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Después de celebrar como merece el cosmopolitismo de los granadinos, el corresponsal declara sus propósitos
Varios amigos míos granadinos, miembros de la tan ilustre como desconocida Cofradía del Avellano, me han escrito pidiéndome noticias de estos apartados países, en la creencia de que las tales noticias, aparte de los atractivos con que yo pudiera engalanarlas, tendrían de fijo uno muy esencial, el de ser frescas; porque la imaginación meridional, reforzada por el desconocimiento, no ya meridional, sino universal, que de este rincón del mundo se tiene, concibe a su antojo cuadros boreales, en que figuran los hombres enterrados debajo de la nieve y saliendo de vez en cuando para respirar al aire libre y fumar un cigarro en agradable conversación con los renos, los osos y las focas.
No soy yo hombre capaz de negarme a satisfacer los deseos de mis amigos, singularmente cuando lo que me piden es razonable y poco trabajoso; así es que me decidí a escribir varias cartas, hablando a cada uno de los peticionarios de lo que más pudiera interesarle y gustarle, y abrazando en conjunto desde la constitución geológica, etnográfica y política, artes, cocina o indumentaria, hasta los procedimientos que se emplean para encender el fuego y hacer las camas. Pero después, pensándolo mejor, caí en la cuenta de que no era justo reservar en beneficio de unos pocos un trabajo que, malo o bueno, había de contener tantas noticias nuevas y curiosas, y formé el propósito de callarme hasta el día 1.º de octubre, que es el de la apertura de los centros docentes, y ese día abrir mi cátedra como el más pintado, y explicar un curso libre por medio de cartas dirigidas en particular a mis amigos, y en general a todo el que quisiera matricularse en la administración de El Defensor de Granada. Ese día es el de hoy, y lo que pensé va a convertirse en hecho visible y palpable.
El procedimiento es un tanto revolucionario; pero los usos no nacieron todos a la vez: el mundo es una Universidad donde hay cátedras y bancos de sobra, y lo que falta son maestros y discípulos: yo no soy maestro, lo reconozco; pero en caso de apuro puedo ejercer de suplente, auxiliar o supernumerario, no tan mal como muchos que he conocido en mi vida estudiantil, dicho sea sin ofensa de nadie. Y por lo que hace a mis discípulos, lo serán muy a gusto, aunque por culpa mía con escaso provecho, todos los granadinos de buena casta, los cuales son por naturaleza cosmopolitas y muy aficionados a conocer países extranjeros. He notado que, en los años juveniles, a todos nosotros se nos mete en el cuerpo, juntamente con los primeros sobresaltos eróticos, una pasión violenta por conocer nuevas gentes y nuevos climas, sin duda para sacudir el yugo del amor y de las prosaicas complicaciones que acarrea. Y si muchos, casi todos, se mueren sin haber logrado más que dar una escapadita a Málaga para ver lo que es el mar, recaiga toda la culpa sobre el mal servicio de ferrocarriles y sobre la «crisis por que atraviesan las tres fuerzas vivas del país: la agricultura, la industria y el comercio».
Hallábame yo un día paseándome por el Grao de Valencia, y se me ocurrió entrar en cierto burdel a mano derecha yendo hacia el puerto, para saborear la legítima paella valenciana, que a la puerta estaba anunciada en un cartelillo tan sucio como falto de ortografía; y una vez dentro de aquel tugurio o cuadra, y en posesión de mi apetecido plato de paella, de exquisita paella, vi que en el centro del comedor, entre las mesas, comenzaba a perorar un hombre joven y simpático, que de frente parecía un tribuno y de perfil un banderillero, a causa de lo largo de sus brazos y de lo desmedrado de su chaqueta; y lo que me llenó de admiración fue oírle hablar de Granada, de la grandeza mayestática de nuestra Sierra, de la hermosura de nuestra Vega y de la umbrosidad apacible de los bosques de la Alhambra. Todos los comensales, que eran muchos, estaban suspensos y como colgados de la palabra del orador, y entre los platos y las bocas, las cucharas hacían varias estaciones. Yo no quise interrumpir tan bella disertación, por no cortar los vuelos a mi paisano (más que paisano, puesto que luego declaró ser nativo del Campo del Príncipe y, por tanto, greñudo auténtico), quien, dicho sea entre paréntesis, se despachaba a su gusto, es decir, que entre cada dos verdades metía un embuste como una piedra de molino; pero pensaba que, si las manos del disertante no denunciaran su oficio de sombrerero, cualquiera le tomaría por un bardo popular, famélico y errabundo, inspirado por la musa granadina, ingrata doncella que se hace amar a fuerza de desdenes.
Y en verdad, aunque el progreso de los tiempos haya transformado los laúdes en planchas u otros instrumentos de trabajo y las estrofas rítmicas en prosa hinchada e hiperbólica, yo creo que el espíritu popular no ha cambiado; que en él se conserva perenne el sentimiento de la belleza natural, renovador y purificador del arte. El pobre cantor del Grao de Valencia no es solo: en muchas ciudades y pueblos de España, donde yo menos podía imaginármelo, he encontrado granadinos, casi todos del gremio de sombreros, que sea por la crisis por que suele pasar, sea por lo «socorrido» del oficio, es el que da más aliento a la emigración; algunos establecidos decentemente; los más en míseros portales con un mostrador, un escaparate y dos sillas, todo de lance, amén de los moldes, planchas y sombrereras. En estos humildes centros, que a veces son terribles focos políticos, está depositada la representación del pueblo granadino en las «cortes extranjeras». ¿Y quién sabe todavía si nuestros sombrereros no se decidirán a aprender idiomas y a derramarse por todo el mundo, con gran provecho para nuestra fama?
Parecería más lógico que Granada, ciudad morisca, estuviese representada por vendedores de babuchas, que no que lo esté principalmente por artífices de una prenda que los moros jamás usaron ni quieren, con excelente acuerdo, usar, no obstante el empeño con que los paladines de la civilización pretenden adornarlos, no ya con sombreros, sino hasta con camisas almidonadas, corbatas y guantes. Pero las cosas son así: no seamos exigentes y conformémonos con que haya en España quien sea vocero de nuestro renombre y quien demuestre prácticamente que somos un pueblo amante de la expansión, de ver mundo, de sacudirnos el polvo, sin olvidar la tierra nativa, por más malos tratos que en ella hayamos recibido.
Para que nadie tenga nada que agradecerme, diré que yo vivo en este país a costa de España, y que aunque no haya ningún artículo de reglamento que me obligue a escribir a mis paisanos, no hay tampoco ninguno que me lo prohíba; de suerte que soy libre para pensar como pienso que estoy obligado, y, con el sueldo que me pagan, pagado. —Otro uso nuevo, dirán mis discípulos. —No tan nuevo, contestaré yo, puesto que los célebres agentes políticos que las repúblicas italianas enviaban al extranjero, los tan decantados venecianos y florentinos, no eran más que corresponsales de periódico, habilísimos gacetilleros, injertados en políticos sutiles, que escribían sobre todas las cosas con la mayor libertad y desenfado, y nos dejaron cuadros admirables de los países en que habitaban, mientras que los diplomáticos que se consideraban «seres superiores» escribían despachos apelmazados y hueros, útiles solo, en general, para que los roan los ratones en los archivos. Nada hay más hermoso en el mundo que la llaneza y la naturalidad, y en gran error viven los que se rodean de misterios, que el tiempo se encarga de aclarar y de presentar ante nuestros ojos como envoltura de ridículas vulgaridades. Las ideas que los hombres tenemos deben ser como piedras, y los cargos que ejercemos como cántaros: ocurra lo que ocurra, debe romperse el cántaro. Cargos hay muchos e ideas pocas; respetemos la pureza de nuestras ideas y no la alteremos en beneficio de los fugaces intereses de nuestro medro personal, exagerado o mal comprendido.