Biografía autor
Nació en Guayaquil el 8 de junio de 1898, y murió el 10 de junio de 1919 en la misma ciudad. Escritor, poeta, músico y compositor ecuatoriano, es considerado el mayor representante del modernismo en la poesía ecuatoriana.
Desde muy joven se destacó por sus composiciones literarias, pese a que su obra se hizo realmente conocida después de su muerte. Además, sabía interpretar obras musicales, gracias a la amistad que tenía con los padres agustinos en cuyo convento practicaba el piano.
Su poesía era hasta cierto punto romántica. Aun así, tenía las características de un modernismo que había llegado tardíamente al Ecuador y que estaba a punto de expirar en Europa, gracias a la influencia de la revolución rusa y el advenimiento del marxismo. Después de su muerte sus poemas se publicaron en Francia en 1926.
De la misma forma, se sabe muy poco acerca de la supuesta amistad que mantuvo con otros jóvenes que tenían sus mismas aspiraciones estéticas, los poetas quiteños Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro, quienes pertenecían a la alta aristocracia capitalina. A no ser de unas pocas cartas en donde se hablan de sus gustos literarios, no hay documentos ni testimonios que aseguren que estos poetas lo hayan conocido físicamente, peor aún que hayan sido sus amigos.
Medardo Ángel Silva fue un joven de la clase baja de Guayaquil, que logró cierto reconocimiento por su trabajo como periodista desde los 17 años (aproximadamente, cuando abandonó sus estudios en el colegio Vicente Rocafuerte) hasta su muerte, a los 21. Trabajó en imprentas pequeñas y luego colaboró en varios semanarios y revistas. Posteriormente, llegó a trabajar en el diario El Telégrafo, en la página de literatura, donde pudo publicar varios poemas y relatos cortos.
Silva no se graduó de bachiller, pero su condición de autodidacta lo llevó ser maestro escolar e incluso a leer en francés, así se le facilitó el contacto con la poesía de los simbolistas franceses (Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire), quienes llegaron a ser sus más grandes referentes. Sus influencias, además, fueron el modernismo de Rubén Darío y el misticismo de Amado Nervo.
A mediados de la década de 1950, cuando se hace una reseña del acontecer literario del Ecuador de principios del siglo XX, se encuentran similitudes en los escenarios poéticos de Silva y de los otros tres jóvenes de Quito, a quienes los separaba la distancia y la clase social a la que pertenecían. Así, a estos cuatro poetas se les denominó como la generación decapitada, porque la mayoría murieron jóvenes, con una intensa carrera literaria para sus pocos años de existencia.
La muerte de Medardo Ángel Silva sigue siendo un misterio sin esclarecer: a los 21 años el joven poeta murió de un tiro en su cabeza. Posteriores análisis ponen en duda el suicidio, ya que la bala entró por detrás de la oreja. Sin embargo, nunca se investigó más allá y fue enterrado sin los ritos fúnebres católicos, por lo que se asume su muerte como un suicidio y eso ha llevado a la construcción de un imaginario popular acerca de sus últimas horas, en él se habla desde que habría estado jugando con el arma, y que su muerte fue un accidente, hasta que por una decepción amorosa habría tomado esa trágica decisión.
La profesión literaria
La profesión literaria que tú sueñas camino de gloria, es muy dura, joven iniciado.
Ante, todo, la gente se preocupa mucho, por eso que llaman la «Escuela» del escritor. Si escribes con la serena unción de Fray Luis, la gloriosa frescura del vino añejo del Marqués de Santillana o la pureza del hondo Jorge Manrique, te llamarán desenterrador de momias y encarnizante; si lo haces con la ingenua sencillez de los primitivos, sin oropeles, sin floreos retóricos ni mitologías de similor, serás un pobre bárbaro; si amas las modernas ondulaciones del Ritmo y pones tu alma melodiosa en áureos versos de melífero dulzor, que tengan el vago encanto de una tarde nórdica vestida de bruma, te dirán decadente y serás víctima de cuanto Hermosilla roe, zancajos de rimador.
Al comienzo de tu labor literaria te llamarán los cofrades ya ensayados por el sacro óleo del Tiempo, «esperanzas de futuras glorias»; pero tienes que resignarte a ser una esperanza vitalicia: si sospechan que puedes hacer tambalear sus tronos de pontífices, te lapidarán...
Para gozar de los favores del público tienes que despersonalizarte, que ingresar al rebaño, que pensar en armonía con la comunidad: nadie te perdonará la irreverencia de permanecer de pie cuando todos rastrean, y el triunfo es, casi siempre, de los que tienen las más flexibles espinas dorsales: para obtenerlo debes inscribirte en las muchas cofradías del elogio mutuo, en que se reciben y dispensan títulos literarios.
Si vas hacia la muchedumbre a darle, como Cristo, el pan de tu carne y el vino de tu sangre, en tus versos, dirán que mendigas los aplausos de la ignara turba y que estás sediento de glorias de plaza pública; si te encierras en tu yo, como en la torre inaccesible del conde de Vigny, desdeñoso de las modas literarias y de la réclame en boga, te tacharán de ególatra y se hará el vacío a tu alrededor.
Los «queridos compañeros», serán tus más fieles detractores. Eso no significa que se abstengan de elogiarte cuando tú puedas pagar el elogio en igual y más valiosa moneda...
En tan áspero camino irás dejando trozos de tu alma y cuando llegues a la anhelada cumbre -si llegas- serás un prematuro envejecido y los laureles de tu corona te punzarán las sienes como si fueran espinas.
Pero, lo más probable, es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suelto de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epílogo de la tragicomedia de tu vida, y debes agradecer -en ultratumba- al Director, que haya suprimido la inserción del réclame de una fábrica de embutidos para dar cabida a tu óbito.
Por lo demás, si te abstienes en tu propósito, ten la seguridad de que, soñador incurable, poseso de una santa locura, has de morir con los ojos deslumbrados por la luz de tus sueños imposibles, fijos en la cima ideal donde sonríe aquella divina proxeneta que se llama Gloria.
A los poetas de mi tierra
Por muchos soles, por mucha sucesión de lunas, han resonado nuestras voces en la sacra sella de Apolo, Nuestro Señor; el discorde concierto de las liras, de las arpas, de las trompas, de las guzlas ha volado, como bandada armónica de pájaros líricos, bajo nuestro divino cielo de impar belleza, a las cuatro direcciones del infinito. Mas, casi siempre, advirtiose en nuestro canto el eco velado de lejanas voces maestras y extrañas sugestiones guiaron los dedos que tan sabiamente despertaban esas amables músicas, sometidas a pautas ajenas.
¿Os acordáis? Eran las fastuosas fiestas de Versalles, las soirées de las palatinas elegancias, el Grand Trianon, bazar de las aristocracias extintas, las sonrisas de las marquesas Pompadours, los minuets y las gavotas ritmadas a un aire cortesano de Scarlatti o Couperin, los cabellos empolvados que copiaban las cornucopias de oro, las siluetas casi aéreas de exquisitas languideces que Watteau, Fragonard o Creuzo aprisionaron, con toda su vaporosa gracia, en telas admirables.
¿Os acordáis? Eran los boscajes de bellorita húmeda, en las tardes rosalinas, las desnudas rondas, los tibios muslos de Calixto, las siete cañas -oh, adorable Sirinx! del dios-sátiro, las armoniosas caderas de Hermafrodito, el rapto de las ninfas, la cuadriga radiosa del hijo de Hiperión, los venustos cuellos, los lirados brazos de ebúrnea morbidez, los galopantes centauros: toda la fábula amable del pueblo selecto; de la Hélade dulce de Palas Atenea, al Musageta y Afrodita.