Tras constatar los desmanes llevados a cabo por el presidente George W. Bush durante las invasiones de Afganistán e Irak, entre los que destacó el uso abierto de la tortura —documentada en las imágenes de la prisión de Abu Ghraib—, y de atestiguar la banalidad y la torpeza de su gobierno, Carlos Fuentes reunió en un pequeño libro sus artículos sobre esta lamentable figura, al cual tituló, haciéndose eco de la rica tradición panfletaria que nos llega desde la antigüedad clásica, Contra Bush (2004). La muerte de Fuentes, a fines de 2012, le impidió observar el ascenso al poder de un fantoche aún más pernicioso y lamentable que el segundo Bush. Ni siquiera alguien con la capacidad fabuladora y la pasión por lo grotesco como Fuentes podría haber imaginado que un demagogo sin escrúpulos, que de no haber nacido en Nueva York podría haber surgido de la más rocambolesca novela de caudillos del Boom, iba a conquistar la Casa Blanca con la decisión de imponer un régimen autoritario y xenófobo que sólo la corrección política impediría llamar fascista. Las páginas que siguen, apresuradas y urgentes, publicados en la prensa entre 2016 y 2017, aspiran a prolongar la desazón de Fuentes y a recordar a sus eventuales lectores el peligro extremo que Donald Trump representa para México y para nuestra civilización.
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El 21 de junio de 2016, Donald Trump gana oficialmente la nominación como candidato del Partido Republicano. Nadie quería creerlo hasta que ocurrió. Pero la negación volvió a imponerse y, una vez más, analistas y medios aseguraron que a la postre sería derrotado por Hillary Clinton. Un hombre como él jamás llegaría a ser presidente de Estados Unidos, la más antigua democracia del planeta. No es necesario insistir, a toro pasado, en la magnitud de su error.
¿Cómo pudo ocurrir algo así? Si uno hojea los diarios estadounidenses o escucha el sinfín de tertulias televisivas donde se comentan las primarias, esta pregunta se repite una y otra vez en voz de comentaristas liberales y conservadores, demócratas y republicanos. ¿Cómo es posible que en Estados Unidos, que se jacta de ser la democracia más sólida y antigua del orbe, un sujeto como Donald Trump se haya convertido en el candidato a la presidencia del Grand Old Party, el partido de Lincoln? Como en el ascenso de todos los demagogos, la sorpresa debe ser tomada con reservas.
Los signos estaban allí, sólo que la mayoría o al menos la mayoría de los miembros del establishment no quiso verlos. Si el elegido por las bases republicanas carece de toda experiencia política o de una ideología reconocible fuera de sus ansias de poder —por no repetir las críticas a su estilo zafio y vulgar—, se debe justo a ese establishment que hoy se rasga las vestiduras y se muestra azorado por su victoria. Los grandes culpables de esta vergüenza nacional —que ya es una amenaza global— son la clase política republicana y sus aliados en los medios.
Las épocas de zozobra económica y política son propicias para que figuras dotadas con una retórica expansiva, un don para manipular a las masas y una imagen de rebeldes o outsiders recojan la ansiedad de amplios sectores de la población, se asuman como sus paladines y asalten el poder presentándose como sus salvadores. Ocurrió en la Italia de los años veinte y la Alemania de los treinta del siglo pasado y, más cerca de nosotros, en Ecuador o Venezuela. Lo extravagante aquí es que, si bien no se atrevió a reformar drásticamente el sistema, Barack Obama consiguió estabilizar la economía y revertir un poco la desigualdad acentuada en decenios de gobiernos neoliberales.
Haciéndose eco de la polémica frase de Aznar, Obama pudo decir al final de su mandato: “Estados Unidos va bien”. Todos los indicadores lo confirman. ¿Y entonces por qué hay millones de desencantados? ¿Por qué el estadounidense medio se siente tan abatido, tan traicionado o tan desalentado ante el futuro como para entregarle su gobierno a Trump?
La respuesta está otra vez en los políticos republicanos y sus medios afiliados que, a lo largo de estos años —y ya desde las épocas de Clinton—, no han hecho sino difundir una imagen del país que no corresponde con los hechos.
Anclados en su odio a la izquierda (a los liberales, en el lenguaje político local), a los Clinton y a Obama —el componente racial nunca se ha borrado—, han mentido sin tregua, dibujando unos Estados Unidos que no existen. Unos Estados Unidos que, para muchos hombres blancos protestantes, luce al borde del abismo.
Esta política del resentimiento, que presenta a los demócratas como demonios que sólo buscan limitar las iniciativas de los mejores —según el modelo diseñado por Ayn Rand—, provocó primero el ascenso del Tea Party, que obligó al Partido Republicano a escorarse a la derecha y a negar cualquier acuerdo con los demócratas. Esos mismos radicales no sólo ungieron o vetaron candidatos, sino que convirtieron su discurso radical e intransigente en el discurso mayoritario de los republicanos. Nadie que aspirara a una posición de poder ha dejado de cortejarlos.
En ese ambiente en el que los WASP (white anglosaxon protestant) han acabado por sentirse humillados y en peligro —en especial por la coalición de mujeres-jóvenes-negros-latinos fraguada por Obama—, la elección de Trump casi parecería natural. Aunque es difícil creer que tenga una sola convicción firme, el empresario encarna esa suma de miedo y odio que caracteriza a los demagogos (y lo acerca tanto a los ultras europeos): miedo a unos Estados Unidos liberales y multirraciales y odio a los extraños que buscan desposeerlos, sean mexicanos o musulmanes.
Trump no es una anomalía: es la consecuencia natural de esta acumulación de mentiras republicanas.
En 1872, Jacques Offenbach estrenó en el Teatro de la Gaité su opereta Le roi Carotte. En esta pieza humorística, un grupo de radicales desencantados con el gobierno de su príncipe lleva al poder a una monstruosa y grotesca zanahoria humana. Tras unos meses de gobierno, todos se dan cuenta de su error y a la postre lo derrocan.
Por desgracia, no vivimos en una comedia y no podemos darnos el lujo de que el país más poderoso del planeta sea gobernado por un adefesio que ha revitalizado el racismo, el sexismo, el miedo y el odio a los otros.
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Todo demagogo necesita un enemigo. En la Alemania nazi fueron los judíos (y en menor medida los gitanos y los comunistas y los eslavos y los homosexuales). Desde el inicio de su campaña, Trump eligió a los suyos: los inmigrantes sin papeles. Mexicanos, centroamericanos, latinoamericanos. Bad hombres. Criminales y violadores. Y decidió que su gran promesa sería expulsar a millones e impedir, con la construcción de un Muro, que estos parias sigan contaminando su hermoso país.
Cuando escuchamos cómo se habla de ellos, casi parecerían iguales. Idénticos unos a otros. Intercambiables. Y, por tanto, desechables. Cuerpos al garete, sin identidad y sin nombre, apenas con una mochila al hombro, un par de zapatos, un maltrecho documento de identidad, desplazándose lastimosamente por mar o tierra. Hombres, mujeres y niños anónimos, extraviados, dispuestos a lo imposible —atravesar el océano a nado o en una barcaza, cruzar bosques o desiertos, esconderse de los perros, huir de los policías o los