger en forma de canciones y propuestas nuevas, representativas del empuje, pasión y personalidad de una nueva generación que dio forma a una corriente musical joven, novedosa, original y popular.
En Rosario, por ejemplo, había dos grupos que se perfilaban para ser los más populares de los carnavales: Los Hurricanes y Los Wild Cats. Pero estos últimos tenían dos problemas: por un lado, el guitarrista Juan Carlos “Chango” Pueblas (un pionero local que había formado Los Jockers en 1961) había sido convocado al servicio militar obligatorio. Por otra parte, el cantante Ricardo “Negro” Rojas había decidido dejar la banda, así que el pianista Juan Ciro Fogliatta había empezado a buscar un reemplazante. Una opción era un chico de quince años que cantaba bien y no desafinaba, pero le parecía que tenía la voz demasiado aguda para cantar rock and roll. Se trataba de Félix Francisco “Litto” Nebbia Corbacho, y ofrecieron tomarle una prueba. La audición fue en la casa de Ciro, en la calle Dr. Rojas 1080, y Litto le pidió a su amigo Raúl “Cacho” Marchetti que lo acompañara. Aunque cantó muy bien algunos temas propios y canciones al estilo de los Teen Tops, el timbre agudo no convenció al tecladista. A los tres días, el baterista Ricardo Bellini avisó a Nebbia que no había sido tomado porque era demasiado joven y que habían elegido a José Cutro, un vocalista de voz gruesa y rockera.