Jorge Volpi - El insomnio de Bolívar
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- Libro:El insomnio de Bolívar
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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El insomnio de Bolívar: resumen, descripción y anotación
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Esta obra obtuvo el II Premio Iberoamericano Debate Casa de América (2009) por decisión de un jurado compuesto por Alberto Manguel en calidad de Presidente, Lucía Méndez, Juan Gabriel Vásquez, Inma Turbau en representación de Casa de América y Miguel Aguilar en representación de la Editorial Debate.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? […] Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria.
Simón Bolívar, Primera carta de Jamaica (1815)
CONFESIÓN Y CONFUSIÓN
Donde el autor da cuenta de las inesperadas razones que lo movieron a iniciar esta empresa y cómo descubrió que, siendo mexicano, también era —ay— latinoamericano
Fue en España, para ser más preciso en Salamanca, apabullado por las centenarias piedras de Villamayor, frente a las severas estatuas de fray Luis de León y Unamuno, o al menos ante sus nombres inscritos en camisetas, afiches y llaveros, donde descubrí que yo era latinoamericano. Acababa de cumplir 28 años y hasta entonces había vivido en México, donde jamás fui consciente de esta condición y donde nunca tuve la fortuna o la desgracia de toparme con alguien que se proclamase miembro de esta especie. Gracias a la visión solidaria o convenenciera de los gobernantes de mi país, en los manuales de historia siempre se recalcaba nuestra orgullosa pertenencia a la región —las escuelas oficiales suelen llamarse Primaria Diurna 27 República de Argentina o Secundaria Nocturna 65 República de Colombia—, pero el guiño bolivariano no pasaba de ser una declaración de buena voluntad tan fatua como nuestros llamados en favor de la paz en el mundo. Si bien José Vasconcelos, el ilustre educador y artífice de la cultura revolucionaria, había dibujado el mapa de América Latina en el escudo de la Universidad Nacional —borrando minuciosamente a Estados Unidos y Canadá—, y el ex presidente Luis Echeverría, célebre por su papel en la represión del 68 y su verborrea populista, se había empeñado en convencernos de que éramos la cabeza de león de esa parte esencial del tercer mundo, los esfuerzos por acercarnos a las naciones del sur habían resultado más bien infructuosos. Durante mi adolescencia los lánguidos panfletos de la nueva trova cubana se habían desdorado poco a poco y a partir de los setenta incluso el Boom, quintaesencia de la unidad latinoamericana, había abjurado de su fe revolucionaria. Mis amigos ricos o aventureros ya habían tenido la suerte de viajar a Europa —alguno nos torturó con mil diapositivas de sus vacaciones soviéticas—, y en cambio no conocía a nadie que hubiese visitado Buenos Aires, Bogotá o Santiago de Chile, por no hablar de Quito o Managua. Poco después, tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del socialismo real, la unidad latinoamericana terminó en el desván de las ideas caducas al lado de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y la alienación capitalista. En nuestras mentes, América Latina aparecía como la vasta extensión entre el Río Bravo y la Patagonia: y nada más. Imposible llenar ese vacío con imágenes que escapasen al lugar común —de Los tres caballeros de Disney a los hinchas del fútbol— o sentir otra proximidad hacia sus habitantes que no fuese dictada por el pasado, la religión o la lengua. Para los mexicanos de mi generación, América Latina —término rimbombante, resbaladizo— era un hermoso fantasma, una herencia incómoda, una carga o una deuda imposible de calcular. De no haber escapado de México para aventurarme en las añejas aulas de la Universidad de Salamanca, tal vez jamás habría descubierto lo que significaba ser latinoamericano. O, para empeorar las cosas, sudamericano. Porque, a lo largo de los tres años que permanecí en las riberas del Tormes —igual que luego en Francia o Italia—, me fue imposible convencer a los locales de que, además de latinoamericano, yo también era norteamericano. Cuando intentaba explicar que ese carácter no obedecía a una veleidad política o ideológica, vaya, ni siquiera a una decisión personal sino a la simple fatalidad geográfica —América del Norte termina en el istmo de Tehuantepec; América Central se prolonga hasta Panamá, y América del Sur, Sudamérica o Suramérica, como prefiera usted, comienza justo allí, a unos pasos del adusto Darién, en Colombia—, era inmediatamente acusado de traidor: el típico mexicano que aspira a volverse gringo. En un par de conversaciones menos amistosas, mis interlocutores, unos grandullones violentos y enfáticos, resolvieron la cuestión de golpe: dejando atrás toda sutileza, yo era un sudaca idéntico a mis colegas argentinos, hondureños o venezolanos. Quizás aquellos vándalos tenían un toque de razón: aunque la distancia entre México y Asunción o México y Santiago es casi la misma que media entre México y Madrid, la empatía hacia mis colegas chilenos o paraguayos era sin duda mayor de la que experimentaba hacia mis anfitriones españoles. Las razones son arduas de entender, y acaso este libro haya nacido con el secreto deseo de explorarlas. Como fuere, los estudiantes latinoamericanos de la universidad, fuesen costarricenses, uruguayos, peruanos, bolivianos o salvadoreños —los argentinos, lo sabemos, constituyen la entrañable excepción a casi todo—, percibíamos a los españoles, o más bien a los castellanos, y si somos exigentes a los salmantinos, como más directos, más severos, más huraños, más fríos y más tercos que nosotros (cabe aclarar que estos términos guardaban cierto componente positivo). Aunque nuestra ignorancia de las costumbres, gustos y manías de los otros fuese abismal —pocos podían ubicar en un mapa los países de Centroamérica o recordar los colores de las banderas nacionales—, la sensación de pertenecer a un mismo ámbito, radicalmente distinto de España, era unánime. Poco importaban aquí las lecciones de historia o las declaraciones políticas: el contraste con los otros nos hacía compartir, de pronto, cierta identidad común. Sólo frente a ellos —sí, vale, los conquistadores y todo eso— nos asumíamos como latinoamericanos (repito: latinoamericanos, no latinos ni, como querían nuestros presuntuosos anfitriones, hispanoamericanos). ¿Qué significaba ese epíteto? ¿Qué nos definía y qué nos separaba de los demás habitantes del planeta? Me resisto a responder: la crueldad de la conquista y el heroísmo de los libertadores, la sublime sonoridad del español o las tinieblas de la religión católica. ¿Y entonces? Otra anécdota: antes de vivir en Salamanca, jamás había sentido la repentina necesidad de bailar salsa (en México, a diferencia de países menos mojigatos, la burguesía desprecia la música tropical) y ahora, de repente, me veía una vez por semana en El Savor —así, con falta de ortografía incluida—, la catedral de la salsa salmantina, un turbulento antro en las proximidades de la Gran Vía donde cada fin de semana se congregaban los estudiantes latinoamericanos, acompañados de sus correspondientes ligues españoles, como hormigas atraídas por un rastro de azúcar (¡azúúúcar!). Colombianos, dominicanos y puertorriqueños dominaban la pista y mareaban tanto a las chicas locales como a las guiris —nuestras gringas—, pero incluso nosotros, patosos mexicanos, nos contoneábamos mejor que cualquier español. ¿Acaso ese innato bamboleo de caderas sería la esencia latinoamericana? En El Savor las chicas españolas decían “vosotros bailáis muy bien” y nosotros, educados y falaces —otra característica compartida—, les respondíamos: “pues ustedes no lo hacen nada mal”. Y la condición latinoamericana surgía allí, de repente, entre cervezas Mahou, pasitos pa’lante y pasitos p’atrás, cuando venezolanos, ecuatorianos y mexicanos nos asumíamos por un segundo parte de ese
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