Jorge Volpi - Mentiras contagiosas
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- Libro:Mentiras contagiosas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2008
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Mentiras contagiosas: resumen, descripción y anotación
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LIBROS, ESCRITORES, LECTORES
Certifico la muerte de la novela. Según los cronistas, el último ejemplar de esta especie apareció hace cien años: un pobre remedo de Las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, perpetrado por un tal Menard y publicado en la ciudad de México en 2605. Basta hojearla para comprobar la decadencia del género: sus artificios estructurales, la inverosimilitud de sus personajes y su miseria estilística explican por qué el público dejó de leer —y los editores de editar y los escritores de escribir— esta variedad de la literatura conocida como ficción (un término ausente en nuestras librerías). Ante obras como esta no debe sorprender que la novela se haya extinguido, sino que no lo haya hecho antes.
La ficción siempre tuvo una vida artificial: concebida como un engaño similar a la magia o la hechicería, sólo podía haber prosperado en sociedades con un precario desarrollo intelectual. De otro modo, ¿cómo entender que adultos racionales se consagrasen a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfrutasen con sus engaños, que lectores sensatos se conmoviesen con sus mentiras? Durante siglos las novelas sirvieron para confundir a las mentes menos preparadas: su público estaba conformado por mujeres crédulas, adolescentes infatuados, viejos prematuros, solteros insatisfechos: gente ociosa. Yo siempre me estremecí al imaginar esos volúmenes plagados de fantasías. Cientos de páginas que representaban horas, días o incluso semanas tirados a la basura.
¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad si, en vez de malgastar sus energías con estos delirios, las hubiesen invertido en tareas más provechosas? ¿Si, en lugar de demorarse con peripecias de espías, enamorados y facinerosos, nuestros antepasados hubiesen agotado libros de filosofía, de historia, de matemáticas? ¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad? ¿De qué manera se hubiese acelerado nuestro desarrollo económico, nuestra civilidad política, nuestra andadura tecnológica? Pero nuestros ancestros padecían una predisposición natural hacia la mentira. Tuvieron que pasar mil años antes de poder extirpar esta distracción: demasiado tiempo, si se compara con el empleado en erradicar enfermedades menos perniciosas. ¿Dónde radicaba el poder de las novelas? ¿Por qué un género tan nocivo fascinó a los seres humanos? ¿Cómo logró seducir a naciones y épocas enteras?
Si bien desde mi época de estudiante yo me negué a bucear en las aguas de la ficción —mi tesis doctoral versa sobre el estilo de las actas del tribunal de cuentas de Rouen en el siglo XIX —, la reciente muerte de mi madre despertó en mí el virus de la curiosidad. Aunque la infeliz pertenecía a la primera generación que podía jactarse de nunca haber leído una novela, su testamento reveló que desde hacía años se empolvaban en nuestro sótano las novelas que mi abuelo acumuló a lo largo de su vida. Al parecer ella nunca tuvo corazón para desembarazarse de esa carga y, segura de que ninguno de sus hijos se atrevería a deshonrarla, se olvidó de aquella incómoda herencia, convencida de que las termitas la convertirían en su alimento. La pobre no podía sospechar que su primogénito terminaría por abrir aquellas cajas de Pandora.
Poco después de sus exequias bajé a la cava, arranqué los precintos y descubrí la desvencijada biblioteca de mi abuelo. A primera vista el gusto del viejo se mostraba ecléctico: de las más de ochocientas obras que acumuló en su sigilosa existencia de notario, identifiqué ejemplares de diversos países y lenguas, si bien una manía indescifrable parecía guiarlo hacia la literatura mexicana del siglo XXI . Sólo para contrariar su memoria inicié mis pesquisas con los ingleses. El azar me condujo hacia la Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy de Laurence Sterne. En cuanto abrí el ejemplar fui presa de un espasmo: si bien la lectura de ficción no estaba prohibida —sólo a un loco se le hubiese ocurrido censurar libros que no interesaban a nadie—, me extrañó descubrir en mí semejante ánimo subversivo.
Al concluir aquella obra mi decepción no pudo ser mayor: como preconizan los grandes críticos literarios contemporáneos, se trataba de un enorme disparate. En pocas palabras, no entendí nada. Y no por incapacidad de adentrarme en las sutilezas del inglés antiguo o porque despreciase el mundo de Sterne: simplemente no me interesaba lo que este narraba o, más bien, cómo lo narraba. La época resultaba fascinante pero ¿qué aportaban aquellas páginas frente a los estudios eruditos? ¿Cómo enriquecían a nuestro conocimiento del siglo XVIII británico? ¿De qué servía esa acumulación de dislates cuando existen tan sólidos libros de historia? La novela estaba plagada de caricaturas, experimentos y divagaciones que aniquilaban toda noción de objetividad. Al concluir el libro seguí convencido de la inutilidad de la novela e incapaz de explicarme cómo mi abuelo pudo considerar esas piruetas provechosas y honorables.
Para paliar mi frustración me concedí otra oportunidad y me precipité sobre Austen, Dickens, las hermanas Brontë, Hardy, Forster y Henry James: todos me parecieron intolerables. Si acaso incubaba algún prejuicio contra los escritores de Albión, dirigí mi curiosidad hacia sus enemigos del otro lado de la Mancha: Hugo (un bodrio), Stendhal (un escándalo), Flaubert (cursi), Céline (un asco), Yourcenar (patética). Sin escarmentar, alterné autores rusos y estadounidenses: Tolstói y Melville, Bulgákov y Hawthorne, Dostoievski y Faulkner, Nabokov y Bellow, Pasternak y Philip Roth… Ni siquiera vale la pena mencionar los nombres de los españoles, italianos, brasileños, japoneses, checos o turcos que revisé después. Fatigado, me adentré por fin en la extravagante pasión de mi abuelo: la novela mexicana del siglo XXI . Apenas pude comprender su entusiasmo por escritores tan desiguales.
Confieso que, a pesar de su vulgaridad, llamó mi atención el aire de familia que unía a novelistas de naciones y tiempos tan lejanos. Aunque provenían de épocas y lugares distintos, era posible reconocer una corriente secreta. Los mejores pertenecían a una sola estirpe y mentían de maneras cada vez más refinadas, como si la novela fuese una artesanía que se torna más sutil y estilizada con el tiempo. Los enlazaba algo huidizo e indescriptible. Comprendí entonces que, si bien su empresa era absurda, poseía cierta coherencia. Pese a su ceguera, esos hombres estaban convencidos de que la novela no era una acumulación de falsedades, sino una forma legítima de explorar la realidad. Y, sobre todo, de conservar la memoria lejos de la severidad de la historiografía o las ciencias sociales. Sería estúpido afirmar que la lectura de Mann, Kafka o Broch me permitiese comprender mejor los albores del siglo XX , pero estos autores poseían intuiciones sobre su tiempo que jamás descubrí en un manual.
Por desgracia, los novelistas de los siglos XXII y XXIII olvidaron esta lección. Al apostar por una novela nacida del folletín decimonónico, los escritores de estos siglos fueron responsables de la extinción de la novela. Obsesionados con repetir modelos cansinos y con simular efectos de los medios audiovisuales, sus mentiras ya no buscaban perturbar a sus contemporáneos, sino adormecerlos. La ficción dejó de acercarse oblicuamente a la realidad y se limitó a regodearse en sí misma con el único fin de entretener.
La novela no murió de muerte natural: fue asesinada por sus adeptos. A fuerza de repetir hasta el cansancio las mismas estructuras, de exacerbar artimañas y machacar temas, el género sentimental y el policíaco, los novelistas destruyeron su forma de vida. A mediados del siglo XXII la novela se había convertido en un género desfalleciente: aunque entonces se escribieron, publicaron, compraron y leyeron más títulos que en cualquier otro momento, casi no se escribieron auténticas novelas, sino sucedáneos.
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