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Introducción
Este es un libro sobre algunas de las personas más fascinantes que participaron en la segunda guerra mundial. Soldados, marinos, aviadores y civiles atesoraron experiencias extraordinariamente diversas, forjadas por el fuego, la geografía, la economía y la ideología. Quienes se arrebataron mutuamente la vida fueron los más notorios, aunque también, en muchos sentidos, los menos fascinantes: en el resultado de la contienda intervino también la relevante labor de una cohorte de hombres y mujeres que jamás llegó a disparar un arma. En la guerra secreta, todos los participantes libraban una batalla sin tregua, incluso en Rusia, donde entre una gran batalla y la siguiente podían mediar varios meses: la pugna del espionaje y la decodificación de mensajes secretos para conseguir una información del enemigo que otorgaría la supremacía a sus propios ejércitos de tierra y a sus fuerzas aeronavales en el campo de batalla. El teniente general Albert Praun, el último jefe de señales de la Wehrmacht, escribiría más tarde a este respecto: «Esta moderna y “fría guerra de las ondas” se mantuvo siempre viva, en todas sus facetas, aun cuando los cañones callaban». Los Aliados también llevaron a cabo campañas terroristas y de guerrilla en las zonas ocupadas por el Eje donde disponían de los medios necesarios para ello: las operaciones encubiertas cobraron una importancia sin precedentes.
Este libro no pretende ser una historia exhaustiva de la guerra secreta, que llenaría infinitos volúmenes. Se trata, más bien, de un estudio sobre las maquinarias de aquellas batallas libradas en ambos bandos, así como de algunas de sus figuras más influyentes. No es probable que aparezcan en breve documentos inéditos que alteren radicalmente el panorama, a excepción tal vez de los que se conservan en los archivos soviéticos, hoy vedados por Vladimir Putin. Los japoneses se deshicieron del grueso de sus ficheros de inteligencia en 1945 y lo que ha llegado hasta nosotros continúa inaccesible en Tokio, pero el testimonio de los veteranos de posguerra ha resultado de gran valor; hace tan solo una década, yo mismo entrevisté a unos cuantos de ellos.
Por lo general, los estudios publicados sobre las labores de inteligencia durante la guerra se centran en las acciones de un único país. En este trabajo, sin embargo, mi deseo es ofrecer una visión de conjunto. Sin duda, algunos episodios de este libro resultarán familiares para los más versados en la materia, no obstante, considero que podemos obtener de ellos una nueva imagen si los encuadramos sobre un trasfondo más amplio. Aunque existe ya una copiosa literatura sobre espías y descifradores de códigos, cabe la posibilidad de que algunos relatos aquí expuestos sorprendan al lector tanto como me sorprendieron a mí cuando los descubrí. He dedicado mucho espacio a los rusos, porque el lector occidental está notablemente menos familiarizado con ellos que con el Bletchley Park británico o el Arlington Hall estadounidense y la Op-20-G. He omitido muchas de las leyendas más señaladas y no he intentado rememorar las historias más célebres de la Resistencia en la Europa occidental, ni tampoco las de los agentes del Abwehr que, tras su llegada a Gran Bretaña y Estados Unidos, fueron encarcelados casi de inmediato o se «pasaron» al famoso Sistema XX o de la Doble Cruz. Por otra parte, aunque las hazañas de Richard Sorge y la «operación Cicerón» se vienen contando desde hace décadas, por su trascendencia merecen que volvamos sobre ellas una vez más.
Los logros de algunos de los combatientes secretos fueron tan asombrosos como funestos los errores cometidos por otros. Como tendremos ocasión de comprobar, en varias ocasiones los británicos permitieron que el enemigo se apoderase de material reservado, lo cual podría haber acarreado nefastas consecuencias para el secreto de Ultra. Por otro lado, los ensayistas del espionaje vuelven una y otra vez, de un modo casi obsesivo, sobre la traición de «los Cinco de Cambridge» en Gran Bretaña, pero pocos admiten la existencia de lo que podríamos denominar los quinientos de Washington y Berkeley: un pequeño ejército de izquierdistas estadounidenses que actuaron como informadores para los servicios secretos soviéticos. El egregio senador Joseph McCarthy estigmatizó injustamente a muchos, pero no se equivocaba al denunciar que, entre la década de 1930 y la de 1950, en el Gobierno de Estados Unidos así como en sus instituciones y principales firmas se escondía un número inimaginable de empleados cuya lealtad no rendía honor a su propia bandera. De hecho, entre 1941 y 1945, se suponía que los rusos habían establecido una alianza con Gran Bretaña y Estados Unidos, pero Stalin contemplaba esta relación con absoluto cinismo y la consideraba una asociación accidental, con el único objetivo de obtener la victoria sobre los nazis así como sobre otras naciones, inveteradas rivales de la Unión Soviética.
Muchos trabajos sobre la inteligencia durante la guerra se centran en los descubrimientos de los espías y los critptógrafos; sin embargo, el verdadero interés radica en desvelar la mesura en que estas informaciones secretas alteraron el resultado final de la contienda. El espionaje soviético eclipsó por su magnitud al de cualquier otro país beligerante y obtuvo una sustanciosa cosecha tecnológica de Gran Bretaña y Estados Unidos; sin embargo, los beneficios de esta producción de secretos militares y políticos se malograron a consecuencia de la paranoia de Stalin. El historiador norteamericano de mayor fama en materia de encriptados durante la guerra me contó en 2014 que, tras haber dedicado más de media vida al estudio de esta disciplina, estaba firmemente convencido de que la contribución de los servicios de inteligencia Aliados en la victoria final fue prácticamente nula. Parece un veredicto de una rotundidad excesiva, pero las observaciones de mi colega dejan traslucir hasta qué punto llegó a calar y a expandirse el escepticismo, el cinismo incluso, tras décadas de andanzas por las ciénagas de la ilusión, la traición y la incompetencia en que operaba la mayoría de jefes del espionaje así como sus subalternos. Los archivos sugieren que el secretismo oficial hizo más para proteger a las agencias de inteligencia de su responsabilidad ante la nación por sus caprichos que para escudarlas de las filtraciones enemigas. ¿Con qué objetivo, por ejemplo, se escondió al pueblo británico la identidad de sus propios jefes de espionaje cuando Kim Philby, uno de los oficiales más prominentes en el MI6, había filtrado durante años las operaciones más secretas a los rusos? sin embargo, la vigilancia oficial en poco ayudó a la seguridad del país al permitir que algunos de los principales subordinados de Donovan pasasen secretos a los agentes soviéticos.