Í NDICE
A mi compañera y esposa Marina, y a mis hijxs
Camila, Agustina, Juan Manuel, Lucio y Victoria,
con amor y gratitud. Mucho amor y mucha gratitud.
Breve prólogo
Este libro cuenta nuestra historia patria desde la versión nacional, popular, federal, iberoamericana y democrática vulgarmente conocida como revisionismo histórico. Es la interpretación y la expresión de las circunstancias, los condicionamientos y las consecuencias históricas desde la perspectiva de los sectores populares, a diferencia de nuestra historia oficial, que obedece a los intereses de los sectores dominantes.
Nuestra historia oficial o consagrada, la que siempre nos enseñaron y contaron, fue la escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX , la oligarquía porteñista (y sus aliados provinciales), centralista, europeizante —sobre todo anglófila—, antiprovincial, antipopular. Eran los unitarios rebautizados liberales, luego de que Urquiza, en la inconclusa batalla de Pavón, le entregara a Mitre la oportunidad de emprender la organización nacional y arrasar con todo resto de federalismo en el país.
Inteligentes, los vencedores comprendieron que su dominio requería no solo del Ejército Nacional fundado para someter a los díscolos, sino también de un aparato ideológico que impusiera una colonización cultural. Es decir, que ciudadanos y ciudadanas hicieran suyas las ideas y los símbolos de quienes habían resignificado los conceptos de civilización , sinónimo de Europa y de aquellos que de este lado del mar pretendían ser europeos, y de barbarie , las tradiciones criollas y cristianas, los federales, los caudillos, los provincianos, la plebe de gauchos, mulatos, indios y orilleros, es decir, lo nuestro, que supuestamente no servía para el progreso ni para la civilización en sus acepciones europeizadas.
No se encontrará objetividad en estas páginas porque, inevitablemente, todo ensayo está de manera forzosa cruzado por la ideología del autor, sus circunstancias, sus intereses. No imitamos la hipocresía de la historia oficial de pretender ser la única, la natural, la inobjetable, al amparo de haber sido el pensamiento único que impuso los programas de Historia en escuelas y universidades, los nombres de calles, avenidas y parques, los próceres y sucesos que merecían ser honrados con monumentos y fechas patrias, al mismo tiempo que jibarizaban o lisa y llanamente suprimían revueltas y jefes populares, retaceando también la importancia de mujeres, pueblos originarios, afrodescendientes.
Este es un libro de divulgación cuya aparente simpleza requirió mucha investigación y mucha dedicación, lejanamente basado en mis Historias argentinas publicadas hace una década, contrariando a quienes denuestan la divulgación por considerarla menos “seria” que el ensayo infectado de contraseñas culteranas solo comprensibles para iniciados, mezclando sin ingenuidad profundidad con confusión. La divulgación, en cambio, implica compartir el conocimiento con los demás, con la gente, con el pueblo, para que la historia pueda cumplir con su supremo objetivo de sumergirse en el pasado para comprender el presente individual y colectivo, y también para proyectarnos hacia el futuro.
Al final del texto puede encontrarse una bibliografía de obras antiguas y modernas de la historiografía nacional, popular, federal, democrática e iberoamericana. He seleccionado aquellas que actualmente pueden ser compradas o encargadas en las librerías. También consultadas en bibliotecas públicas. Además no pocas de ellas pueden ser buscadas online y descargadas para su lectura.
C APÍTULO I
1492 a 1540
LOS AMERICANOS DE NUESTRO TERRITORIO
El poblamiento humano del actual territorio de Argentina tiene una antigüedad de entre 13.000 y 10.000 años a. C., de acuerdo con hallazgos arqueológicos en la región patagónica. Es necesario diferenciar el término “indígena” —que significa población originaria del lugar, lo que lo hace aceptable, por lo que lo usaremos en este texto, siendo también correctos los sinónimos “oriundo”, “nativo” o “aborigen”— de “indio”, denominación equívoca generada en el error inicial de creer que la tierra a la que Colón y sus sucesores arribaron era la India, lo que lo hace improcedente e inutilizable.
Con el paso del tiempo se conformaron tres regiones indígenas muy marcadas: en el noroeste andino se establecieron culturas agrodependientes emparentadas con otras civilizaciones andinas, especialmente el imperio incaico; las culturas del Nordeste, agroalfareras, pertenecían a la familia tupí-guaraní; la pampa y la Patagonia fueron habitadas por culturas nómades.
Los indígenas pampeanos, los patagónicos y los que habitaban el Gran Chaco nunca fueron doblegados por la conquista española, y luego de nuestra independencia debió pasar mucho tiempo —y expediciones que no ahorraron la violencia— antes de que fueran incorporados al resto del territorio. En el Noroeste, en cambio, la colonización española logró establecer sus principales centros de población y de producción basada en la explotación del trabajo de los americanos por el cruel sistema de encomiendas. Sin embargo, fueron siempre acechados por guerras e insurrecciones de indígenas irredentos.
En cuanto al Nordeste, se caracterizó por el establecimiento de las misiones jesuíticas de los pueblos guaraníes, que conformaron sociedades indígena-cristianas con un alto grado de autonomía de la monarquía hispánica, que se enfrentaron incluso a las tropas conjuntas de España y Portugal en la llamada Guerra Guaranítica, hasta que fueron finalmente disueltas por la Corona española en 1767.
La explotación impiadosa por parte de los encomenderos asistidos por religiosos que se afanaban en combatir las supuestas herejías de los hábitos y las creencias de los habitantes originarios, a lo que se sumó el contagio de enfermedades europeas contra las que los indígenas no tenían defensas, provocaron el colapso demográfico. A la llegada de los invasores españoles había entre 0,4 y 2 millones de aborígenes asentados, sobre todo, en los valles fértiles del noroeste argentino y, en menor grado, a orillas de los grandes ríos del Litoral.
Pero el poblamiento de la pampa había comenzado antes, aproximadamente en el 9000 a.C. Desde entonces y hasta la llegada de los europeos, los tehuelches desarrollaron un modo de vida cazador-recolector, desplazándose en pos de las manadas de guanacos. Las culturas pampeanas y patagónicas no pudieron sedentarizarse y, por lo tanto, desarrollar la agricultura ni la consecuente agroalfarería, debido a que la ecología de sus territorios hacía que su economía más sustentable fuera la basada en un sistema “primitivo” de caza y recolección. Más tarde, con la proliferación de los caballos importados por los españoles, cazaban ganado cimarrón.
En cuanto al Nordeste, una zona naturalmente selvática de grandes sistemas hídricos formados por los ríos Paraná, Paraguay, Uruguay, Salado del Norte, Bermejo y el Pilcomayo, al ser pródiga en pesca, caza y frutos hizo que resultara mucho más económico un modo de vida cazador-recolector que la agricultura o la ganadería.
Sociedades indígenas dominantes transmitieron sus culturas a otras. Así como los quechuas transculturaron mucho a las etnias del Noroeste y los mapuches a los del Sur, lo mismo hicieron en toda la Mesopotamia los guaraníes.
Los distintos grupos étnicos que habitaron la región andina del norte y el centro de nuestro territorio fueron los omaguacas, atacamas, huarpes y diaguitas; de estos últimos descienden los calchaquíes. Estos pueblos fueron dominados entre circa 1480 y 1533 por el imperio inca durante un tiempo relativamente breve pero que dejó notoria influencia, ya que hasta hoy el idioma quechua es el predominante en gran parte de la zona andina. Como otros habitantes de la región, tenían conocimientos muy avanzados de la agricultura, la construcción de terrazas y el riego artificial. También criaban animales como la llama, que les servían para comerciar con otros grupos indígenas. Entre ellos, los kollas, un grupo étnico en el cual se han fundido gran parte de los atacamas, omaguacas, diaguitas y chichas y que ha recibido una fuerte influencia quechua.