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Sinopsis
Richard Sorge fue un hombre con dos patrias. Hijo de padre alemán y de madre rusa nacido en Bakú en 1895, se movió en un mundo de alianzas inestables e infinitas posibilidades. Sorge pertenecía a aquella generación indignada y decepcionada que encontró nuevas y radicales ideas tras su experiencia en los campos de batalla de la primera guerra mundial; se convirtió en un fanático del comunismo y en el mejor espía de la Unión Soviética.
Como muchos buenos espías, Sorge fue un seductor incansable, combinando su encanto con un despiadado poder de manipulación. Gracias a su magnetismo consiguió sobrevivir en todos los ambientes, conquistar a todas las mujeres y trabar amistad con todas las grandes personalidades con las que se cruzó. Como corresponsal extranjero se internó y tuvo influencia en las más altas esferas de las sociedades alemana, china y japonesa en los años previos y durante la segunda guerra mundial. Su historia personal resulta fascinante por la cantidad de escenarios donde sucede (desde la Rusia revolucionaria hasta el Japón imperial, pasando por las trincheras alemanas de la primera guerra mundial al ascenso nazi o los Estados Unidos prebélicos y la China sacudida por la guerra civil). Se convirtió en un valor incalculable para nazis, japoneses y rusos, y desde la otra punta del mundo será él quien advierta de la Operación Barbarroja y las intenciones japonesas de no invadir Siberia en 1941, que resultó fundamental para la contraofensiva soviética en la Batalla de Moscú, y que a su vez determinó el resultado de la guerra.
Un espía impecable
Richard Sorge, el maestro de espías al servicio de Stalin
Owen Matthews
Traducción de Luis Noriega
Prólogo
«¡Siberianos!»
En noviembre de 1941, en una mañana helada, Natalia Alexeyevna Kravchenko y Lina, su hermanastra, enterraron los cuadros de su padre en el jardín de la dacha familiar. Nikolina Gora, un pueblo de artistas a cuarenta kilómetros al oeste del Kremlin, se había convertido en el frente de la batalla por Moscú. Días antes, las columnas de humo que se elevaban al cielo desde la aldea vecina anunciaron la llegada de la vanguardia de la Wehrmacht, que se posicionaba para el ataque final contra la capital soviética. La dacha se encontraba en un terreno alto y boscoso a orillas del río Moscú, y los médicos del Ejército Rojo la habían requisado con el fin de convertirla en un hospital de campaña para la batalla que se avecinaba. Cuando se enteraron de que debían evacuar de inmediato, las dos hermanas metieron en un gran baúl los cuadros y la cubertería prerrevolucionaria del padre y se apresuraron a enterrarlo en un hoyo en la empinada ladera que descendía hasta el río. Tenían pocas esperanzas de que el puñado de soldados soviéticos que cavaban trincheras en las afueras del pueblo estuviera en condiciones de contener durante mucho tiempo el inminente ataque alemán. Natalia sospechaba que esa sería la última noche que pasaría en la hermosa casa de campo que su padre había construido.
Justo antes del amanecer, un ruido bronco la despertó. Natalia se puso un abrigo de piel de oveja y unas botas de fieltro y fue a la puerta a investigar. Echados en los bancos de nieve que había a ambos lados de la carretera, cientos de soldados soviéticos echaban una cabezada acurrucados en sus gabanes militares para protegerse del frío. El rugido que la había despertado eran los ronquidos de la tropa. «¡Siberianos!», le explicó un oficial: los hombres acababan de llegar en tren desde el Lejano Oriente soviético, eran los refuerzos para la defensa de Moscú.
Durante los siguientes días, centenares de muchachos siberianos morirían en el terreno pantanoso entre las aldeas de Nikolina Gora y Aksinino, al igual que lo harían cientos de miles de soldados soviéticos a lo largo del frente de seiscientos kilómetros que se extendía alrededor de Moscú. El enorme escritorio de dibujo del padre de Natalia, un mueble construido especialmente para él, tuvo que ser utilizado como mesa de operaciones. Los alemanes, sin embargo, no lograron seguir avanzando. Natalia Alexeyevna pudo regresar a la dacha; de hecho, sigue viviendo allí. Y también su nieta, que es mi esposa. Este libro fue escrito en parte en esa casa. Los cuadros cuelgan de nuevo en las paredes, y el hoyo que las chicas cavaron en la ladera para enterrarlos todavía es visible en otoño, cuando muere el sotobosque. El viejo baúl de acero se oxida detrás de la casa.
Gracias en gran medida a esos refuerzos siberianos, ese mes la marea de la segunda guerra mundial cambió de dirección en las afueras de Moscú. Es posible que no hubieran estado allí de no ser por los esfuerzos de un espía comunista alemán que operaba al otro lado del mundo, un agente que penetró los secretos más recónditos de los altos mandos japonés y alemán, pero que no contaba con la confianza de sus jefes en Moscú. Toda victoria, por supuesto, tiene muchos padres, en particular una tan sangrienta y trascendental como el triunfo soviético en la segunda guerra mundial. Sin embargo, la brillante labor de Richard Sorge contribuyó de forma decisiva a salvar a la Unión Soviética del desastre en 1941 y posibilitar la victoria final de Stalin en 1945.
Introducción
Richard Sorge fue un hombre malo que se convirtió en un gran espía; de hecho, en uno de los mejores espías que jamás han existido. La red de espionaje que construyó en el Tokio de la preguerra lo situó a solo un grado de separación de los niveles más altos del poder en Alemania, Japón y la Unión Soviética. Eugen Ott, el embajador alemán en Japón, que era al mismo tiempo su mejor amigo, su empleador y un informante involuntario, hablaba de forma regular con Hitler. El principal agente japonés de Sorge, Hotsumi Ozaki, era miembro del consejo asesor del gabinete y hablaba a menudo con el primer ministro, el príncipe Konoe. Y en Moscú, los jefes inmediatos de Sorge eran visitantes asiduos del despacho de Stalin en el Kremlin. Sorge sobrevivió como cabecilla de la red de espionaje de la inteligencia militar soviética en Tokio durante casi nueve años sin ser detectado, y ello a pesar de que el país estaba sumido en una manía histérica por los espías y la policía nunca dejó de buscar la fuente de las transmisiones de radio codificadas que la red realizaba con regularidad. Pero, sobre todo, logró robar los secretos militares y políticos mejor guardados de Alemania y Japón mientras se ocultaba a plena vista.