Con su terrible sentido práctico, ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta concentración para engarzar escamas, incrustar minúsculos rubíes en los ojos, laminar agallas y montar timones, que no le quedaba un solo vacío para llenarlo con la desilusión de la guerra.
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad
C oriolano Amador, uno de los hombres más ricos y excéntricos de Colombia en el siglo XIX, adquirió un objeto de oro que todos los colombianos han visto alguna vez, pero del que pocos conocen su historia y su significado.
Esa pieza incomprendida esconde un relato que comienza incluso antes del Descubrimiento de América, cuando la coca no era cocaína, sino una planta sagrada, y cuando el oro no era una moneda de cambio ni una forma de acumular riqueza.
Por la maldición del oro y la coca pasan los hombres que vaciaron con totumas y explosivos las lagunas de Siecha y Guatavita por el espejismo del mito de El Dorado; los españoles que entendieron que sin la coca los indios no podrían llenar las arcas de oro del imperio; los guaqueros y cazadores de tesoros que perseguían luces fantasmales en las montañas para hallar las tumbas; los falsificadores de cerámicas indígenas que estafaron a los grandes museos del mundo; los millonarios colombianos del siglo XIX, coleccionistas de rarezas, que trajeron los primeros automóviles al país, que se salvaron de morir en el Titanic y que hacían fiestas con fuentes llenas de champaña en los días en que llegar a Europa era una travesía de semanas en mula y barco.
Ese objeto lleno de leyendas es el Poporo Quimbaya, en el que converge esta historia de oro y coca, de riqueza y maldiciones.
SIMÓN POSADA TAMAYO
(Medellín, 1983) es periodista y ha trabajado en CNN en Español, BBC News Mundo, Univision, El Colombiano, El Tiempo, Grupo Editorial Planeta, KienyKe, RCN Televisión y las revistas SoHo, Don Juan, Semana y Cambio. Es autor de dos libros de crónicas y sus trabajos en prensa han sido publicados en varias antologías. Estudió guion cinematográfico en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba. Fue ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar a mejor crónica en 2015.
Fotografía del autor: © Sebastián Jaramillo Matiz
Título: La tierra de los tesoros tristes
Primera edición en Aguilar: julio de 2022
© 2022, Simón Posada Tamayo
© 2022, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
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ISBN 978-628-7539-10-5
Conversión a formato digital: Libresque
I
E l Descubrimiento de América es una cadena de malentendidos monumentales. Colón creyó que República Dominicana era Cipango, como se le llamaba en ese momento a Japón. Quienes pensaban que la Tierra era plana debieron replantear sus creencias y tragarse sus palabras, así como los que pensaban —y aún piensan— que América era un sitio salvaje, despoblado y sin civilización: Tenochtitlán y Cuzco eran ciudades tan sofisticadas y ordenadas como Londres o París; en la región del Beni, en Bolivia, se estima que hubo alrededor de 20.000 colinas creadas por el ser humano, con acueductos, canales y terrazas que albergaron a miles de personas desde el año 4000 a. C. Allí han encontrado montículos de cerámica que exceden los depósitos hallados en Roma. ¿Cuántos alfareros fueron necesarios para fabricar semejante cantidad de cerámica? ¿Cuánto tiempo emplearon, no solo fabricándola, sino destruyéndola y enterrándola?
Los españoles venían en busca de oro, pero se cruzaron con millones de perlas, metales desconocidos como el platino y delicias como el maíz, el cacao, la papa, el tomate, los cacahuetes, el chocolate, el pimentón, la calabaza, la piña, la batata, el tabaco, el caucho, y muchas cosas más. Sin el Descubrimiento de América, el mundo entero sería triste y aburrido: no comeríamos palomitas de maíz en el cine, las hamburguesas no se acompañarían con papitas fritas, los enamorados no se regalarían chocolates ni podrían tener sexo seguro, porque no habría condones. En vez de fumadores, habría personas que solo podrían comerse las uñas para calmar sus nervios. “Hoy el maíz alimenta en todo el planeta a gente y a animales que alimentan gente como pollos, tilapias, salmones, cerdos y corderos […] Europa se convirtió en adicta de la papa, y China es su productor más grande, por encima de Norteamérica. A la India le fascina el maní. En África tropical, la yuca y el maíz se incorporaron en sistemas de cultivo simultáneo de diversas plantas y poco a poco se fueron imponiendo”, cuenta el antropólogo Carl Henrik Langebaek.
En los últimos años se ha empezado a conocer cada vez más el término biopiratería: una práctica que consiste en la privatización y la explotación de las riquezas y los conocimientos biológicos de los pueblos tradicionales. Vistos desde esta perspectiva, los frutos de América fueron expropiados durante la Conquista. Los cultivos de caucho en Asia, por ejemplo, son uno de los casos más infames de biopiratería que sufrió el continente, y por el que nunca se va a recibir una compensación justa: 70.000 semillas de Hevea brasiliensis fueron llevadas desde la Amazonía brasileña hasta el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres. De estas, germinaron 2.700, y 1.919 llegaron hasta Colombo (Sri Lanka). Así, el caucho pasó de ser usado en la fabricación de pelotas para el juego de ulama en Mesoamérica a permitir la fabricación de ropa impermeable, condones y piezas y empaques para automóviles, aviones, barcos y armas. Toda la maquinaria de guerra necesitaba empaques, llantas y elementos de caucho. Un tanque de guerra Sherman tenía cerca de media tonelada de caucho, y el 99 % de dicho elemento provenía del sudeste asiático; en especial, de la Malasia Británica y de las Indias Orientales holandesas, el primer lugar atacado por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial. El etnobotánico Richard Evan Schultes empezó una carrera contra el enemigo en las selvas colombianas haciendo un censo de árboles de caucho en la Amazonía y buscando semillas de especies para poder empezar cuanto antes un nuevo cultivo. Pero el esfuerzo resultó perdido: el desarrollo del caucho sintético llegó justo a tiempo para salvar la escasez. Sin embargo, las llantas de aviones aún hoy en día solo pueden usar el caucho natural, por ser el único que soporta los cambios bruscos de temperatura que ocurren en un aterrizaje.